El pabellón cristiano

Lo habían trasladado al pabellón cristiano tras una brutal golpiza. Su cuerpo, un mapa de hematomas y cicatrices frescas, ardía con cada latido. El aire, denso y cargado de un olor acre a sudor, miedo y descomposición, le oprimía los pulmones. La herida abierta en su ceja, una línea roja y húmeda que contrastaba con su palidez enfermiza, le recordaba la violencia sufrida. Sin elección, lo habían arrojado a ese infierno disfrazado de redención, donde la fe era un yugo, una máscara obligatoria sobre la cruda realidad de la prisión: rezar varias veces al día, cantar alabanzas hasta la afonía, aplaudir hasta que sus manos, heridas y en carne viva, le suplicaran piedad. Un mandato, no una elección. Un mandato que él rechazaba con cada fibra de su ser.

 

Tras esa fachada piadosa, la prisión se revelaba en su brutal honestidad. Bajo las colchonetas roídas, donde el aire estaba viciado por un olor a humedad y descomposición, los filos de metal dormían junto a los reos, esperando su turno. Las drogas, en envoltorios mugrientos, circulaban entre las páginas de Biblias deshojadas; sus palabras, un eco vacío. En los rincones oscuros, lejos de los ojos vigilantes, las amenazas se deslizaban traicioneras entre susurros de falsa hermandad. El miedo, una presencia física, se instalaba en los cuerpos, tensando los hombros, acelerando el ritmo cardiaco en la penumbra. Un miedo que él sentía, pero que rechazaba dejarse consumir.

 

Un joven, tal vez de diecinueve años, con los ojos hundidos y llenos de una tristeza infinita, se persignaba tres veces antes de dormir, con movimientos rápidos, urgentes, como si en cada trazo de la cruz intentara sellar su carne contra un castigo inminente. Sus dedos, temblorosos y delgados, trazaban el signo sagrado en el aire; una plegaria desesperada que se perdía en la oscuridad. Las noches, en el silencio sepulcral del pabellón, solo el latir de su propio corazón, un tambor marcial de miedo, rompía la quietud. El aire, denso y cargado de desesperación, se hacía casi irrespirable. Un joven que apenas respiraba, aferrado a una fe que él consideraba una farsa.

 

Cada noche, el pabellón se sumergía en un ritual macabro, una parodia de la fe. Uno a uno, los reclusos se arrodillaban, inclinando la cabeza en un movimiento torpe y vacilante. Musitaban oraciones, plegarias entrecortadas y sin convicción, un lamento colectivo que resonaba en el silencio. Algunos apenas flexionaban las rodillas, un acto mecánico que no alcanzaba el alma. Otros, en cambio, se prosternaban hasta tocar el suelo con la frente, los nudillos apretados hasta sangrar, suplicando con la desesperación de quien sabe que su única absolución está en la muerte. Sus rostros, iluminados por la tenue luz de la luna, estaban marcados por la culpa, el terror, la desesperación. Una hipocresía cruel: cuanto más profunda la reverencia, más evidentes las atrocidades de sus actos. Una hipocresía que él observaba con una mezcla de desprecio y una inquietante duda.

 

Uno, en particular, llamaba su atención: un hombre corpulento, con una serpiente negra tatuada en el cuello, un símbolo de maldición y pecado. Se golpeaba el pecho con los puños cerrados, sus nudillos agrietados y sucios, sangrando sobre su camisa raída. Recitaba una plegaria monótona, una letanía vacía que no calmaba el tormento de su alma. No era penitencia, sino una farsa, un teatro de autoflagelación. Oraba por terror, por una culpa mal asumida, por la desesperada necesidad de creer que Dios aún escuchaba a los monstruos, a los hombres que habían perdido su humanidad en las profundidades del infierno carcelario. Sus ojos, pequeños y oscuros, se movían rápidamente, evaluando cada sombra, esperando que alguien reclamara lo que fuera que él debía.

 

Desde su catre, él los observaba, la mandíbula tensa, un nudo de amargura en su garganta. El odio, un veneno lento, corroía su alma, pero también un pensamiento lo inquietaba: ¿y si ellos estaban en lo cierto? ¿Y si, después de todo, la fe no era solo una máscara, una herramienta de control, sino algo más profundo, algo que él, en su incredulidad, no podía comprender? La idea lo revolvía, le producía una profunda incomodidad. Se odiaba por siquiera considerar la posibilidad. Se aferraba a su incredulidad como un salvavidas, pero la duda, como una semilla de incertidumbre, comenzaba a crecer en su interior. Veía cómo se aferraban a la religión como a un madero en aguas turbulentas, no por fe, sino por conveniencia, por un desesperado intento de aplacar el miedo a la muerte, al castigo eterno. No se arrepentían de sus actos, solo de haber sido atrapados. El terror al juicio final era su única plegaria. En este mundo, la culpa era un gesto aprendido, un teatro de reverencia, lágrimas frías y golpes en el pecho. Una farsa que él, en su incredulidad, observaba con creciente inquietud.

 

Un hombre delgado, con la piel surcada de cicatrices antiguas, se levantó y se acercó con pasos vacilantes. Sus ojos, hundidos y oscuros, reflejaban la desesperación que lo consumía.

 

—Dios escucha a todos, hermano —dijo con voz quebrada—. Solo tienes que pedirle.

 

Una carcajada amarga se quedó atrapada en su garganta. Si Dios escuchaba, entonces lo estaba ignorando. Si Dios era justo, entonces no existía. Porque si existiera, él no estaría allí, inocente y condenado. Y ellos no estarían rezando, sino enfrentando las consecuencias de sus actos. Él, sin embargo, sentía una creciente incomodidad ante la posibilidad de que se equivocara.

 

El recuerdo de su última oración lo golpeó con la fuerza de un puñetazo. En la celda de castigo, con la piel abierta en la espalda y las manos atadas, no había pedido salvación ni perdón. Solo había cerrado los ojos y murmurado el nombre de su madre, una plegaria desesperada que se perdió en el vacío. Nadie respondió. Desde entonces, la fe le sabe a ceniza. Una ceniza fría y amarga. Una ceniza que, sin embargo, no lograba apagar la inquietante duda que comenzaba a crecer en su interior.

 

La prisión, sin embargo, tenía su propio infierno, un infierno hecho de hombres y piedra, de silencio y gritos. Los guardias, impasibles y distantes, eran dioses menores, dispensando castigos con la indiferencia de quien es dueño del destino ajeno. Eran carceleros, verdugos, jueces y testigos; sus manos sostenían las llaves y los castigos, sus labios dibujaban sonrisas burlonas mientras los reclusos imploraban a Dios, mientras sus puños dictaban sentencias en las costillas de los más débiles. Su presencia era una amenaza constante. Una amenaza silenciosa.

 

Él había aprendido a no pedir clemencia. La clemencia era un susurro que se ahogaba entre los gritos de quienes ya no podían levantarse, un susurro inútil en un mundo donde la justicia era una palabra vacía. Sabía que no encontraría justicia en los labios de un predicador ni en las manos de un carcelero. Solo le quedaba el tiempo, y en la prisión, el tiempo era una cadena que se enredaba al cuello hasta asfixiar, un peso insoportable que lo arrastraba hacia la desesperación. Un tiempo que se agotaba, mientras la duda carcomía su incredulidad.

 

Afuera, la noche seguía su curso indiferente, ajena al tormento de los hombres. La luna, fría y distante, iluminaba las paredes de la prisión, un testigo silencioso de la crueldad humana. Mañana volverían a inclinarse. Mañana, el pabellón se llenaría otra vez de cantos y aplausos forzados, una parodia de la fe, una máscara que ocultaba el miedo y la desesperación.

 

Y mañana, él seguiría allí, esperando que un Dios sordo decidiera hacer justicia. O que, al menos, tuviera la misericordia de olvidarlo para siempre.

 

Jorge Kagiagian

 


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