En el rincón callado del alma,
donde la lluvia se convierte en susurro,
se oye una vibración, leve pero constante,
un latido olvidado en el vasto abismo.
Somos polvo en el río del tiempo,
granos de arena que la corriente incesante lleva
y trae de vuelta, resonando en la vibración de nuestra existencia.
La vida, tan efímera,
el amor, tan profundo,
y la muerte, nuestra inevitable compañera,
que nos abraza al final,
sin juicio, solo quietud.
Quizás, al final, todos somos lo mismo:
el insecto en su rincón,
el humano que busca en cada paso
una razón para seguir,
un refugio en el otro.
Y en la fragilidad de cada ser,
vemos reflejadas nuestras sombras y luces,
la necesidad de ser escuchados,
de no quedar nunca solos.
El acto de matar,
un retumbo de guerra en el corazón humano,
un horror disfrazado de necesidad,
un grito ahogado en la hipocresía del hábito,
y en la resonancia del alma,
la telaraña que nos conecta,
nos enseña que nada es nuestro,
solo lo compartido.
Cuando el dolor se hace grande,
cuando el corazón parece quebrarse,
sabemos que en el silencio de la noche
hay una mano extendida,
un refugio invisible,
un abrazo que atraviesa las distancias,
que nos dice: "no estás solo".
Porque todos somos la misma historia,
fragmentos de luz y sombra,
hermanos de la misma raíz,
y al final, tal vez,
en esos retumbos que vibran en el alma,
encontramos la verdad:
que la vida solo tiene sentido
cuando la compartimos,
cuando nos damos,
cuando sabemos que, aunque el cielo se derrumbe,
nunca caminamos solos.
Jorge Kagiagian
No hay comentarios.:
Publicar un comentario