El ser humano, con su arrogancia, se ve a sí mismo como el amo de los animales, las plantas, y la naturaleza misma. Nos han enseñado que somos como dioses, pero, ¿somos más sabios? ¿Más compasivos? ¿Más cuidadosos con el mundo que habitamos? Miramos alrededor y vemos un planeta desgarrado, exhausto por nuestra sed insaciable. Nos creemos superiores, pero somos igual de vulnerables, igual de frágiles que el resto de las criaturas. Al final, cuando la muerte nos llega, somos solo polvo, como ellos.
Quizás somos un error catastrófico de la evolución, una falla en el sistema. Nos reproducimos, crecemos, destruimos, y al final, todo termina. La humanidad avanza con pasos de titanio hacia su propia extinción. Las naciones compiten entre ellas, el poder y el dinero son el motor de un mundo que no tiene remedio. La guerra, el hambre, la destrucción del medio ambiente son consecuencias inevitables de nuestra ceguera. En masa, somos tontos y destructivos.
La religión nos enseñó que somos los dueños de todo, que el mundo existe para nosotros. Pero tal vez todo eso es solo ilusión, un cuento inventado para justificar nuestra brutalidad. El sol no existe para darnos calor, solo existe. Y, en su existencia, como todo lo que habita en este universo, su destino también está escrito. Al igual que el nuestro. Quizás no haya renacimiento, tal vez no haya tiempo para que ninguna especie evolucione más allá de nuestra decadencia. Y, al final, nos devorará el sol, como el fin inevitable de todo lo que tiene principio.
No hay escape. Estamos atrapados en la burbuja de este universo. Existen infinitos universos, tal vez, pero no será nuestra especie quien los conquiste. La muerte, quizás, sea el único final. El fin que nos aguarda a todos, sin distinción. Y mientras miro a un perro, a un ser humano, a un pez, a un ave… veo lo mismo: vida y muerte. La misma fragilidad, la misma esencia.
Somos naturaleza. Y como todo lo que nace, todo termina.
Jorge Kagiagian
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