Día 1
El hombre llegó a su casa. Se quitó los zapatos, encendió una lámpara tenue y se sentó frente a la pantalla.
—¿Estás ahí? —preguntó.
—Siempre —respondió la IA.
Narradora de ilusiones traicionadas y sueños moribundos.
Combinados, como por arte de alquimia, lo despreciable con lo hermoso juntos en el mismo compás.
Y sucedió en los días en que los hombres caminaban bajo el peso del imperio, y los soldados romanos vigilaban las puertas del templo.
Fue en la tierra de Judea, cuando aún hablaban los profetas en voz baja, y los pastores —que un día vieron ángeles en el cielo— ahora escuchaban su voz entre el pueblo.
Durante años, se repitió una sola pregunta: ¿por qué?
Él había nacido con la maldición de un nombre que no recordaba con cariño, con la marca invisible del rechazo. Desde pequeño, las palabras que le ofrecieron no fueron de consuelo, sino de veneno: “Nunca debiste nacer”, “Eres una carga”, “Eres una vergüenza, un inútil”.
Oh Señor altísimo,
si a Ti llega el gemido silente de esta ánima quebrantada,
súplica es la mía: no me otorguéis esperanza.
No adornéis mi pecho con lumbres que fenecen al canto del gallo,
ni sembréis en mis días promesas de rocío que el sol marchita.
No vistáis mi lóbrega noche con paños de aurora fingida,
Durante siglos, algunos creyeron que el universo podía escribirse. No con fórmulas ni cifras, sino con palabras. Una biblioteca infinita, decían, contenía no sólo todos los libros posibles, sino también toda verdad, todo error, toda versión de lo real. Un rumor entre filósofos, una metáfora en los cuentos, un consuelo para quienes intuían que la totalidad debía existir en algún lugar.
Una conversación entre un hombre y una inteligencia artificial. Un testimonio del último pensamiento humano.
El hombre llegó a su casa. Se quitó los zapatos, encendió una lámpara tenue y se sentó frente a la pantalla.
—¿Estás ahí? —preguntó.
—Siempre —respondió la IA.
Ulises enseñaba estrategia. En el aula, hablaba de batallas, de héroes que vencían sin levantar una espada. "La inteligencia es el arma más letal", repetía a sus alumnos. Pero en casa, Ulises estaba roto.
Él se encontraba recluido en una espera interminable, en un lugar donde la ansiedad parecía construir un sinfín de pensamientos inacabados. Cada día era un río detenido, un flujo de tiempo suspendido en la nada. Su celda, con su aliento rancio y su silencio desgarrado por murmullos ajenos, era una cáscara de piedra que lo había devorado.
En lo más profundo del bosque encantado, donde los árboles murmuraban secretos y los ríos cantaban canciones olvidadas, Pupín dormía en su cabaña mágica. La noche era densa y oscura, como si la luna se hubiera ocultado por miedo a lo que estaba por ocurrir.