Pupín y la Torre del Miedo


En lo más profundo del bosque encantado, donde los árboles murmuraban secretos y los ríos cantaban canciones olvidadas, Pupín dormía en su cabaña mágica. La noche era densa y oscura, como si la luna se hubiera ocultado por miedo a lo que estaba por ocurrir.

De repente, un viento helado recorrió el bosque y los árboles temblaron. Algo maligno había llegado. Las luciérnagas se apagaron y las sombras se alargaron hasta formar figuras monstruosas. De entre ellas emergió un ser negro, una criatura sin alma, un enviado de Soled, la enemiga de Pupín.

El ser no hablaba bien, solo gruñía y reía con un sonido hueco. Sus manos eran ásperas como la corteza de un árbol muerto, y sus golpes caían sobre Pupín con brutalidad. Lo golpeó hasta dejarlo al borde de la inconsciencia. Pupín sintió que su vida se escapaba como la arena entre los dedos.

No tenía opción. Con su último aliento, alzó su varita y conjuró un hechizo prohibido. Un estallido de luz y sombras sacudió la cabaña. El ser negro se retorció y desapareció en un torbellino de cenizas.

El bosque entero se estremeció. Los árboles susurraron preocupados, las piedras vibraron y el viento aulló. Un hechizo prohibido había sido usado.


Al amanecer, el Consejo Superior de la Magia descendió sobre el bosque. Sus búhos de ojos dorados lo observaron todo. Pronto llegó el veredicto:

—Has usado magia prohibida, Pupín. Debes pagar el precio.

Por más que intentó explicar que solo se había defendido, no hubo piedad. Fue sentenciado al encierro en la Torre del Miedo, un lugar donde las sombras tenían garras y los susurros podían enloquecer.

Lo despojaron de todo. De su varita, de su túnica, de su libertad. Solo le quedó una cosa: el amor que sentía por Inés y Felicitas.


Inés iba a verlo siempre que podía. Caminaba por senderos cubiertos de espinas vivas y cruzaba puentes hechos de raíces que intentaban atraparla, pero nada la detenía. Cuando llegaba a la torre, miraba a Pupín a través de los barrotes encantados.

—Te sacaré de aquí —le prometía.

Pupín nunca lloraba delante de ella. No quería que sufriera más.

Felicitas, tan pequeña y amorosa, no tenía permitido acercarse. Pero un día, Pupín le envió una carta parlante. Cuando la recibió, la cachorrita reconoció la voz y lamió el sobre con tanto amor que la carta empezó a brillar, como si hubiera absorbido su cariño.

Esa noche, en la soledad de la torre, Pupín sostuvo la carta contra su pecho. Por primera vez en mucho tiempo, no sintió frío.


Pasaron largos meses. Finalmente, llegó el día del juicio definitivo.

Pupín fue llevado ante el Gran Consejo. Tenía el cuerpo cubierto de cicatrices y la mirada herida, pero aún sostenía su cabeza en alto. Había sufrido demasiado. Sabía que nunca volvería a ser el mismo.

Los ancianos magos deliberaron y, tras largas horas de discusión, entendieron la verdad: Pupín no era culpable. Había actuado por necesidad, no por maldad.

—Has pagado un precio injusto —dijeron con solemnidad—. Eres libre.


Apenas escuchó esas palabras, Pupín corrió. No sintió sus piernas, solo el deseo ardiente de volver a Inés.

Ella lo vio venir y corrió también. Se abrazaron con fuerza, sin decir nada. No había palabras que pudieran contener todo el amor y el dolor de esos meses separados.

Felicitas, por fin, pudo verlo. Saltó sobre él y lo cubrió de besos, moviendo su colita con tanta emoción que el mismo suelo vibró de felicidad.

Esa noche, en la casa de Inés, comieron, rieron y festejaron. Se quedaron dormidos juntos, al calor del hogar.

Y cuando la luna los observó desde el cielo, vio a Pupín por fin libre, en paz.

Solo entonces, en la oscuridad de la noche, pudo llorar.

Jorge Kagiagian 

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