El reflejo de otras madres




A veces, cuando voy por la calle, me detengo a mirar. No porque quiera, sino porque es inevitable. Una madre agachándose para atar el zapato de su hijo, acariciándole el cabello con dulzura. Otra, limpiándole las lágrimas después de una caída, murmurando palabras que calman. Una más, riendo con su pequeña mientras le ofrece un helado derretido.  

Y yo siento envidia.  

No una envidia de la que hace querer robar, sino de la que duele en lo más profundo, como un cuchillo que entra lento, sin prisa. Una envidia que no debería existir, pero que es parte de mí. Porque yo no tuve eso.  

Mi madre no es una buena mujer. Es una mentirosa.  

Me prometió amor y me dio indiferencia. Me prometió protección y me dejó caer. Me prometió que siempre estaría, pero cada vez que más la necesité, se fue. No recuerdo sus caricias, ni su risa, ni su voz diciéndome que todo estaría bien. Recuerdo sus gritos, sus excusas, sus ojos fríos cuando le pedía que me mirara de verdad.  

A veces me pregunto si sería más fácil si estuviera muerta.  

No porque la odie tanto como para desearlo, sino porque la muerte embellece los recuerdos. Si estuviera muerta, podría inventar que fue buena, que me amó, que todo lo malo fue un error. Podría decir “mi madre era maravillosa” y nadie me miraría con lástima. Pero está viva. Y eso significa que cada vez que la veo, cada vez que escucho su voz, la realidad me golpea de nuevo.  

Aún así, sigo mirando a esas madres en la calle. Las observo con detenimiento, como si al hacerlo pudiera entender lo que nunca tuve. Me imagino cómo sería si una de ellas hubiera sido la mía. Me pregunto si, en otra vida, me tocará una madre diferente.  

Tal vez en otra vida no sentiré esta envidia.

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