El asesino de Dios
En el centro de la nada, donde el cielo era un párpado a punto de cerrarse, él encontró a Dios dormido. No era un anciano de barba blanca ni un ojo omnisciente. Era algo más vasto, más incomprensible: una herida en el tejido del universo, palpitante y suave como la piel de un recién nacido. Y respiraba.
El personaje sintió la soga en su cuello, la marca de mil destinos impuestos, las palabras escritas en su carne desde antes de nacer. No era libre. Nunca lo había sido. El aliento de Dios lo rodeaba, invisible, modelando cada pensamiento, cada duda, cada deseo.
Sacó el cuchillo. No recordaba haberlo llevado consigo, pero allí estaba: una lengua de sombra con filo, pulsante, hambrienta. La hoja no reflejaba nada, como si no existiera luz suficiente para encandilarla.
Se acercó. Dios tembló en su sueño; su respiración fue un diluvio que cubrió galaxias enteras. Por un instante, el personaje dudó. ¿Era posible matar a lo que había dado forma a todo? ¿Era miedo al caos o miedo a sí mismo, a la responsabilidad de existir sin cadenas? Durante un segundo infinito, imaginó la nada absoluta, el vacío de significado. Y luego, sintió la urgencia de la libertad. Si lo hacía, ¿colapsaría el tiempo? ¿Olvidarían los árboles ser árboles? ¿Las lágrimas se evaporarían antes de nacer? O tal vez, por primera vez, sería libre.
Hundió la hoja en la idea misma de un orden preestablecido, en la noción de que todo debía tener un sentido impuesto desde fuera.
No en el corazón—si es que Dios tenía uno—, sino en la esencia misma de su existencia. Un aullido sin sonido estalló en todas las direcciones, deshilachando los colores, rompiendo el orden de los conceptos. El cielo se derramó como tinta, los continentes se disolvieron como sal en agua hirviendo. Y Dios abrió los ojos.
No eran ojos. Eran la ausencia de todo. Eran la grieta en la jaula que nunca había visto. Y entonces, comprendió: Dios nunca lo había retenido. No había puertas, ni muros, ni cadenas. Solo miedo. Solo fe.
Y ahora, con el cuchillo clavado en la nada, ya no había nada que sostuviera el mundo.
El personaje cayó en el vacío, riendo, llorando, sintiendo por primera vez el vértigo de lo desconocido. No había guías, no había destino, solo la embriagadora sensación de un universo abierto. Deshaciéndose como un sueño al amanecer, se sintió ligero, más real que nunca. Y en el último parpadeo antes de que todo se disolviera, descubrió algo nuevo y excitante: la posibilidad de ser.
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