Inés: el espejo del alma 2 1/2

### **Inés, Pupín y el Espejo del Alma**  

El bosque respiraba un silencio espeso, denso como el peso de una tormenta contenida. Los árboles, rígidos y quietos, parecían dispuestos a romper ese mutismo solo por una señal. Pero no. Todo permanecía inmóvil, sumido en una quietud peligrosa, como si la naturaleza misma se preparara para algo más grande. Algo inevitable.  

Dentro de la casa de Pupín, la oscuridad no era solo ausencia de luz, sino una presencia tangible que se colaba entre las grietas de las paredes y los objetos olvidados. El joven mago, sumido en su condena silenciosa, luchaba contra la penumbra que invadía su alma. En cada rincón de la habitación se alzaban sombras que respiraban como él, como si su misma esencia se disolviera en el aire viciado.  

Las velas negras, consumidas por una llama temblorosa y azul, parpadeaban con un brillo distante. Las paredes reflejaban figuras grotescas, que danzaban al ritmo del viento, como si la habitación estuviera viva, observándolo. Y allí estaba él, frente al espejo, un reflejo que ya no era suyo. Los ojos que antes brillaban con el fuego de la curiosidad y el deseo de aprender, ahora se habían convertido en abismos vacíos. Ya no era el niño travieso y lleno de esperanza. La magia oscura lo había transformado en algo más, algo menos humano.  

Sus manos, finas y huesudas, temblaban al intentar sujetar el grimorio, pero las palabras ya no fluían de sus labios como antes. Cada hechizo que recitaba era como un eco distorsionado, cargado de un peso ajeno a su voluntad. El aire a su alrededor se volvía espeso y viscoso, como si el mismo oxígeno lo estuviera oprimiendo. La oscuridad lo llamaba, lo rodeaba, lo hundía más en su interior, y él, incapaz de resistir, sentía cómo sus fuerzas se desvanecían.  

En la lejanía, muy lejos de ese lugar sombrío, Inés se sentía atrapada en su propio dolor.  

Ella se sentaba en el umbral de su casa, mirando el horizonte como si esperara que algo, alguien, cruzara de nuevo su vista. El sol se desvanecía lentamente, tiñendo el cielo de un rojo cansado, como si la tarde misma sintiera el peso de su tristeza. Cada rincón de su alma lloraba la ausencia de Pupín, ese niño con el que compartió risas y secretos. Ese niño que había desaparecido sin dejar rastro.  

La angustia se le asentaba en el pecho, robándole el aliento. En las noches, su mente daba vueltas, imaginando todas las maneras en las que podría haberlo alcanzado. Pero sus esfuerzos eran inútiles. La puerta de la casa de Pupín no se abría, y los ecos de su nombre se perdían en el viento.  

Felicitas, su pequeña perrita, se acercaba y la miraba con ojos llenos de comprensión. La chihuahuita se acurrucaba junto a ella, apoyando su diminuta cabeza en las piernas de Inés, ofreciendo su calor. Las lágrimas caían sin cesar de los ojos de Inés, pero Feli, con su ternura infinita, lamía sus manos, intentando devolverle algo de consuelo, como si pudiera secar su dolor.  

—No sé qué hacer, Feli —susurraba Inés, su voz quebrada, como un suspiro perdido entre las sombras—. Pupín está atrapado… y yo no puedo alcanzarlo.  

Felicitas, con su pequeño cuerpo, movió su cola y gimió suavemente, como si entendiera cada palabra, cada dolor que Inés no lograba compartir. La pequeña perrita no podía hablar, pero su presencia hablaba más que mil palabras. Se acurrucó aún más cerca de su amiga, buscando brindarle un refugio en medio de su tormenta interna.  

***

El aire en la casa de Pupín se había vuelto casi irrespirable. La oscuridad lo rodeaba como un abrazo helado, y el joven aprendiz sentía que su alma se arrastraba hacia el abismo. El espejo lo observaba desde la penumbra, como una entidad propia, y su reflejo ya no era el mismo. La imagen distorsionada de Pupín lo miraba con una sonrisa que no era suya, con ojos vacíos, vacíos de cualquier vestigio de esperanza.  

La magia, antes vibrante y llena de vida, ahora se retorcía como una serpiente hambrienta, mordiéndole las entrañas. El joven mago ya no podía distinguir entre lo que era suyo y lo que la oscuridad le había arrebatado. La sombra no solo lo consumía por fuera, sino que penetraba profundamente en su interior, arrastrando su espíritu, su humanidad.  

No podía seguir así.  

Con un esfuerzo titánico, Pupín se levantó. Sus piernas temblaban, pero su voluntad era más fuerte. No podía dejarse consumir, no podía. Tenía que liberarse. Su alma, aún intacta, luchaba por hacerse escuchar entre la niebla densa que lo rodeaba. En la mesa, un viejo grimorio, cubierto de polvo, esperaba su toque. Pupín lo abrió con manos temblorosas y comenzó a leer en voz baja. Las palabras se entrelazaban en su garganta, pesadas y frías, como si la propia lengua se resistiera a pronunciarlas.  

—Luz y sombra, quebrad la atadura… fuego y ceniza, purificad el alma…  

A medida que avanzaba en el hechizo, la habitación se tornó aún más oscura. Los elementos del ritual comenzaban a moverse por sí mismos, como si la magia cobrara vida propia. Cenizas negras se levantaban del suelo y giraban en torno a él. Las velas crepitaban con una fuerza sobrehumana, y el aire se volvió denso, impregnado de un dolor antiguo.  

La sombra dentro de él se resistía. Luchaba con todas sus fuerzas para retenerlo. Su cuerpo se retorcía, y la magia se manifestaba en formas indescriptibles. El espejo crujió, y una risa gutural emergió de su interior.  

—No puedes liberarte de mí —susurró la imagen distorsionada, una voz oscura que no era la suya. —Ya eres parte de la noche.  

Pupín apretó los dientes, su voluntad más fuerte que nunca.  

—No. Yo… no soy tú.  

Con un último esfuerzo, levantó las manos, su magia retorcida, descontrolada, luchando por liberarse. Pero entonces, la visión se le nubló. Un mareo insoportable lo arrastró. Desesperado, tropezó con la mesa, y los frascos de pociones cayeron al suelo, estallando en un estallido ensordecedor.  

Los líquidos incandescentes comenzaron a expandirse rápidamente, como un incendio que avanza sin piedad. La llama azul creció con furia, alimentada por el caos. El aire se llenó de humo, denso y espeso, y la habitación se volvió un infierno consumido por su propia oscuridad.  

Pupín sintió el calor abrazador, pero no podía moverse. Su cuerpo, agotado y herido, ya no respondía. La oscuridad lo rodeaba, la magia se le escapaba entre los dedos como arena, y antes de que pudiera hacer cualquier cosa, se desplomó, inconsciente.  

Y el fuego, cruel y desbordante, comenzó a devorar todo. La luz titilante de las llamas bailaba sobre la oscuridad que se desvanecía lentamente, como un recuerdo olvidado.  

Pero lejos, muy lejos, en la quietud de la cabaña de Inés, una presencia vigilaba. Felicitas, como un faro en la tormenta, se mantuvo cerca de su amiga, su pequeña presencia siendo el último refugio en un mar de desesperación.  

La chihuahuita levantó la cabeza, su mirada fija en el horizonte, como si supiera que algo más grande se estaba gestando en la lejanía. Un susurro, como una vibración sutil, parecía recorrer el aire. Inés, sin dejar de mirarla, sintió una ola de desesperanza recorrer su ser. El vacío que sentía en su pecho no podía ser llenado, ni siquiera por el calor de la perrita que la acompañaba. Pero Feli, con su presencia, la apretó contra su cuerpo diminuto, ofreciéndole consuelo en medio de la tormenta.  

Inés cerró los ojos y, por un instante, imaginó que algo había cambiado. Algo profundo, como si el dolor, el fuego, la magia oscura que devoraba a Pupín, también pudiera desvanecerse. Y el eco de su llanto, aunque no se detuvo, se desvaneció en la suavidad de la perrita.

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