La Última Luz Antes de la Tormenta


El bosque había conocido la sombra y el sufrimiento.

No hacía mucho, Felicitas yacía inmóvil, atrapada en un sueño profundo, víctima de un hechizo oscuro que drenaba su esencia. Pupín, con su alma herida por la magia maldita, había librado una batalla silenciosa contra la oscuridad que intentaba consumirlo. Inés, con la angustia anudada en el pecho, recorrió senderos desconocidos, enfrentando el miedo y la incertidumbre con nada más que su amor y su determinación.

Pero todo eso había quedado atrás.

Ahora, el sol reinaba sobre el bosque como un soberano benévolo, derramando su luz dorada sobre la tierra rejuvenecida. El cielo tenía el azul de los sueños más hermosos, salpicado de nubes suaves como copos de algodón. El aire era tibio, perfumado con la fragancia de flores silvestres y hierbas frescas.

Felicitas corría libre entre los prados, su colita una pequeña bandera de alegría ondeando al viento. Su pelaje relucía bajo el sol, y sus patas, ligeras como el canto de un ruiseñor, apenas rozaban la hierba al saltar entre mariposas doradas. Inés la miraba desde la colina, con la sonrisa serena de quien ha superado una gran batalla y puede, al fin, descansar.

Pupín, liberado de las sombras que lo habían oprimido, practicaba su magia con un brillo nuevo en los ojos. Con un suave gesto de sus manos, hacía aparecer pequeñas esferas de luz que flotaban en el aire, danzando como luciérnagas encantadas. Las hadas, curiosas y maravilladas, volaban en círculos alrededor de las esferas, rozándolas con sus diminutas manos, provocando que destellaran con colores tornasolados.

Los loros parlanchines cantaban melodías vibrantes, mezclando palabras sueltas con risas traviesas. Los duendes, ocupados en un festín al pie de los árboles, reían con carcajadas profundas, compartiendo frutos dulces y néctares dorados. Los tomates, hijos del sabio Tomy, rodaban por la hierba como pequeños soles escarlata, entre juegos y bromas.

La armonía era absoluta.

La felicidad vibraba en cada hoja, en cada pétalo, en cada gota de rocío que se deslizaba por los tallos de las flores. Todo el bosque se había convertido en un cuadro de vida y alegría, donde la luz bailaba con el viento y la música de la naturaleza componía una sinfonía eterna.

Pero en la sombra más lejana, en el rincón más frío del mundo, alguien observaba.

Las aves negras se habían posado en las ramas más altas, inmóviles, con ojos sin brillo. Entre las sombras que el sol no lograba disipar, una figura aguardaba, con el pecho consumido por un vacío sin fin.

Soled.

Un nombre olvidado. Un alma perdida en la penumbra de su propia tristeza.

Desde su refugio en la oscuridad, Soled veía la luz y sentía en su interior una herida abierta que nunca cicatrizaba. Había sido como ellos una vez. Había reído, había amado, había sentido la calidez de un hogar y la dulzura de la amistad. Pero eso era un eco lejano, algo que pertenecía a otra vida, a alguien que ya no existía.

El mundo la había abandonado.

La felicidad de otros era un recordatorio cruel de lo que le habían arrebatado. Las risas, las danzas, las voces llenas de amor… eran como agujas que se clavaban en su ser marchito.

¿Por qué ellos sí? ¿Por qué ellos podían reír, amar y vivir en armonía mientras ella se retorcía en el olvido?

La rabia la atravesó como un relámpago.

El viento en el bosque se detuvo un instante.

Los pétalos de las flores temblaron.

Las sombras a su alrededor comenzaron a palpitar con una energía oscura, creciendo como raíces venenosas que se extendían bajo la tierra.

El odio de Soled era un pozo sin fondo, una herida que nunca sanaba. Y ahora, se alzaba con una resolución férrea.

No habrá más alegría.

Su susurro fue un golpe de escarcha en el aire.

El sol, que antes sonreía con su luz dorada, comenzó a apagarse tras un velo de nubes negras. La calidez se desvaneció. El viento, antes ligero y danzante, se tornó frío y pesado.

Las aves en el cielo dejaron de cantar. Las hadas, alertadas por un presentimiento oscuro, suspendieron su danza y volaron a refugiarse entre las ramas.

Los tomates rodaron hasta esconderse entre las hojas.

Los duendes dejaron caer sus copas, sus risas apagándose.

Y en lo alto, las aves negras se agitaron en las ramas, expectantes.

Felicitas se detuvo, con las orejas en alerta. Pupín frunció el ceño, sintiendo la alteración en la energía del bosque. Inés se puso de pie, su corazón latiendo con fuerza.

El aire se llenó de un silencio denso, un abismo entre la alegría que acababa de existir y el peligro que ahora se cernía sobre ellos.

Desde las sombras más profundas, Soled emergió.

La armonía se había roto.

La felicidad era un crimen que ella no estaba dispuesta a tolerar.

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