Los días en aquella celda se deslizaban como sombras lentas, todas iguales, todas condenadas a repetirse. Su cumpleaños llegó sin fanfarria, sin un gesto que lo diferenciara de cualquier otro. Abrió los ojos y encontró el mismo techo descascarado, la misma luz pálida filtrándose entre los barrotes, el mismo frío que no venía del aire, sino de algún lugar dentro de él, donde el tiempo se había congelado.
Se obligó a comer el pan duro y la sopa aguada que le dejaron en la bandeja de metal. Masticó sin hambre, sin gusto, sin reclamar. No había velas ni abrazos, pero lo toleró. ¿Qué más podía hacer?
Navidad trajo consigo un murmullo distinto. Desde los pabellones se colaban risas apagadas, alguna canción desafinada, el eco de un brindis improvisado con vasos de plástico. Afuera, en un mundo que ya no le pertenecía, habrían encendido luces de colores, se habrían intercambiado regalos envueltos en papel brillante. Él se quedó mirando el suelo de cemento, recordando cómo ella solía enroscarse en su pecho en esas noches frías, con la cabeza sobre su corazón.
Se abrazó a sí mismo. Fingió que no importaba.
Año Nuevo irrumpió con un estruendo. Algunos gritaron desde sus celdas, golpearon los barrotes con cucharas, celebraron como quien se aferra a cualquier migaja de vida. En la lejanía, se oyeron fuegos artificiales, explosiones de luz que no podía ver, que estallaban en un cielo que ya no era suyo. Él cerró los ojos y trató de imaginar que estaba con ella, que su risa se mezclaba con la pólvora en el aire, que sus labios aún sabían a champán y esperanza.
Pero lo soportó.
Hasta que llegó el día que no pudo soportar.
No amaneció de la misma forma. El aire pesaba distinto, como si cada partícula arrastrara consigo el eco de un nombre que no se atrevía a pronunciar. Se despertó con la certeza de que era su cumpleaños. **El de ella.** Y no había barrotes ni muros que pudieran protegerlo de la ausencia que ese día le escupía en la cara.
La imaginó abriendo los ojos en una cama distinta, en un lugar donde él no existía más que como un recuerdo desdibujado. Trató de adivinar si alguien le regalaría flores, si al cerrar los ojos para pedir un deseo, su nombre se filtraría en su pensamiento. ¿Lo extrañaría? ¿Se habría acostumbrado ya a su ausencia?
El día se alargó como un tormento. En la bandeja de metal, la sopa se enfrió sin que la tocara. Caminó en círculos en su celda diminuta, con los puños apretados, sintiendo la furia y la tristeza mezclarse en un nudo feroz.
Por la noche, cuando el ruido del pabellón se apagó y solo quedó el zumbido de los focos desnudos, se permitió rendirse. Se dejó caer en el camastro como un hombre vencido, hundió la cara en sus manos y respiró hondo, intentando tragar la angustia que le subía por la garganta como una marea negra.
No lloró. Ya no sabía cómo hacerlo. Pero cada latido dentro de su pecho se sentía como un puñal.
Había soportado su propio cumpleaños sin pestañear. Había sobrevivido a la Navidad, al Año Nuevo. Pero aquello era distinto.
Porque un año más sin ella no era solo tiempo. Era un castigo.
Jorge Kagiagian
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