Las noches de Inés

Las noches de Inés

La cabaña estaba en penumbras, iluminada solo por el titilar de una vela. El viento del bosque murmuraba contra las ventanas, como si susurrara secretos que nadie debía escuchar.

Inés se arrodilló junto a Felicitas, acunándola entre sus brazos con una ternura infinita. La pequeña chihuahuita seguía dormida, su respiración era pausada, pero su sueño estaba lejos de ser tranquilo. De vez en cuando, sus patitas se movían apenas, como si siguiera corriendo en una tierra invisible, enredada en un mundo que Inés no podía ver.

Le acarició la cabecita con suavidad, sintiendo la calidez de su pelaje entre los dedos.

—Estoy aquí, Feli —susurró, como si pudiera alcanzarla a través del sueño.

Pupín dormía en el camastro junto al fuego, aún débil por lo sucedido. Su rostro, siempre iluminado por la curiosidad y la travesura, parecía más pálido, más apagado. La oscuridad aún lo abrazaba, incluso después de todo.

Inés suspiró y se dejó caer en una silla, sintiendo el peso de todo sobre sus hombros. Cuidar de ellos dos se había convertido en su única prioridad.

Pupín, con su magia fracturada, con su alma todavía enredada en sombras.
Felicitas, atrapada en un sueño sin salida, moviéndose inquieta entre mundos desconocidos.

¿Qué podía hacer? ¿Cómo se lucha contra lo invisible?

Tomó la pequeña pata de Felicitas entre sus manos, sintiéndola frágil pero cálida. Luego, se volvió hacia Pupín y acomodó su manta, con la esperanza de que, en medio de su descanso, encontrara algo de paz.

El silencio de la cabaña era denso, pero no estaba vacío.

En el dintel de la puerta, posado como un vigilante de pesadilla, un ave oscura los observaba.

No era cualquier ave.

Sus plumas eran más negras que la noche, su silueta era delgada y afilada, y sus ojos… sus ojos no eran de este mundo. Eran pozos insondables, dos vacíos que parecían absorber la luz de la vela.

No graznó, no se movió. Solo miraba.

Inés sintió un escalofrío recorrerle la espalda.

Lo reconoció.

No porque lo hubiera visto antes, sino porque su presencia le era inquietantemente familiar. Como si siempre hubiera estado allí, en la periferia de su vida, observando desde la sombra.

El mal la estaba vigilando.

No a Pupín.
No a Felicitas.

A ella.

Sintió un peso en el pecho.

El mal había comprendido que ella era el obstáculo. Que su amor por Pupín, su devoción por Felicitas, su obstinada voluntad de protegerlos, eran la muralla que impedía su avance.

El ave inclinó apenas la cabeza, como si estuviera registrando su reacción. Como si quisiera asegurarse de que había entendido su mensaje.

Inés no apartó la mirada.

Podía sentir el miedo aferrándose a su piel, susurrándole al oído. Pero lo ignoró.

Porque aunque el mal la acechara, aunque la sombra conspirara en los rincones del mundo, había algo que no podían arrebatarle.

Ella aún estaba aquí.

Y mientras estuviera aquí, mientras tuviera fuerzas para luchar, seguiría protegiendo a los suyos.

El ave agitó sus alas una sola vez, un batir suave pero helado. Luego, con la lentitud de quien no teme, se elevó y desapareció en la noche.

Inés soltó un aliento que no sabía que estaba conteniendo.

Volvió la mirada a Felicitas y a Pupín.

No podía hacer que despertaran. No podía ahuyentar los sueños oscuros ni borrar el dolor del pasado.

Pero sí podía estar allí cuando abrieran los ojos.

Y eso era suficiente por ahora.

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