Inés: La nube y la lluvia


Inés: La nube y la lluvia



La lluvia no cesaba. Primero, eran apenas gotas tímidas, como un lamento callado. Pero pronto se transformaron en un llanto incontrolable, un desborde del cielo que oscureció el bosque entero. Los árboles, empapados, temblaban bajo el peso del agua. Los ríos se inflaban como venas desbordadas, y las criaturas del bosque corrían buscando refugio.  


Felicitas se agitaba en medio del agua. Sus patitas luchaban contra la corriente creciente. El suelo se había vuelto un espejo líquido, y ella, pequeña como era, apenas lograba mantenerse a flote.  


—¡Guauu! —ladró con miedo, sus orejitas mojadas pegándose a su cabeza.  


Desde una roca alta, Inés la vio y sintió el corazón apretarse mientras la lluvia le golpeaba el rostro con furia.  


—¡Tenemos que salvar a todos! —gritó Inés, su voz perdiéndose entre el estruendo del agua.  


El mago Pupín, con su capa empapada y el sombrero resbalándole de la cabeza, alzó la vista. A través de la cortina de lluvia, pasó algo que le hizo fruncir el ceño. Una gota le cayó en la boca. Tenía un sabor extraño.  


Era salada.  


No era solo agua. Tenía el sabor de las lágrimas.  


—Esto no es lluvia normal… —susurró.  


Metió la mano bajo su sombrero y sacó un huevo de color verde plateado. Lo sostuvo entre las manos con delicadeza y, tras un susurro mágico, el cascarón tembló. Se resquebrajó con un sonido dulce, como la nota de una campana. Y entonces, emergió de su interior un dragón, pequeño y brillante, con alas de escamas perladas.  


Pupín sopló un segundo hechizo, y el dragón creció en un instante, desplegando sus alas majestuosas. Su aliento cálido rompió el frío de la tormenta.  


—¡Vamos, Inés!  


Ella asintió sin dudar y tomó su mano. Juntos, subieron al lomo del dragón. Con un batir de alas, se elevaron en el aire, dejando atrás el bosque sumido en la inundación.  


Arriba, en lo más alto del cielo, la nube se encogía sobre sí misma. Su cuerpo gris temblaba con cada sollozo, y de su tristeza nacían más y más lágrimas.  


—Nos está viendo —susurró Inés.  


Pero cuando la nube los vio acercarse, se asustó. Se agitó desesperada, sus bordes se retorcieron como si intentara escapar. Y, de pronto, estalló en un tifón.  


El aire rugió. La lluvia se transformó en un vendaval, azotando el bosque con furia.  


Abajo, Felicitas luchaba, sus patas moviéndose con destreza instintiva en el agua. Trepó con dificultad sobre un tronco flotante, pero la corriente insistía en arrastrarla.  


—¡Aguanta, Feli! —gritó Inés, con el miedo oprimiéndole el pecho.  


El dragón batió sus alas con fuerza, luchando contra el viento. Pupín, con los ojos entrecerrados, alzó su varita.  


—¡No queremos hacerte daño! —gritó.  


Pero el tifón no escuchaba. No podía escuchar. Era solo un torbellino de dolor.  


Pupín murmuró un hechizo y de su varita emergió una caja transparente, tan brillante como el aire de la mañana. Se abrió como un susurro y atrapó el tifón dentro.  


De pronto, todo quedó en silencio.  


La tormenta se detuvo. El viento cesó. Y dentro de la caja, la nube sollozaba, encogida, temblorosa.  


—¿Por qué… por qué me encerraron? —susurró con voz quebrada.  


Inés se acercó, con los ojos llenos de compasión.  


—No temas —dijo suavemente—. Solo queremos entender qué te pasa.  


La nube tembló.  


—El viento me alejó de mis cielos —sollozó—. Ahora estoy sola… No tengo a dónde ir…  


Inés bajó la vista. Lo entendió. Entendió el peso de la soledad, la tristeza de sentirse lejos de los suyos.  


La miró llena de amor y compasión. Su mirada la envolvió, como un fraternal abrazo.  


—No estás sola —susurró—. Míranos. Todos aquí te vemos.  


Por primera vez, la nube dejó de retorcerse. Sus bordes dejaron de agitarse. Sus lágrimas, pesadas y dulces, se convirtieron en una última lluvia. Pero esta vez no fue una tormenta, sino un llanto sereno, como una despedida.  


Pupín abrió la caja y el agua restante cayó sobre el bosque como una suave caricia. La tierra la bebió con ansias. Entre las raíces de los árboles, pequeñas semillas despertaron. Las flores cerradas se abrieron, mostrando sus colores ocultos. Las hojas brillaron con un verde renovado.  


Entonces, la nube desapareció y el cielo se despejó.  


Inés miró hacia abajo. El agua se estaba retirando lentamente, volviendo a su ciclo. Felicitas, desde la cima de una roca, agitó la cola, empapada pero feliz.  


El bosque olía a tierra mojada, a renacimiento.  


Inés suspiró y miró el reflejo del agua, donde por un breve instante, una silueta blanca se dibujó.  


—¿Crees que la volveremos a ver?  


Pupín, quien cada día más sabio, sonrió con dulzura.  


—Algún día —dijo—. Cuando el sol le de su calor, el agua subirá de nuevo… la veremos regresar.  


Y en la superficie de los ríos, bajo la luz nueva del sol, por un breve instante, la silueta de una nube se reflejó. Como un adiós. Como la promesa de un reencuentro.  


Jorge Kagiagian

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