La Aventura Inesperada de Felicitas
Era una mañana serena en el bosque cuando la brisa susurraba entre las hojas y el rocío perlaba los pétalos. Pupín, el mago del bosque, se encontraba bajo la sombra de un majestuoso roble, absorto en su libro de chistes y dejando escapar risas y comentarios en voz baja. Mientras tanto, en la calidez del hogar, Inés preparaba algo delicioso, dejando que su dulce tarareo se fundiera con el aroma a pan recién horneado y hierbas frescas.
Feli, sintiéndose un poco aburrida y anhelando atención, se acercó a Pupín; sin embargo, él apenas levantó la vista para darle una palmadita distraída. Al dirigirse a la cocina, encontró que Inés estaba tan concentrada en su arte culinario que solo le dijo:
—Más tarde te doy un bocadito, Feli.
Con un suspiro solitario, Felicitas decidió salir a caminar sin rumbo, abandonando momentáneamente la rutina del hogar.
A medida que se adentraba en el bosque, los rayos del sol filtrados entre las copas pintaban el suelo con destellos dorados. Un aroma nuevo y enigmático la detuvo. Olfateó con cautela, levantó sus delicadas orejitas –“sniff, sniff”– y siguió el rastro, dejándose llevar por la promesa de algo desconocido.
No tardó en encontrarse con un grupo de perritos que parecían salidos de un alegre cuadro campestre. Primero aparecieron Coco y Ciro, dos mellizos traviesos que se empujaban y jugueteaban entre sí, emitiendo un contagioso “¡Wuf, wuf!” mientras se acercaban a olfatearla con curiosidad. Poco después se unieron Rufi y Mía, cuyos suaves “¡Auuu, auuu!” parecían invitarla a unirse a ellos. Entre el grupo se destacaba Lupita, una perrita muy tímida; apenas al verla, sus grandes ojos se abrieron con sorpresa. Finalmente, Charlie, el más rebelde, se presentó con un enérgico “¡Ruff, ruff!” y una cola que pintaba el aire con entusiasmo.
Antes de que se establecieran más que miradas y saludos perrunos, apareció Yavrik, el abuelo de pelaje blanco y largo, avanzando con la dignidad que sólo el tiempo confiere. Con voz pausada y profunda, dejó escapar un “¡Auuu… wuf!” que irradiaba calma y experiencia, haciendo que Lupita se sintiera, al menos, un poco más segura al refugiarse a su lado.
Sin mediar mucha explicación, Charlie, con un brillo juguetón en los ojos, propuso:
—¡Vamos a jugar!
Y así, sin previo aviso, el grupo emprendió una carrera entre los árboles. Felicitas, junto a sus nuevos amigos, zigzagueó entre raíces retorcidas y arbustos fragantes, corriendo y saltando con un entusiasmo renovado. El sol, colándose entre las ramas, dibujaba sombras danzantes sobre el sendero, y el murmullo de la naturaleza parecía acompañar su alegre persecución.
De pronto, Charlie se detuvo en seco, con la mirada fija en algo que emergía entre dos árboles nudosos. Allí, suspendida en el aire como un delicado velo, se extendía una telaraña enorme, una red plateada tejida por la labor invisible de una araña. La brisa la hacía oscilar suavemente, y cada rayo de sol que la atravesaba revelaba destellos de luz en sus hilos pegajosos, semejantes a finos hilos de cristal. En el corazón de aquella estructura, un pequeño bulto amarillo se movía con un temblor sutil, como si algo luchara por liberarse.
—¡Wuf! —exclamó Rufi, dando un paso atrás mientras todos se acercaban con cautela.
Ante sus ojos se reveló la escena: un diminuto pajarito, atrapado en la telaraña. Sus delicadas alas, enmarañadas en los hilos brillantes, batían de forma torpe, y su pequeño pico se abría y cerraba en un silbido casi imperceptible, como un tierno llamado de auxilio. Al ver al pajarito, Lupita se estremeció y, temblando, se escondió aún más detrás de Yavrik.
Los perros se agruparon en torno al pajarito. Coco y Ciro se inclinaron, olfateando suavemente:
—Sniff, sniff…
Mía repitió el gesto, arrugando la nariz ante el curioso aroma de plumas y resina.
Charlie, con una mezcla de duda y determinación, inclinó la cabeza y lanzó un “¡Grrr, ruff!” que invitaba a actuar.
Felicitas, impulsada por la ternura que ahora latía con fuerza en su interior, tomó la iniciativa. Con sumo cuidado, acercó su hocico al intrincado entramado de hilos y, con un tirón suave y medido, intentó liberar al pajarito. La telaraña, resistente y pegajosa, vibró al contacto, dejando escapar un sonido húmedo y tenue que se fusionó con el murmullo del bosque. Mía animó con un “¡Wuff!” mientras Coco y Ciro mordisqueaban delicadamente los bordes, colaborando en el esfuerzo conjunto.
Finalmente, en un último y coordinado tirón, la red cedió. El pajarito, liberado, cayó suavemente sobre las hojas secas y crujientes. Durante unos instantes, quedó inmóvil; luego, con un pequeño aleteo torpe, agitó sus alas, proyectando una sombra efímera sobre la tierra. Con un tímido “pío” y un salto, emprendió vuelo, desapareciendo poco a poco entre el dosel frondoso de los árboles.
Charlie meneó la cola con una carcajada perruna, soltando un alegre “¡Ruff, ruff!” que resonó en el claro. Los demás perros se unieron en un concierto de risas, ladridos y suaves “¡Auuu…” de aprobación, y hasta Yavrik pareció sonreír con su mirada serena. Incluso Lupita, aún tímida, asomó la cabeza con cautela, fascinada por la escena.
Felicitas había salido sin rumbo, sintiéndose invisible, y, sin proponérselo, había marcado la diferencia.
Al regresar a casa, Pupín levantó la vista de su libro y la observó con una mezcla de asombro y curiosidad.
—Vaya, Feli… —comentó en voz baja—. Hoy luces distinta.
Felicitas solo movió la cola y se acurrucó a su lado, llevando consigo, como un preciado secreto, lo vivido en aquel día.
Jorge Kagiagian
### **La Aventura Inesperada de Felicitas**
Era una mañana tranquila en el bosque. Pupín, el mago humano, se encontraba bajo un árbol, absorto en su libro de chistes, dejando escapar risitas y comentarios en voz baja. Mientras tanto, en la cocina, Inés preparaba algo delicioso, tarareando suavemente. Felicitas, sintiéndose un poco relegada, se acercó a Pupín, pero él apenas levantó la vista para darle una palmadita distraída. Luego se dirigió a la cocina, pero Inés estaba demasiado ocupada y solo le dijo:
—Más tarde te doy un bocadito, Feli.
Con un suspiro, sintiéndose ignorada, Felicitas decidió salir a caminar sin rumbo, dejando atrás la rutina del hogar.
Mientras se adentraba en el bosque, un aroma nuevo la detuvo. Olfateó con curiosidad, levantó las orejas –“sniff, sniff”– y siguió el rastro sin saber a dónde la llevaría.
Poco después, se encontró con un grupo de perros. Primero aparecieron Coco y Ciro, dos mellizos que se empujaban y jugueteaban entre sí, emitiendo un alegre “¡Wuf, wuf!” mientras se acercaban a olfatearla. Luego llegaron Rufina y Mía, cuyos suaves “¡Auuu, auuu!” parecían invitarla a unirse a ellos. Finalmente, Charlie, el más rebelde del grupo, se presentó con un enérgico “¡Ruff, ruff!” mientras movía la cola con entusiasmo.
Antes de que el grupo pudiera entablar más que miradas y saludos perrunos, apareció Yavrik, el abuelo de pelaje canoso, avanzando despacio pero con dignidad. Con voz pausada y profunda, dejó escapar un “¡Auuu… wuf!” que, sin palabras, transmitía calma y experiencia.
Sin mediar mucha explicación, Charlie propuso, con un brillo en la mirada,
—¡Vamos a jugar!
Y así, sin previo aviso, todos emprendieron una carrera entre los árboles. Felicitas, junto a sus nuevos amigos, zigzagueó entre raíces y arbustos, corriendo con entusiasmo. De repente, Charlie se detuvo en seco.
Frente a ellos, apoyada entre dos árboles nudosos, se extendía una telaraña enorme, como una red plateada suspendida en el aire. La brisa la hacía oscilar suavemente, y la luz del sol la atravesaba, haciendo que sus hilos pegajosos brillaran como finos hilos de cristal. En el centro de aquella estructura, un pequeño bulto oscuro se movía con temblor; parecía que algo luchaba por liberarse.
—¡Wuf! —exclamó Rufina, dando un paso atrás, mientras todos se acercaban con cautela.
Era un diminuto pajarito, atrapado entre los hilos de la telaraña. Sus alas, pegadas y enredadas, batían de forma torpe, y su pequeño pico se abría y cerraba en un silbido casi imperceptible.
Los perros se reunieron a su alrededor. Coco y Ciro se inclinaron, olfateando con suavidad:
—Sniff, sniff…
Mía repitió el gesto, arrugando la nariz ante el curioso aroma de plumas y resina.
Charlie, con una mezcla de duda y determinación, inclinó la cabeza y lanzó un “¡Grrr, ruff!” que invitaba a tomar acción.
Felicitas, sin titubear, se adelantó. Con mucho cuidado, acercó su hocico al intrincado entramado de hilos. Con un tirón suave y medido, intentó liberar al pajarito. La telaraña, pegajosa y resistente, vibró al contacto, produciendo un sonido húmedo y tenue. Mía animó con un “¡Wuff!” mientras Coco y Ciro mordisqueaban delicadamente los bordes, colaborando en el esfuerzo.
Finalmente, con un último tirón colectivo, la red cedió. El pajarito, liberado, cayó suavemente sobre la hojarasca. Durante unos instantes, quedó inmóvil; luego, con un pequeño aleteo torpe, agitó sus alas. Su sombra danzó sobre el suelo mientras emitía un tímido “pío” y, poco a poco, emprendía vuelo, desapareciendo entre el dosel de los árboles.
Charlie meneó la cola con una carcajada perruna, emitiendo un alegre “¡Ruff, ruff!” que hizo eco en el claro. Los demás perros se unieron con risas y ladridos, y hasta Yavrik dejó escapar un suave “¡Auuu…” como aprobación.
En ese instante, Felicitas sintió que algo había cambiado en su interior. Había salido sin dirección, sintiéndose invisible, y sin proponérselo había marcado la diferencia.
Al regresar a casa, Pupín levantó la vista de su libro y la observó con curiosidad.
—Vaya, Feli… —comentó—. Hoy luces distinta.
Felicitas movió la cola, sintiéndose, por primera vez en todo el día, verdaderamente parte del mundo que la rodeaba.
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¿Qué te parece esta versión? Espero que cumpla con tus expectativas al enriquecer las descripciones, variar los sonidos y aportar un matiz nuevo a la aventura.Aquí tienes la versión refinada con las mejoras sugeridas:
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### **La Aventura Inesperada de Felicitas**
Era una mañana tranquila en el bosque. Pupín, el mago humano, se encontraba bajo un árbol, absorto en su libro de chistes, dejando escapar risitas y comentarios en voz baja. Mientras tanto, en la cocina, Inés preparaba algo delicioso, tarareando suavemente. Felicitas, sintiéndose un poco relegada, se acercó a Pupín, pero él apenas levantó la vista para darle una palmadita distraída. Luego se dirigió a la cocina, pero Inés estaba demasiado ocupada y solo le dijo:
—Más tarde te doy un bocadito, Feli.
Con un suspiro, sintiéndose ignorada, Felicitas decidió salir a caminar sin rumbo, dejando atrás la rutina del hogar.
Mientras se adentraba en el bosque, un aroma nuevo la detuvo. Olfateó con curiosidad, levantó las orejas –“sniff, sniff”– y siguió el rastro sin saber a dónde la llevaría.
Poco después, se encontró con un grupo de perros. Primero aparecieron Coco y Ciro, dos mellizos que se empujaban y jugueteaban entre sí, emitiendo un alegre “¡Wuf, wuf!” mientras se acercaban a olfatearla. Luego llegaron Rufina y Mía, cuyos suaves “¡Auuu, auuu!” parecían invitarla a unirse a ellos. Finalmente, Charlie, el más rebelde del grupo, se presentó con un enérgico “¡Ruff, ruff!” mientras movía la cola con entusiasmo.
Antes de que el grupo pudiera entablar más que miradas y saludos perrunos, apareció Yavrik, el abuelo de pelaje canoso, avanzando despacio pero con dignidad. Con voz pausada y profunda, dejó escapar un “¡Auuu… wuf!” que, sin palabras, transmitía calma y experiencia.
Sin mediar mucha explicación, Charlie propuso, con un brillo en la mirada,
—¡Vamos a jugar!
Y así, sin previo aviso, todos emprendieron una carrera entre los árboles. Felicitas, junto a sus nuevos amigos, zigzagueó entre raíces y arbustos, corriendo con entusiasmo. De repente, Charlie se detuvo en seco.
Frente a ellos, apoyada entre dos árboles nudosos, se extendía una telaraña enorme, como una red plateada suspendida en el aire. La brisa la hacía oscilar suavemente, y la luz del sol la atravesaba, haciendo que sus hilos pegajosos brillaran como finos hilos de cristal. En el centro de aquella estructura, un pequeño bulto oscuro se movía con temblor; parecía que algo luchaba por liberarse.
—¡Wuf! —exclamó Rufina, dando un paso atrás, mientras todos se acercaban con cautela.
Era un diminuto pajarito, atrapado entre los hilos de la telaraña. Sus alas, pegadas y enredadas, batían de forma torpe, y su pequeño pico se abría y cerraba en un silbido casi imperceptible.
Los perros se reunieron a su alrededor. Coco y Ciro se inclinaron, olfateando con suavidad:
—Sniff, sniff…
Mía repitió el gesto, arrugando la nariz ante el curioso aroma de plumas y resina.
Charlie, con una mezcla de duda y determinación, inclinó la cabeza y lanzó un “¡Grrr, ruff!” que invitaba a tomar acción.
Felicitas, sin titubear, se adelantó. Con mucho cuidado, acercó su hocico al intrincado entramado de hilos. Con un tirón suave y medido, intentó liberar al pajarito. La telaraña, pegajosa y resistente, vibró al contacto, produciendo un sonido húmedo y tenue. Mía animó con un “¡Wuff!” mientras Coco y Ciro mordisqueaban delicadamente los bordes, colaborando en el esfuerzo.
Finalmente, con un último tirón colectivo, la red cedió. El pajarito, liberado, cayó suavemente sobre la hojarasca. Durante unos instantes, quedó inmóvil; luego, con un pequeño aleteo torpe, agitó sus alas. Su sombra danzó sobre el suelo mientras emitía un tímido “pío” y, poco a poco, emprendía vuelo, desapareciendo entre el dosel de los árboles.
Charlie meneó la cola con una carcajada perruna, emitiendo un alegre “¡Ruff, ruff!” que hizo eco en el claro. Los demás perros se unieron con risas y ladridos, y hasta Yavrik dejó escapar un suave “¡Auuu…” como aprobación.
En ese instante, Felicitas sintió que algo había cambiado en su interior. Había salido sin dirección, sintiéndose invisible, y sin proponérselo había marcado la diferencia.
Al regresar a casa, Pupín levantó la vista de su libro y la observó con curiosidad.
—Vaya, Feli… —comentó—. Hoy luces distinta.
Felicitas movió la cola, sintiéndose, por primera vez en todo el día, verdaderamente parte del mundo que la rodeaba.
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Versión 1
### **La Aventura Inesperada de Felicitas**
Era una mañana tranquila en el bosque. Pupín estaba bajo un árbol con un libro de chistes, riéndose solo. Inés, en la cocina, tarareaba mientras preparaba algo delicioso. Felicitas, en cambio, no encontraba qué hacer. Se acercó a Pupín, pero él solo le dio una palmadita distraída. Luego fue a la cocina, pero Inés estaba demasiado ocupada y solo le dijo:
—Más tarde te doy un bocadito, Feli.
Suspiró. Nadie parecía necesitarla. Así que salió a caminar sin rumbo.
Cuando ya estaba lejos, un aroma desconocido le hizo detenerse. Olfateó con curiosidad, alzó las orejas y, sin pensarlo mucho, siguió el rastro.
No tardó en encontrar a un grupo de perros: Coco y Ciro, los mellizos que jugaban a empujarse entre sí, Rufina y Mía, que observaban con ojos atentos, y Charlie, un perro de mirada inquieta que movía la cola con energía.
—¡Guau! —ladró Charlie al verla, inclinando la cabeza.
—¡Guau, guau! —saludaron los mellizos, acercándose de inmediato a olfatearla.
Antes de que pudieran hablar más, apareció un perro de andar pausado y pelaje canoso: el abuelo Yavrik.
—¡Auuuu… guau! —les gruñó suavemente, como si pidiera que se calmaran.
Todos obedecieron, aunque sus colas seguían moviéndose con emoción.
—Vamos a jugar —propuso Charlie, en lenguaje perruno y sin poder quedarse quieto—. ¡Síganme!
Los perros corrieron tras él, Felicitas incluida. Zigzaguearon entre los árboles, saltaron raíces, esquivaron arbustos, hasta que, de repente, Charlie se detuvo en seco.
Frente a ellos, en medio de dos árboles nudosos, una telaraña enorme se extendía como una red plateada. La luz del sol la atravesaba, haciendo brillar sus hilos pegajosos como hilos de cristal. En el centro, un bulto oscuro temblaba levemente.
—¡Guau! —exclamó Rufina, dando un paso atrás.
Era un pequeño pajarito atrapado. Sus alas estaban pegadas a la tela y sus patitas se movían con esfuerzo, pero cada intento lo enredaba más. Su pico se abría y cerraba en un silbido débil.
Los perros se acercaron lentamente.
—Sniff, sniff… —Coco y Ciro olfatearon el aire.
—Sniff, sniff… —repitió Mía, arrugando la nariz.
El olor a plumas mezclado con el pegajoso aroma de la telaraña les cosquilleó el hocico.
Charlie inclinó la cabeza.
—¡Grrr, guau! —dijo, dudando.
Felicitas, sin pensarlo demasiado, dio un paso al frente. Observó la tela pegajosa y, con mucho cuidado, acercó su hocico para jalar una parte.
Pero la telaraña era resistente. Tiró un poco más, y esta vibró con fuerza.
—¡Wuff! —la animó Mía.
Coco y Ciro intentaron ayudar, mordiendo los bordes. Con cada tirón, la telaraña cedía, dejando escapar un sonido pegajoso.
Finalmente, con un último esfuerzo de todos, la tela se rompió y el pajarito cayó suavemente al suelo.
Se quedó quieto unos segundos. Los perros lo rodearon, olfateándolo con suaves “sniff, sniff”. El pajarito pestañeó, agitó sus alas con torpeza y, con un leve “pío”, emprendió vuelo, perdiéndose entre los árboles.
Charlie meneó la cola.
—¡Guau, guau! —ladró, divertido—. ¡Eso fue increíble!
Todos rieron entre ladridos. Incluso Yavrik, que había observado en silencio, dejó escapar un suave “Auuu…”.
Felicitas sintió algo cálido en el pecho. Había salido sin saber qué hacer, sintiéndose invisible. Y, sin embargo, de alguna manera, había terminado haciendo algo importante.
Cuando regresó a casa, Pupín la miró con curiosidad.
—Vaya, Feli… —comentó—. Tienes una mirada diferente.
Felicitas solo movió la cola y se acomodó junto a él, sintiéndose, por primera vez en todo el día, exactamente donde debía estar.
Jorge Kagiagian
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