Pupín se encontraba sumido en la penumbra de su hogar, donde las paredes parecían susurrar, temblorosas, al ritmo de la tormenta interna que desgarraba su alma. La magia oscura se le había infiltrado como un veneno lento, y ahora, con cada respiro, sentía cómo sus entrañas ardían, como si la misma luz que una vez lo iluminó se hubiera convertido en una sombra viva que devoraba sus pensamientos.
Con la mente nublada, Pupín trató de concentrarse. Necesitaba liberarse de esa sombra, ese peso que lo estaba aplastando desde dentro. Intentó un hechizo, uno de los más antiguos que conocía. Las palabras salieron de sus labios, temblorosas, pero con una fuerza nacida de la desesperación. La varita brilló brevemente, como si dudara en aceptar la oscuridad que ahora la rodeaba.
La mezcla de ingredientes y palabras se convirtió en un remolino de magia negra que comenzó a girar en el aire, formando una esfera negra y densa que parecía absorber toda la luz que se acercaba. Pero cuanto más luchaba por liberarse, más fuerte se volvía el fuego que crecía en su interior. Como si la oscuridad que lo consumía fuera el viento que avivaba las llamas.
Entonces, de repente, algo salió mal. Un destello de luz, incapaz de soportar el peso de la oscuridad, estalló y las pociones que había preparado se derramaron, extendiendo un líquido escarlata sobre el suelo. Al entrar en contacto con el aire, la magia comenzó a arder, y el fuego se desató como un ente propio, expandiéndose rápidamente por toda la casa.
El calor lo envolvía, la sensación era insoportable, pero Pupín, atado por la oscuridad, apenas podía moverse. La habitación se tornó un caos de llamas y sombras, la oscuridad que lo invadía lo hacía más lento, más torpe, como si el fuego fuera su última esperanza, pero al mismo tiempo su condena.
La lucha interna era tan feroz que sus pensamientos se desmoronaban, se volvían fragmentos que se esfumaban en el humo. Cada pensamiento que tenía era como una lucha por aferrarse a su humanidad. El hechizo que había lanzado había abierto una grieta en su corazón, y la oscuridad se desbordaba, como un río crecido, arrasando con todo a su paso. La luz ya no podía alcanzarlo, y el fuego lo rodeaba, como un abrazo mortal que lo mantenía cautivo.
El calor lo abrazaba, y su piel comenzaba a arder, pero no sentía el dolor. El mal se había apoderado de él con tal fuerza que ni siquiera la llama era capaz de hacerle sentir más que una sensación de vacío profundo.
En el exterior, el viento susurraba entre los árboles, como si también él sintiera la agónica lucha que se libraba en el interior de la casa. La oscuridad lo había atrapado, pero aún había una chispa de luz en su interior, una chispa que se negaba a extinguirse.
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