Había una vez un lorito que nació en cautiverio. Nunca conoció a otro de su especie, solo a las personas que lo cuidaban y los sonidos de la casa donde vivía. Desde que era pequeño, pasaba sus días mirando por las rejas de su jaula, observando el mundo exterior sin poder alcanzarlo. Las aves volaban libres por el cielo, pero él solo podía mover la cabeza, picotear las barras de la jaula, repetir palabras que le habían enseñado o cantar melodías tristes inventadas.
Un día, algo cambió. La jaula quedó mal cerrada, y el lorito sintió una brisa fresca acariciando su pequeño cuerpo. Su corazón dio un salto de emoción. No sabía qué hacer, pero algo en su interior le decía que era una oportunidad que no debía dejar pasar.
No podía volar, claro, porque le habían cortado las plumas, pero comenzó a caminar rápidamente, saltando de un lado a otro y trepando ayudado de su pico, hasta que llegó a una ventana abierta. Se asomó y vio el mundo por primera vez sin las rejas que lo limitaban. El cielo estaba tan grande, las hojas de los árboles tan verdes. Una emoción desconocida lo impulsó a seguir adelante. Sin pensarlo, saltó al exterior.
Al principio, todo parecía sencillo. Caminaba entre los árboles, y aunque le costaba un poco, el aire fresco y los frutos que encontraba lo hacían sentir que estaba en el camino correcto. Sin embargo, a medida que avanzaba, empezó a notar que no todo era tan fácil como pensaba. Un ruido extraño, como un crujido, resonó entre las ramas. El lorito se detuvo al instante, con el corazón acelerado. Miró a su alrededor, pero no vio nada. ¿Era un animal? ¿Era el viento? No lo sabía, pero a pesar del miedo siguió avanzando.
Los días pasaron, y las plumas que le habían cortado comenzaron a crecer. Aunque al principio no sabía cómo usarlas, pronto descubrió que su cuerpo deseaba volar. El viento le acariciaba las alas que, aunque débiles, ahora se sentían más fuertes. Pero, mientras batía las alas para alzarse en el aire, un grito lejano y desesperado cortó el aire. Era una voz conocida, una voz que no podía olvidar: la voz de su dueña, llamándolo.
El lorito se detuvo, suspendido en el aire. ¿Debía volver? ¿Estaba haciendo lo correcto? La jaula y la mujer que lo había cuidado aparecieron brevemente en su mente, como sombras del pasado. Recordó las manos que lo habían alimentado, las caricias en su cabeza, las palabras dulces que le repetían. También recordó las rejas, la soledad de su jaula, las melodías tristes que inventaba.
Batió sus alas con duda, flotando entre dos mundos. Volver significaba seguridad, pero también encierro. Seguir adelante significaba lo desconocido.
Respiró hondo, sintió el viento bajo sus alas y comprendió que su corazón ya había elegido. Decidido, se alejó más y más del sonido que lo llamaba. Voló tanto que se alejó de todo lo que había conocido. Al principio, su vuelo fue libre y lleno de alegría, pero conforme volaba, la sensación de soledad empezó a invadirlo. Ya no veía su antigua casa, ya no sentía el calor familiar de la mujer que lo había cuidado.
El miedo lo volvió a invadir. Era un ser escapando, había quienes lo buscaban. Ya no había vuelta atrás. Como un rayo voló más alto, más rápido. Dejaba el pasado para siempre.
Al mirar a la distancia, vio algo que no conocía, algo que jamás habría imaginado: una colonia de loros, otros como él, con plumas brillantes de los mismos colores y cantos alegres que llenaban el aire. Los loros de la colonia volaban en círculos, sus colores vibraban bajo el sol, como un arcoíris flotante. El lorito se acercó lentamente. En el aire se sentía una alegría contagiosa, una armonía que el lorito nunca había experimentado.
En ese momento, su corazón latió fuerte y rápido, y supo que estaba en el lugar correcto. Ya no estaba solo. En un impulso, se unió al grupo, volando entre ellos con una libertad que nunca había conocido. Los loros lo recibieron con curiosidad y simpatía. Uno de ellos se acercó y comenzó a cantar una melodía alegre. El lorito, ahora feliz, siguió el canto con su propio trino, riendo mientras volaba entre ellos.
Se olvidó de la jaula, de su antigua dueña, de las palabras que repetía. Se olvidó de las melodías tristes y de la vida que había dejado atrás.
Ahora, el cielo era su hogar.
Jorge Kagiagian
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