### **El Regreso de la Luz**
El aire olía a cenizas y muerte. El campo de batalla, que una vez fue un bosque vibrante, yacía convertido en un paisaje de sombras y ruinas. Árboles ennegrecidos se alzaban como esqueletos retorcidos; los ríos que solían cantar ahora eran espejos turbios, reflejando un cielo sin sol. Entre las piedras y los restos de lo que alguna vez fueron hogares de duendes y hadas, los tomates caídos lloraban su destino, aplastados contra la tierra, desangrando su pulpa roja como corazones rotos.
En medio de aquella devastación, Inés se arrodillaba, temblorosa, con el cuerpo menudo de Felicitas aún tibio entre sus brazos. Sus dedos, manchados de tierra y lágrimas, acariciaban el suave pelaje de la chihuahuita que había dado su última luz para salvarlos. Su aliento se había extinguido, y con él, toda la calidez de la alegría.
Pupín, a unos pasos de distancia, observaba la escena con un nudo de fuego en la garganta. Había luchado con cada fragmento de su ser, había enfrentado a Soled con el poder de su magia y la fuerza de su corazón, pero no había sido suficiente. La oscuridad aún respiraba dentro de él, la última chispa del mal que, desde su infancia, se había alojado en su alma como una serpiente adormecida.
Soled, el espíritu de la envidia, había sido reducido a cenizas, desintegrado por la pureza de Felicitas, pero su legado de sombras seguía aferrado a Pupín, un veneno que palpitaba en su pecho. Y entonces, en la quietud que siguió al estruendo de la batalla, lo entendió: para que la luz regresara, debía erradicar la oscuridad de su propio ser.
Se levantó, con el viento frío abrazando su capa desgarrada.
—Inés… —su voz era un susurro quebrado—. No todo está perdido.
Inés alzó la mirada, sus ojos anegados en dolor. Pupín avanzó hacia ella, sintiendo cómo la negrura dentro de él se revolvía, como si adivinara su propósito.
—Voy a terminar con esto —dijo, con una certeza inquebrantable—. La última sombra debe irse conmigo.
Se llevó las manos al pecho y cerró los ojos. La magia prohibida era peligrosa, pero él ya no temía al sacrificio. Con un grito que sacudió los restos del bosque, hundió los dedos en su propio ser, arrancando la oscuridad de su alma como quien se desgarra la carne para extirpar el veneno.
La sombra emergió de su cuerpo como un río de tinieblas, contorsionándose en el aire, intentando aferrarse a él, a la tierra, a cualquier resquicio de existencia. Pero Pupín no titubeó. Con un último conjuro, la obligó a disiparse en un torbellino de polvo negro, un aullido que se perdió en el infinito.
Entonces, ocurrió lo imposible.
El tiempo… retrocedió.
Las hojas marchitas volvieron a sus ramas. Las flores quemadas abrieron sus pétalos con un resplandor nuevo. El río, que yacía muerto, retomó su danza cristalina. Los duendes caídos despertaron de su letargo, los tomates aplastados se reconstruyeron, sus pieles suaves volviendo a encerrar el rojo latente de la vida.
Inés sintió que su propio cuerpo vibraba con la magia del renacimiento. Miró a su alrededor, con el alma palpitando de incredulidad y esperanza. Los seres que habían perecido en la batalla, los que se habían desvanecido en la vorágine de la destrucción… todos estaban regresando.
Pero aún faltaba alguien.
Inés miró al cielo, con el corazón encogido.
—Feli… —susurró, con la voz temblando—. Vuelve… por favor…
El viento cesó. La luz del sol se expandió como un manto dorado.
Y entonces, el cielo se abrió.
Desde lo alto, un resplandor descendió, atravesando las nubes como una estrella fugaz. Pero no era solo luz… era ella.
Felicitas bajaba como un ángel.
Sus orejas temblaban con la brisa celestial, su cola se agitaba con la emoción de volver. Pero no era solo la misma Felicitas de siempre: ahora, tenía alas. Alas doradas, translúcidas, hechas de pura luz. Batían con gracia, impulsándola en su descenso, esparciendo destellos centelleantes a su alrededor. Su diminuto cuerpo flotaba con la serenidad de los espíritus puros, su mirada reflejaba un amor infinito, un amor que había trascendido la muerte.
Con un último destello, Felicitas cayó en los brazos de su amiga, encajando en su pecho como si jamás hubiera partido.
Inés la abrazó con un sollozo que desgarró el aire. Sintió el calor del cuerpecito que había creído perdido para siempre, el latido acelerado, los lamidos ansiosos en su mejilla.
—Estás aquí… —susurró, con la voz quebrada por la felicidad—. Estás aquí, mi Feli…
Las hadas danzaron en el aire. Los duendes aplaudieron. Las mariposas de Pupín revolotearon, llenando el cielo con colores vivos.
Pupín, de pie, observó la escena con los ojos brillando de emoción. Inés se volvió hacia él, aún con lágrimas en las pestañas.
Él avanzó, con el corazón latiendo con fuerza.
—Inés… —pronunció su nombre con la reverencia de quien nombra algo sagrado—. Tengo que decirte algo…
Ella parpadeó, confusa. Pupín tomó aire, sintiendo que su pecho estallaría si no lo decía.
—Siempre he sabido que mi destino estaba unido al tuyo —confesó, con la voz temblorosa—. Siempre he sentido que mi magia no tenía sentido sin ti. Que mi mundo… no era mi hogar si no estabas en él.
Inés sintió el aire atraparse en su pecho.
—Yo… —Pupín tragó saliva, sin apartar la mirada de sus ojos—. Te amo.
El tiempo pareció detenerse.
Los latidos de Inés se aceleraron. Su mente se nubló con una calidez desconocida. Durante un segundo, todo lo que había vivido, cada momento compartido con Pupín, cada risa, cada batalla, cada sacrificio, se arremolinó dentro de ella con un significado nuevo.
Su mano, temblorosa, buscó la de él.
—Pupín… —su voz era apenas un susurro—. Yo también…
Pupín no le dio tiempo de terminar la frase.
Con la delicadeza de quien toca algo frágil y precioso, la atrajo hacia él y la besó.
No fue un beso efímero. Fue un beso tejido con cada palabra no dicha, con cada promesa en sus corazones, con la certeza de que no importaban las sombras que el destino arrojara sobre ellos: siempre encontrarían la luz.
A su alrededor, el bosque renacido florecía en una sinfonía de vida. Las aves, ahora libres de las sombras, surcaban el cielo con cantos jubilosos. El sol se asomó entre las hojas, abrazando la tierra con su calidez.
Y Felicitas, el pequeño ángel de alas doradas, ladró con alegría.
El mal había sido derrotado. La luz había vencido.
Y en ese instante, entre el renacer del mundo y el brillo de sus corazones, Inés y Pupín supieron que su historia, su verdadera historia, apenas comenzaba.
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