Desde pequeña, supo lo que quería. No era solo el brillo de los lujos ni la promesa de una vida sin preocupaciones, sino la certeza de que el dinero era un escudo contra la incertidumbre. El amor, por sí solo, le parecía frágil, endeble, incapaz de sostenerse sin un colchón de seguridad.
Así creció, observando con atención. Miraba los relojes, los autos, la marca de los zapatos antes de fijarse en los ojos de un hombre. Su sonrisa era encantadora, su conversación amena, pero detrás de cada gesto se escondía una evaluación silenciosa. No tardó en darse cuenta de que aquellos hombres la observaban con la misma perspicacia. Detectaban en su mirada la búsqueda de estabilidad material y, aunque algunos jugaban el juego por un tiempo, tarde o temprano se alejaban.
Uno tras otro, se desvanecían, algunos con excusas amables, otros con desprecio apenas disimulado.
—No quiero ser visto como un cajero automático —le dijo uno.
—Yo no busco una mujer que valore mi cuenta bancaria antes que a mí —le dijo otro.
Ella siempre tenía una respuesta para sí misma.
"Yo sé que no soy interesada. Interesada es otra cosa… Una mujer interesada es la que no siente nada por un hombre y lo usa. Yo, en cambio, quiero amor. Solo que el amor no debería significar renunciar a ciertas cosas, ¿no?"
Se lo repetía con convicción, pero con cada puerta que se cerraba, la duda empezaba a filtrarse.
—¿Por qué siempre te pasa lo mismo? —le preguntó su amiga una noche, mientras tomaban vino.
—¿Qué cosa?
—Que los hombres con dinero no se quedan y los que te quieren no te alcanzan.
Rió, incómoda.
—Parece que tengo mala suerte.
—¿O tal vez esperas algo imposible?
Se quedó en silencio.
La conversación quedó flotando en su mente. No quería pensar demasiado en ello, pero algo en la forma en que su amiga la miró, en la manera directa en que le habló, la inquietó.
Entonces apareció él. No conducía un coche lujoso ni vestía ropa cara. Hablaba con el corazón en la mano, sin miedo a mostrar ternura. Le escribía mensajes largos, la miraba con una intensidad que la hacía sentirse única. La escuchaba, recordaba detalles que otros pasaban por alto, y lograba que cada momento juntos se sintiera especial.
Era diferente a los demás.
Y, por un tiempo, quiso creer que eso bastaba.
Pero no bastó.
La calidez de sus gestos no pagaba cuentas. La dulzura de sus palabras no llenaba armarios con hermosos vestidos. La realidad se filtró a través de pequeñas grietas: la cuenta dividida en los restaurantes, los viajes planificados con presupuesto ajustado, los regalos sencillos pero simbólicos.
No podía evitar compararlo con los otros, los que se habían ido.
Una noche, mientras él le hablaba de sus sueños, sintió un nudo en la garganta. No podía decirle que lo amaba, porque una parte de ella sabía que ese amor tenía un precio que no estaba dispuesta a pagar.
—Eres increíble —murmuró.
—Y tú eres lo mejor que me ha pasado.
No supo qué responder. Solo bajó la mirada y sintió el vértigo de una elección inevitable.
Cuando él tomó su mano, ella la retiró con suavidad.
—No es suficiente.
Él la miró, confundido.
—¿Qué no es suficiente?
Quiso responder. Quiso explicarle la lucha interna que la carcomía, el miedo a perderse en un amor que no le aseguraba nada. Pero no lo hizo.
Él no insistió. Tal vez porque, en el fondo, ya lo sabía. Se limitó a asentir, con una tristeza infinita, y se marchó.
Las semanas pasaron. Su amiga volvió a tocar el tema una noche, mientras tomaban café.
—¿Por qué lo dejaste? —preguntó con suavidad.
Removió el azúcar en su taza, sin atreverse a mirarla.
—No era para mí.
—¿O tal vez tú no eras para él?
Sintió un escalofrío.
—No sé de qué hablas.
Su amiga suspiró.
—Todos nos creemos buenos y negamos o ignoramos nuestros defectos o, peor aún, los justificamos.
La frase quedó suspendida en el aire.
No dijo nada.
Pero por dentro, pensó: "la culpa es de los hombres. Mi único defecto es ser demasiado buena".
Pasaron los años.
Cada vez que conocía a un hombre con dinero, él la veía con la misma desconfianza de siempre. Y cuando encontraba a alguien que la amaba de verdad, era ella quien se alejaba.
Así, atrapada en su propia paradoja, vio cómo el tiempo la envolvía.
Rodeada de muchas cosas, sí, pero con un vacío que no pudo llenar. Porque el amor no se compra, y el dinero no evita la soledad.
Una tarde, sentada en la terraza de su apartamento, miró la ciudad a sus pies. Todo lo que alguna vez soñó estaba ahí: la comodidad, el lujo, la estabilidad.
Y, sin embargo, no había nadie con quien compartirlo.
Tomó un sorbo de vino y sonrió con tristeza.
Jorge Kagiagian
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