Libertad en trámite
El anuncio de su inocencia no trajo el alivio inmediato que había imaginado. No hubo una puerta que se abriera de golpe ni un guardia apresurado diciéndole que podía irse. Solo hubo palabras en un papel, sellos, firmas, y después… nada.
Su celda seguía siendo su celda. Su rutina seguía siendo la misma. Despertaba con el mismo ruido de pasos en los pasillos, comía la misma comida insípida, dormía con el mismo miedo incrustado en el cuerpo. Pero ahora, había algo peor: la certeza de que no debería estar allí.
El mundo exterior lo esperaba, y sin embargo, no podía alcanzarlo. Todo dependía de trámites, de oficinas donde su nombre era un expediente en una pila, de firmas que parecían más difíciles de obtener que la propia justicia. No podía hacer nada. No podía presionar, no podía insistir. Solo debía esperar a que otros, lejos de su encierro, decidieran su destino con el ritmo pausado de los escritorios y las reglas que nadie cuestionaba.
Los días eran insoportables. No porque fueran distintos, sino porque ahora cada hora pesaba más. Antes, al menos la condena era clara. Ahora, la espera era un limbo, una broma macabra en la que la libertad estaba concedida, pero no otorgada.
En los patios, los demás lo miraban de reojo. Algunos con envidia, otros con lástima. Sabían lo que significaba estar atrapado en la maquinaria judicial. “No te ilusiones todavía”, le advirtieron. Y él lo sabía. Había visto hombres pudrirse esperando trámites simples, apelaciones interminables, errores administrativos que convertían días en años.
Se imaginaba a sus abogados golpeando puertas, explicando lo evidente a funcionarios que los escuchaban con aburrimiento. “Sí, está absuelto, pero hay un proceso que seguir”. Siempre había un proceso. Siempre había algo más.
Las noches eran las peores. Su cuerpo permanecía en la celda, pero su mente intentaba fugarse. Se veía cruzando calles, sintiendo el viento en la cara, tocando la piel de su hija por primera vez. Pero con cada amanecer, esas imágenes se disolvían como un espejismo. Seguía allí. Seguía esperando.
Hasta que un día, tal vez, alguien en una oficina decidió que ya era suficiente. Tal vez un sello cayó sobre el último papel. Tal vez, al otro lado de un escritorio, un abogado recibió una llamada y esbozó una sonrisa al responder. Pero él no lo sabía. Él solo veía la misma pared, el mismo techo, y escuchaba el mismo eco del pasillo.
Todavía no habían venido por él. Todavía no le habían dicho que se fuera.
Tal vez mañana. Tal vez nunca.
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