Desde pequeña, supo lo que quería. No era solo el brillo de los lujos ni la promesa de una vida sin preocupaciones, sino la certeza de que el dinero era un escudo contra la incertidumbre. El amor, por sí solo, parecía frágil, endeble, incapaz de sostenerse sin un colchón de seguridad.
Así creció, buscando hombres que encajaran en su ideal. Miraba sus relojes, sus autos, la marca de sus zapatos antes de fijarse en sus ojos. Sonreía con dulzura, coqueteaba con inteligencia, pero su interés siempre apuntaba hacia lo mismo. No tardó en darse cuenta de que aquellos hombres podían oler su intención. Detectaban en su mirada la búsqueda de estabilidad material y, aunque la encontraban hermosa, tomaban distancia.
Uno tras otro se alejaban, algunos con excusas amables, otros con un desprecio apenas disimulado. “No quiero ser visto como un cajero automático”, decían. “Quiero alguien que me valore por lo que soy, no por lo que tengo”.
Entonces apareció alguien distinto. No conducía un coche lujoso ni vestía ropa cara. Hablaba con el corazón en la mano, sin miedo a mostrar ternura. Le escribía mensajes largos, la miraba con una intensidad que la hacía sentir la mujer más especial del mundo. Se preocupaba por cada detalle, recordaba sus gustos, la sorprendía con gestos sencillos pero llenos de significado.
Era diferente a los demás. Y, por un momento, quiso creer que eso bastaba.
Pero no bastó.
A su lado, la vida era cálida, pero también modesta. No había cenas en restaurantes exclusivos, ni viajes espontáneos a lugares exóticos. Cada gasto se pensaba con cuidado, cada anhelo se posponía hasta que fuera posible. La dulzura no pagaba cuentas, el romance no llenaba armarios con vestidos de diseñador.
Se sentía amada, sí, pero también atrapada.
Una noche, mientras él le hablaba de sus sueños, sintió un nudo en la garganta. No podía decirle que lo amaba, porque una parte de ella sabía que ese amor tenía un peso que no estaba dispuesta a cargar.
—Eres increíble —murmuró.
—Y tú eres lo mejor que me ha pasado.
No supo qué responder. Solo bajó la mirada y sintió el vértigo de una elección inevitable.
Cuando él tomó su mano, la retiró con suavidad.
—No es suficiente.
El brillo en sus ojos se apagó. No preguntó por qué, tal vez porque en el fondo ya lo sabía. Se limitó a asentir, con una tristeza infinita, y se marchó.
Pasaron los años. Cada vez que conocía a un hombre con dinero, él la veía con la misma desconfianza de siempre. Y cuando encontraba a alguien que la amaba de verdad, ella era quien se alejaba.
Así, atrapada en su propia paradoja, vio cómo el tiempo la envolvía. Rodeada de lujos, sí, pero con un vacío que ni el oro podía llenar. Porque el amor no siempre se compra, y el dinero no siempre evita la soledad.
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