En el corazón de un bosque milenario, donde la luz se derrama en versos sobre hojas centenarias y el viento murmura secretos de antaño, vivía Inés, una niña de mirada profunda y pasos de sueño. A su lado, siempre silenciosa y atenta, corría Felicitas, su perrita de ojos luminosos y cola danzante, cuyos ladridos eran como campanillas en el aire crepuscular.
Una mañana, cuando la niebla se tejía en arabescos sobre el musgo y el rocío besaba cada rincón, Inés sintió el llamado del misterio. Caminaba por senderos de tierra y susurros, cuando el murmullo de las hojas anunció la presencia de un ser singular: Pupín, el mago del bosque. Con su túnica bordada de destellos y su mirada que guardaba la melancolía de los tiempos olvidados, Pupín emergió entre la penumbra y la luz, como un poema que cobraba vida.
—Bienvenida, Inés —dijo Pupín con voz de arpa y eco ancestral—. El bosque ha aguardado tu llegada, pues en tu corazón habita la llave de secretos dormidos y de estaciones encantadas.
Con el aura del misterio envolviéndola, Inés se adentró junto a Pupín y Felicitas en un viaje que desdibujaba los contornos del tiempo. Los árboles, ancianos guardianes de la memoria, se mecían al compás de una sinfonía incesante: el murmullo de las hojas, el canto lejano de un río y la risa fugaz de la brisa. En cada recodo del sendero, el paisaje se transformaba en un lienzo de emociones. Allí, donde el crepúsculo se fundía en la aurora, las flores desvelaban colores imposibles y el aire se impregnaba de un aroma a eternidad.
Pupín les condujo hasta un claro secreto, donde el suelo parecía bordado con pétalos de luna y las sombras danzaban al compás de un hechizo olvidado. Sentados en un círculo de raíces y luz, el mago alzó su bastón de roble encantado y, en un susurro que era a la vez canto y conjuro, reveló a Inés que el bosque era un universo de pasajes y de memorias, un libro abierto cuyas páginas se escribían con la magia del vivir.
—Cada hoja que cae, cada rayo de sol que se posa sobre la tierra, es una estrofa de la vida —murmuró Pupín, mientras Felicitas, con su mirada de ternura infinita, parecía comprender el lenguaje secreto de la existencia—. Tú, Inés, eres la portadora de este verso eterno, y en tu andar resuena la melodía de la transformación.
El tiempo se diluyó en ese instante, y en la comunión de sus almas se descubrió la belleza inefable del instante. Inés sintió que, en compañía de Felicitas y guiada por Pupín, cada paso era un verso, cada suspiro un compás, y cada latido un eco del universo. El bosque, testigo silente de su unión, se abrió en un abrazo de luces y sombras, invitándolas a escribir juntas la canción inacabada de la vida.
Desde aquel día, Inés recorrió el sendero del bosque encantado con la certeza de que la magia no era más que la voz del alma en comunión con la naturaleza. Y así, entre el murmullo de los árboles y el canto de las estrellas, la niña, la perrita y el mago tejieron una historia en la que cada instante era un poema, y cada rincón, un verso por descubrir.
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**La casa de las estaciones**
En un pequeño pueblo donde el tiempo parecía fluir de manera diferente al resto del mundo, había una casa peculiar al final de la calle de los Jacarandás. Nadie sabía exactamente desde cuándo estaba allí, pero todos coincidían en algo: dentro de esa casa, las estaciones cambiaban a su propio ritmo.
Si afuera era verano y el sol ardía en el cielo, en el interior de la casa caía una nevada delicada sobre los muebles antiguos. En otoño, cuando las hojas doradas cubrían las calles del pueblo, dentro de la casa los cerezos florecían con la frescura de la primavera. Y si alguien entraba buscando refugio del frío invernal, se encontraba con un jardín tropical de frutos dulces y aire tibio.
La dueña de la casa, la señora Eloísa, era una mujer de mirada profunda y cabellos entrelazados con hilos de plata. Nadie sabía mucho de ella, excepto que había vivido allí desde siempre. Los niños del pueblo la observaban con fascinación y, aunque les intrigaba la magia de su hogar, pocos se atrevían a cruzar la puerta.
Fue Olivia, una niña de diez años con más curiosidad que miedo, quien se animó a entrar. Tocó la puerta con delicadeza, y cuando Eloísa la invitó a pasar, sintió cómo el aire cambiaba a su alrededor. Adentro, era primavera: un río de flores lilas cubría el suelo, y mariposas de alas traslúcidas revoloteaban en el aire perfumado.
—¿Cómo es posible? —preguntó Olivia con los ojos muy abiertos.
Eloísa sonrió y tomó entre sus manos una pequeña esfera de cristal que parecía contener el reflejo de todas las estaciones.
—El tiempo es un capricho, niña. Solo quienes saben escucharlo pueden moldearlo.
Olivia pasó horas en la casa, viendo cómo las estaciones cambiaban con cada habitación que cruzaba. En la cocina nevaba, en la sala las hojas caían en espiral, en el estudio brillaba un sol dorado sobre un campo de girasoles.
Cuando la niña salió, el mundo exterior le pareció más monótono, más predecible. Pero en su interior, algo había cambiado. Cada vez que cerraba los ojos, sentía la brisa de la primavera en invierno, el frío del otoño en verano. Había aprendido el secreto de la casa: las estaciones no estaban atadas al calendario, sino al corazón de quien las habitaba.
Y desde entonces, Olivia llevó consigo un pedazo de esa magia, transformando cada día en la estación que su alma necesitaba.
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