Inés, Pupín, Felicitas y la Búsqueda de Felicitas



Inés, Pupín, Felicitas y la Búsqueda de Felicitas

El eco del estallido del espejo y la amarga promesa del mal aún se sentían en el ambiente, cuando una nueva amenaza surgió de entre las sombras del bosque. En la penumbra, una mariposa de alas negras, con destellos iridiscentes y una mirada casi hipnótica, apareció entre las hojas. Su vuelo era sutil, pero deliberado, y parecía llevar un mensaje siniestro.

Mientras Pupín e Inés se recuperaban de las secuelas del incendio y de la oscura magia, la mariposa se posó cerca de Felicitas, quien jugaba inocentemente en la luz intermitente del bosque. La perrita, siempre curiosa y llena de vida, se sintió atraída por el suave parpadeo de la criatura. Sin dudarlo, Felicitas la siguió, dejando atrás el refugio seguro que todos conocían.

El camino la condujo hacia una zona oscura y desolada del bosque, un lugar árido, seco y horrible, donde la vida parecía haberse marchitado. Los árboles, retorcidos y desnudos, y el suelo, cubierto de cenizas y polvo, ofrecían un contraste sombrío a los verdes de antaño. En medio de esa desolación, una única flor solitaria se abría con un resplandor enfermizo. La flor, con pétalos pálidos y venas oscuras, parecía susurrar el nombre de Felicitas en un tono casi imperceptible. La perrita, cautivada por ese misterioso llamado, se acercó a la flor y, al inhalar su fragancia inusual, cayó desmayada, entregándose a un sueño profundo e inquietante.

Horas más tarde, el calor del sol comenzó a suavizarse y el bosque se llenó de una calma post-tormenta. En una pequeña cabaña al borde del claro, Inés había decidido tomar una breve siesta para recobrar energías después del angustioso rescate. Al poco tiempo, el sueño se vio interrumpido por un inquietante silencio. Al abrir los ojos, Inés notó de inmediato que algo no estaba bien: el lugar se había quedado demasiado silencioso, y una extraña inquietud se apoderó de ella.

—¡Feli, Feli! —llamó con voz entrecortada, levantándose de un salto y recorriendo cada rincón del hogar en busca de su querida amiga.

La perrita, que siempre llenaba la casa con su alegre presencia, no se encontraba en ningún sitio. Inés recorrió pasillos y habitaciones, la angustia apretando su corazón con cada instante que pasaba sin respuesta. Con manos temblorosas, buscó pistas: una huella, un juguete caído, algo que indicara hacia dónde podría haber ido Felicitas.

—¡Felicitas, ven aquí! —exclamó, recorriendo el interior de la cabaña con desesperación—. ¿Dónde estás, mi pequeña?

La ausencia se hacía insoportable. La incertidumbre y el miedo se mezclaban en su mente, recordándole las amenazas aún latentes y el rencor del mal que había jurado volver. Con el corazón hecho pedazos, Inés decidió que debía actuar de inmediato. No podía esperar a que la oscuridad se aprofunde; su amiga necesitaba ser encontrada cuanto antes.

Pronto, las aves que surcaban el cielo, siempre vigilantes, se hicieron mensajeras del destino. Una de ellas, con plumaje brillante y ojos atentos, descubrió a Felicitas desmayada en la zona oscura y desolada del bosque. Tras un vuelo urgente, el ave regresó y, con chillidos apremiantes, llevó la noticia a Inés, que ya se preparaba para salir en su búsqueda.

Sin perder ni un instante, Inés se lanzó a la carrera, atravesando el bosque con la determinación de una madre y la fuerza de alguien que había soportado demasiado dolor. Mientras corría, sus pensamientos se mezclaban con el temor de que el mal estuviera detrás de este nuevo suceso. Sabía que la oscuridad, en su ansia de destruir lo bueno, había enviado a la mariposa con un propósito siniestro y que atacaría a quienes amaba.

Finalmente, Inés encontró a Felicitas tendida sobre el suelo polvoriento, en medio de aquel páramo árido. La perrita yacía inmóvil, pero con un leve suspiro que indicaba que aún vivía. Con lágrimas en los ojos, Inés se arrodilló a su lado y la tomó en brazos, sintiendo el latido lento pero constante de su corazón.

—No te dejaré, Felicitas. Te cuidaré, pase lo que pase —murmuró, entre sollozos.

De regreso en casa, Inés colocó a Felicitas en un lecho improvisado, mirando a su amiga dormida con una mezcla de alivio y preocupación. Mientras tanto, Pupín, aún débil por las heridas del incendio y marcado por la influencia oscura, observaba en silencio. La responsabilidad y el peso del destino recaían sobre ella, y aunque la solución no era inmediata, Inés sabía que debía cuidar de Pupín y de Felicitas.

El mal, acechando en las sombras, observaba cada movimiento. Consciente de que para destruir a Pupín debía atacar el alma de Inés—y que ella era su mayor obstáculo, pues había sufrido demasiado por la pérdida de Tomi—, la entidad oscura tramaba un nuevo plan. Sabía que atacando a Felicitas, la personificación de la inocencia, podría quebrantar la fuerza que unía a Inés y a su amigo. Con un rencor silencioso, el mal se retiró momentáneamente, jurando volver con una estrategia renovada.

Esa noche, el silencio de la cabaña se vio quebrado solo por el murmullo del viento y el suave latido del corazón de Inés, que vigilaba a sus seres queridos. El misterio permanecía sin resolver, y la lucha contra la oscuridad continuaba, pero Inés había reafirmado su compromiso: protegería a Pupín y a Felicitas, cueste lo que cueste, hasta que la luz triunfara definitivamente sobre la sombra.



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