El Sacrificio de la Luz
Todo sucedió en un solo instante. Un chasquido, y el bosque, con su verdor infinito y su fulgor de vida, desapareció.
La hierba suave bajo los pies de los duendes se volvió polvo. Los troncos de los árboles, antes refugio de criaturas mágicas, se retorcieron y ennegrecieron, volviéndose escombros carbonizados. El cielo se oscureció, el sol se apagó como una vela ahogada en sombra. Un viento frío, denso y malsano, recorrió la nueva tierra baldía, llevando consigo el hedor de la muerte y la desesperanza.
El río, aquel que reflejaba el cielo como un espejo de zafiro, se secó en cuestión de segundos, dejando solo una grieta profunda, como la herida abierta de un gigante moribundo. El aire se volvió pesado, sofocante, como si cada respiro quemara por dentro.
Soled se alzaba en medio de todo, con los ojos brillando como abismos sin fondo, contemplando su obra con un goce perverso. El mundo estaba listo para ser devorado.
Entonces, su ejército de sombras avanzó.
Seres oscuros, sin rostro ni forma definida, emergieron de la nada como un torrente de pesadillas. Sus cuerpos parecían humo sólido, sombras líquidas, presencias que no pertenecían a este mundo. Pero no solo ellos atacaban. Junto a ellos marchaban criaturas que una vez habían sido seres vivos: duendes corrompidos con piel ceniza y ojos vacíos, hadas caídas que ahora se arrastraban con alas desgarradas, lobos sin alma con colmillos manchados de negro.
El mal no solo destruía. Corrompía. Convertía lo bello en monstruoso.
La batalla fue un torbellino de caos y desesperación.
Los duendes buenos intentaron defenderse con astucia, lanzando polvos mágicos que antes habían hecho brotar flores y ahora solo creaban chispas débiles contra la oscuridad. Las hadas de la luz se alzaron en vuelo, pero fueron perseguidas y devoradas por aves negras con plumas como cuchillas. Los tomates, los hijos de Tomy, intentaron rodar lejos del desastre, pero fueron pisoteados sin piedad, su pulpa roja desparramándose como sangre sobre la tierra estéril.
Los gritos de los que quedaban vivos eran desgarradores.
La estrategia del mal era clara: no matar a todos, sino romper los corazones de quienes sobrevivieran. Separar familias, arrebatar hermanos, destruir hogares pero dejar a sus dueños de pie, obligados a mirar el vacío donde antes hubo amor.
Y en medio del desastre, Inés luchaba con cada fibra de su ser.
Sus manos, temblorosas pero firmes, trazaban símbolos en el aire, invocando toda la magia que su alma podía sostener. Rayos de luz emergían de sus dedos, como relámpagos dorados, golpeando a las sombras. Pero el mal era demasiado vasto, demasiado denso, y la magia de Inés no era suficiente.
Cada hechizo drenaba su energía. Cada ataque la debilitaba más.
Su cuerpo estaba al límite.
Finalmente, cayó de rodillas, jadeando, sintiendo el peso de su propia impotencia. Sus ojos, empañados de lágrimas, vieron a su alrededor y comprendió que estaban perdiendo.
Pupín, más fuerte que nunca, seguía en pie. Su magia había evolucionado. Sus ojos brillaban con un poder desconocido mientras creaba jaulas de energía para atrapar a las criaturas del mal. Pero Soled lo observaba con una sonrisa maliciosa.
Ella sabía.
Sabía que aún había oscuridad en su corazón.
Sabía que su alma seguía marcada por la sombra que alguna vez lo había amenazado.
Y en ese instante, aprovechó su debilidad.
Pupín sintió un escalofrío. Algo dentro de él tembló. Soled alzó la mano y, con un simple gesto, desató una ola de magia oscura que lo hizo caer de rodillas.
—Eres mío, Pupín. —susurró la voz de Soled en su mente—. Siempre lo has sido.
Y entonces, con una risa cruel, levantó ambas manos hacia el cielo y pronunció las palabras finales.
El hechizo que devoraría el mundo entero.
El fuego negro brotó de sus dedos, un incendio de sombras que avanzó como un océano furioso. No había escapatoria. Todo lo que tocaba se desvanecía.
Y en ese momento, cuando todo parecía perdido…
Felicitas corrió hacia su destino.
Pequeña. Frágil. Pero inquebrantable.
Sus patas golpeaban la tierra con furia, su ladrido cortaba el aire como un rayo de esperanza. Sus ojos reflejaban la única fuerza que el mal jamás había podido comprender.
El amor.
El fuego negro la alcanzó.
Inés gritó con todas sus fuerzas.
—¡No, Feli, No!
Pero Felicitas no se detuvo.
Y entonces, sucedió lo imposible.
Un destello dorado estalló desde su cuerpo.
Una luz tan poderosa, tan pura, que hizo que la oscuridad retrocediera por primera vez. Una explosión de amor y magia que desgarró el aire.
Soled gritó.
Sus aliados gritaron.
La pureza de Felicitas los destruía.
Porque la oscuridad puede devorar muchas cosas… pero no puede devorar lo que es absoluto.
El amor de Felicitas era absoluto.
El fuego negro se disipó.
Las sombras se evaporaron.
Los ejércitos del mal se convirtieron en polvo.
Y Soled, la envidia encarnada, la sombra que había perseguido la felicidad de otros desde el inicio de los tiempos, fue destruida.
No por un arma.
No por un hechizo.
Por la luz de un corazón puro.
El viento arrastró las últimas cenizas de Soled. El mal había perdido.
Pero Felicitas había desaparecido con él.
El bosque resurgía. La magia volvía. Pero el vacío era insoportable.
Inés, de rodillas en la tierra, lloró en un silencio desgarrador.
No había cuerpo, ni rastro.
Solo una brisa dorada que flotaba en el aire, como un último adiós.
Pupín, con la mirada sombría, susurró su nombre.
Las criaturas mágicas comenzaron a salir de sus escondites, pero el festejo no llegaba.
Porque la victoria había sido demasiado cruel.
Y en lo más profundo del bosque renacido, el alma de Felicitas, ahora parte del universo mismo, brillaba entre las estrellas.
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