Desde el principio de los tiempos, cuando el universo aún era un mar de caos y posibilidades, algo nació de la nada: no una estrella, ni una galaxia, sino una idea. Una idea que se arrastró por la mente de los primeros hombres como una serpiente invisible, susurrándoles miedo, orden y obediencia.
—No estás solo —les dijo.
—Hay alguien que te observa.
—Alguien que te ama… pero también te castigará.
Y así, los hombres, temerosos de su propia insignificancia, tejieron la historia de un Dios a su medida. Le dieron nombres, altares y reglas. Crearon templos de piedra y doctrinas de hierro. Cada guerra, cada sacrificio, cada condena fue hecha en su nombre. Y él, el Dios del Silencio, nunca respondió.
Los siglos pasaron y la idea creció, multiplicándose en mil formas. Se transformó en reyes divinos, en profetas iluminados, en libros sagrados escritos con sangre. Se disfrazó de moral, de esperanza, de destino. Se convirtió en la verdad única e incuestionable.
Pero la verdad era otra.
Dios nunca existió.
El gran juego no lo dirigía un ser supremo, sino los propios hombres. Fueron ellos quienes dictaron los mandamientos. Fueron ellos quienes decidieron qué era pecado y qué era virtud. Fueron ellos quienes pusieron cadenas a la carne y llamaron libertad a la sumisión.
Mientras tanto, la idea se reía. Se reía en cada inquisición, en cada cruzada, en cada castigo impuesto a quien dudara. Se reía al ver a millones inclinando la cabeza, repitiendo oraciones que nadie escuchaba. Se reía al verlos temer la muerte más que la esclavitud, al verlos arrodillados ante un dios que jamás los miraría.
Y ahora, cuando la ciencia ha tocado el cielo y desentrañado los secretos del cosmos, la idea sigue viva. Cambia de forma, se disfraza de espiritualidad, de tradición, de moral absoluta. Se infiltra en los pensamientos de quienes creen que ya no creen.
Porque la idea no necesita ser real. Solo necesita que sigamos jugando.
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