Inés inició



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## **Primera Parte: La niña del prado encantado**  


El sol se estiraba sobre el horizonte, pintando el cielo con pinceladas doradas. La brisa de la mañana jugaba entre los trigales, susurrando promesas al viento. Entre las flores silvestres y el rocío que aún dormía sobre las hojas, una silueta avanzaba con pasos ligeros, como si flotara sobre la hierba.  


Era **Inés**.  


Su vestido blanco, de tela suave y ligera, se movía con el aire, y las mangas con volados temblaban con cada brisa. En su cabello negro, ondulado como un río de sombras, llevaba una vincha de flores silvestres, trenzada con tallos delgados. La luz del sol resaltaba el contraste entre su piel blanca y sus ojos oscuros, dos lagos profundos donde el cielo se reflejaba sin alcanzar el fondo.  


Había crecido en una casa donde las voces eran firmes y la risa era estridente. Sus hermanos mayores llenaban los espacios, se alzaban como torres de ruido y presencia. Ella, en cambio, se movía en los silencios, en los rincones donde la luz se filtraba en hilos dorados. No era que la ignoraran, pero a veces sentía que no la veían realmente.  


A su manera, había aprendido a aceptar esa soledad. **El mundo le hablaba en murmullos que otros no escuchaban.**  


La hierba susurraba bajo sus pies descalzos, acariciando su piel como si la reconociera. El aroma de la lavanda flotaba en el aire, envolviéndola en un perfume dulce y fresco. Llevaba su canastita de paja tejida con hilos de luna y estrellas, y dentro de ella recolectaba pequeños tesoros: pétalos caídos, piedras lisas del río, plumas blancas que el viento dejaba caer como secretos del cielo.  


Se detuvo junto a un sauce y cerró los ojos un instante. **Escuchó.**  


El río cantaba a lo lejos, una melodía suave y constante. Las hojas de los árboles se agitaban en un diálogo sin palabras. Un mirlo trinó en la distancia. Inés suspiró y alzó el rostro al sol. En momentos así, sentía que pertenecía a algo más grande, a un misterio que no podía explicar pero que le hacía latir el corazón con fuerza.  


Entonces, un sonido distinto rompió la armonía del prado.  


—Cuidado, no me pises.  


Inés abrió los ojos de golpe.  


La voz era clara, infantil, pero no venía de ningún lugar visible. Miró a su alrededor, buscando entre las flores.  


Entonces bajó la vista.  


Y allí estaba.  


Brillante bajo el sol, con un rojo intenso como una piedra preciosa, descansaba sobre la hierba un pequeño tomate.  


Un tomate que hablaba.  



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## **Segunda Parte: El legado de Tomy**  


Inés parpadeó, perpleja. Se inclinó despacio, observando el pequeño tomate con asombro. Sus ojos negros reflejaban el rojo vibrante de su piel tersa.  


—¿Eres tú quien habló? —susurró, con la voz entre la duda y la maravilla.  


—Claro que fui yo —respondió el tomate, con un tono amable y risueño—. ¿Acaso los tomates no pueden hablar?  


Inés entreabrió los labios, pero ninguna respuesta le pareció lo suficientemente lógica. Se sentó sobre la hierba, con las manos sobre las rodillas, y lo contempló.  


—Nunca conocí un tomate que hablara.  


—Pues ahora sí —afirmó él—. Me llamo Tomy.  


Inés sonrió sin darse cuenta.  


—Yo soy Inés.  


El viento susurró entre las espigas doradas, como si la naturaleza celebrara aquel inesperado encuentro.  


Desde aquel día, **Inés y Tomy se volvieron inseparables**.  


Cada mañana, la niña regresaba al prado con su canastita, pero ya no la usaba solo para recoger flores y piedras. Ahora llevaba consigo una manta, frutas dulces y su voz llena de preguntas.  


—¿Cómo aprendiste a hablar?  


—Un loro parlanchín me contaba historias, y un día simplemente entendí.  


—¿Y por qué solo hablas conmigo?  


—Porque eres la única que escucha.  


A Inés le gustaba esa respuesta.  


Tomy no era un simple tomate. Era sabio y observador, y sus palabras eran como semillas que echaban raíces en el corazón.  


—¿Por qué pareces siempre triste cuando llegas aquí? —preguntó una tarde, mientras el sol se despedía en tonos anaranjados.  


Inés bajó la mirada y hundió los dedos en la hierba.  


—A veces siento que no encajo. Mis hermanos siempre me ven como si no fuera parte de ellos… como si no importara.  


Tomy se quedó en silencio por un instante, como si buscara las palabras adecuadas.  


—Inés —dijo al fin, con la voz tan suave como el roce de las hojas en otoño—, tu valor no depende de lo que otros piensan de ti. La semilla de una flor no sabe cuán hermosa será hasta que florece. Tú ya tienes todo dentro de ti. Solo necesitas tiempo.  


Las palabras se enredaron en el pecho de Inés, como un abrazo invisible.  


Los días pasaron, y sin darse cuenta, la niña cambió. **Aprendió a no escuchar las burlas de sus hermanos, a responder con calma y, sobre todo, a no dudar de su propio valor.**  


Entonces ocurrió algo inesperado.  


Una tarde, sus hermanos llegaron al prado, buscándola. Pero no con las bromas de siempre, sino con una expresión sincera en los rostros.  


—Inés… —dijeron, titubeando—. Hemos sido injustos contigo.  


Inés los miró en silencio, el viento alborotándole los cabellos oscuros.  


—Nos has enseñado más de lo que imaginamos —continuó su hermano mayor—. Perdónanos.  


La niña sonrió, con el corazón temblando de emoción. Sin pensarlo, los abrazó a todos, y sintió, por primera vez, que ya no estaba sola.  


Desde la hierba, Tomy observaba la escena. Si hubiera tenido labios, habría sonreído.  


Pero el tiempo, como un río que nunca se detiene, siguió su curso.  


Tomy envejeció.  


Su piel se arrugó, su rojo se tornó más oscuro, y un día, sin ruido ni tristeza, cayó suavemente sobre la tierra.  


Inés sintió que el mundo se rompía en pedazos.  


Con manos temblorosas, cavó un pequeño hoyo y, con lágrimas en los ojos, depositó a su amigo en la tierra fresca.  


El viento calló.  


El sol bajó, pintando el cielo con destellos dorados.  


Pero la historia de Tomy no terminó ahí.  


Días después, **pequeñas semillas comenzaron a brotar**. Primero como hilos verdes, frágiles, luego como tallos fuertes que dieron frutos más rojos y brillantes que cualquier otro tomate del prado.  


Inés los miró, maravillada.  


Comprendió que Tomy no había desaparecido. Su esencia seguía allí, en cada semilla, en cada nuevo fruto.  


La niña sonrió, dejando que la brisa secara sus lágrimas. **Porque el amor verdadero nunca desaparece. Solo cambia de forma.**  


Desde entonces, cada vez que veía un tomate crecer, Inés recordaba las palabras de su amigo.  


Y cuando la gente del valle se reunía a escuchar sus historias, ella sonreía y les contaba sobre Tomy, el tomate que hablaba.  


El que le enseñó que la compasión y la bondad son semillas que, al igual que las de un tomate, florecen y se multiplican en los corazones de quienes saben escuchar.  




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