El bosque se despertaba en un suspiro de rocío y luz dorada, donde cada hoja vibraba al compás de la música del alba. Los primeros rayos del sol se colaban entre las ramas, pintando destellos de oro sobre el musgo y las flores silvestres; el aire se impregnaba de un perfume dulce, casi embriagador, y el rumor lejano de un riachuelo conversaba con el tímido canto de los pájaros. Todo era belleza, armonía y promesas de un día perfecto, un cuadro de paz que invitaba a perderse en la inmensidad de la naturaleza.
Poco a poco, sin que nadie se atreviera a romper aquel encantamiento, la atmósfera comenzó a transformarse. El murmullo alegre se tornó en un susurro contenido; los colores vibrantes se desvanecieron en tonos más apagados y melancólicos. La brisa, antes juguetona, se volvió densa y casi imperceptible, como si algo oculto hubiese absorbido su vitalidad. En ese instante de transición, donde la belleza se fundía con una inminente oscuridad, Inés sintió un llamado surgido de lo más profundo de la tierra.
Vestida con un fluido vestido blanco y adornada con una vincha de flores que aún conservaban el eco del rocío matutino, Inés avanzaba descalza por un sendero de hojas doradas. Sus pasos resonaban suavemente sobre la hierba, dejando tras de sí huellas que marcaban el compás de un destino ineludible. Mientras su cabello negro y ondulado se movía al compás de la brisa cargada de un aroma enigmático, el ambiente, antes pleno de vida, se tornaba misterioso y sombrío, como si el bosque guardara celosamente un secreto largamente olvidado.
De pronto, en un claro desprovisto de las habituales flores silvestres, apareció un enjambre de libélulas. No eran aquellas criaturas comunes, de vivos matices y alas cristalinas; estas poseían un extraño color entre plata y ceniza, y sus alas, en lugar de vibrar al compás del viento, se mecían con un ritmo propio, casi hipnótico. Ellas danzaban en círculos precisos, trazando en el aire un límite invisible, como guardianas silentes de un umbral ancestral. La sutileza de su vuelo contrastaba con la creciente tensión que impregnaba el ambiente.
Inés siguió el vuelo de las libélulas hasta llegar a un pequeño montículo de tierra que se erguía en medio del claro. Aquella colina, cubierta de hierba seca y perfectamente peinada, evocaba la imagen de una tumba olvidada, una morada ancestral donde el tiempo parecía haberse detenido. Allí, en el centro de aquella formación, la tierra se abrió en una fina grieta, negra y profunda, semejante a la rendija de un abismo prohibido.
De esa hendidura surgió, lenta y vacilantemente, una mano pequeña y temblorosa. Su textura, áspera y surcada como la corteza gastada de un árbol centenario, dejaba entrever hilos finos de musgo en los extremos de unos dedos alargados. Al extenderse hacia la luz, la mano parecía implorar, y en ese instante, Inés sintió un palpitar extraño recorrer sus muñecas, como si un eco distante y olvidado se comunicara con su propio latido.
Sin comprender del todo lo que sucedía, se arrodilló y, con una mezcla de temor y compasión, entrelazó sus dedos con aquellos que emergían de la oscuridad. Apenas se produjo el contacto, una voz—suave y etérea, semejante al murmullo de hojas al caer en silencio—se deslizó en su mente:
—Ayúdame.
El susurro se fundió en el ambiente y, de repente, las libélulas comenzaron a batir sus alas con una urgencia desconcertante. Su danza, antes medida y casi etérea, se volvió frenética; los diminutos cuerpos, suspendidos en el aire, parecían luchar contra un destino ineludible. Una a una, las libélulas comenzaron a desplomarse. Sus alas, delicadas y antes tan brillantes, se ondulaban en un último trémulo movimiento antes de rendirse. Algunas se hundieron lentamente en la hierba seca, mientras otras parecían retener su vuelo por un efímero instante, como si el tiempo se negara a dejarlas ir, para finalmente desvanecerse en un suspiro de polvo y destellos apagados. Muriendo una a una.
El aire, cargado de una energía casi tangible, vibró cuando la grieta se abrió aún más, y de ella emergió, en forma de silueta borrosa al principio, luego con mayor claridad, la figura de una mujer. Su piel, del color de la madera envejecida, estaba marcada por surcos profundos, evocando la imponente corteza de un roble milenario. Su largo cabello, fluido y enmarañado, caía en ondas que recordaban hojas secas arrastradas por el viento. Pero lo que más atraía la mirada, y a la vez incitaba un escalofrío indescriptible, eran sus ojos:
Los ojos de Soled eran de fuego negro que todo lo consumía, ardiendo con una intensidad que devoraba la luz y dejaba tras de sí solo sombras. Esa mirada, capaz de incendiar y destruir, contrastaba brutalmente con la pálida suavidad de su rostro, y parecía revelar un abismo de emociones y secretos inconfesables.
La mujer esbozó una sonrisa—no cálida ni acogedora, sino enigmática y perturbadora—y, con voz impregnada de ecos de tiempos remotos, dijo:
—Me llamo Soled.
Aquellas palabras se deslizaron en el aire como un presagio, impregnando cada rincón de la escena con su enigma. Inés, con la mano aún extendida, sintió una punzada de inquietud recorrer su ser, mientras la belleza y la oscuridad se fundían en un abrazo inesperado. Soled, con su mirada de fuego negro que consumía todo a su paso, murmuró:
—Gracias por liberarme.
En ese instante, la fragilidad del momento se hizo insoportable. La caída de las libélulas, ya un acto silencioso y trágico, se volvía aún más inquietante: sus cuerpos, vestigios delicados de una vitalidad efímera, se esparcían por la hierba en un desfile mudo de muerte. El brillo de sus alas se desvanecía, dejando tras de sí destellos que se disipaban en el polvo del suelo. El movimiento de aquellas criaturas se había detenido, y en el silencio sepulcral que siguió, cada partícula parecía llorar la pérdida de una vida que se apagaba sin ruidos, sin gritos, solo en un lento y doloroso desvanecerse.
La atmósfera, ya cargada de presagios, se volvió casi opresiva, como si el propio bosque se negara a olvidar aquel instante. Inés, con la mirada clavada en Soled, comprendió que el acto de compasión había exigido un precio mucho mayor del que jamás habría imaginado. El murmullo del bosque se transformó en un eco de advertencia, y el suspiro final de las libélulas se quedó impregnado en el aire, testigo silente de una transformación irreversible.
Mientras la figura de Soled se desvanecía lentamente en la penumbra del crepúsculo, llevándose consigo el enigma de su origen, Inés permaneció arrodillada sobre aquella tumba olvidada, sintiendo la perturbadora conexión entre su ser y aquello que había despertado. La tensión era casi palpable, como si el universo entero se hubiera detenido para presenciar el nacimiento de algo que alteraría para siempre el equilibrio del mundo natural.
Al amanecer, cuando la primera luz tímida se coló entre los árboles y el fresco rocío volvía a adornar las hojas, Inés despertó con la piel aún húmeda y el eco persistente de aquella voz resonando en lo más profundo de su ser. El bosque, majestuoso y silencioso, parecía haber absorbido el peso de la noche, pero ya nada era igual. Al salir de su hogar, un estremecimiento recorrió su cuerpo al ver una libélula plateada posada en el marco de la ventana. Con un ala rota, aquella criatura parecía llevar consigo el rastro de una historia inacabada, un recordatorio silencioso de que, en lo más profundo del bosque, algo nuevo y perturbador respiraba. Algo nacido de una liberación maldita, un acto de compasión que había despertado a Soled, la mujer de ojos de fuego negro que todo lo consumía, cuyo destino y verdadera naturaleza se perderían para siempre en las sombras del tiempo.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario