Él había esperado meses para reunirse con su defensor oficial, una cita largamente demorada por un sistema ineficiente y colapsado de abogados estatales, que ahora evaluaba cambiar la carátula de su causa. Esa reunión era, para él, la última esperanza de limpiar su nombre y recuperar la libertad, una promesa que se había convertido en un susurro constante en su interior.
Esa madrugada, sin embargo, la cárcel se volvió despiadada. Mientras dormía, lo despertaron bruscamente, con la voz de una autoridad que no admitía preguntas: "Prepara tus cosas, te trasladan." Con el corazón acelerado y el frío recorriéndole la espalda, replicó que tenía audiencia con su abogado, que ese día se suponía era su oportunidad para redimirse. Pero sus palabras se ahogaron en el ambiente implacable de un sistema colapsado, donde la explicación se desvanecía ante una decisión ya tomada.
La desesperación lo embargó al comprender que aquello era inevitable. Con manos que temblaban no solo por el miedo, sino también por la furia contenida, tomó una sábana que, al extenderla sobre el piso de la celda, reveló lo reducido del espacio que había conocido. La sábana, demasiado grande para la estrechez de su cuarto, apenas se apoyaba, dejando ver que incluso el mínimo refugio estaba comprometido. Sobre ella, depositó con cuidado todas sus pocas pertenencias: ropas gastadas, cartas nunca enviadas, y ese bolígrafo que había usado para anotar sus pensamientos en los días de incertidumbre. Cerró la tela con un nudo apretado, como si atara no solo sus cosas, sino también los fragmentos de una vida que se desvanecía.
El traslado era, sin duda, el capítulo más doloroso de la existencia en prisión. Salió de la celda y se unió a la multitud de hombres que, como él, iban a ser expuestos al tormento sistemático del traslado. Cada uno llevaba consigo no solo sus pertenencias, sino también la pesada carga del desarraigo. Allí se dejaban atrás la rutina conocida, los rostros amigos y hasta las relaciones complicadas que, con el tiempo, había aprendido a manejar. Incluso lo malo, aquello que le había servido de escudo en la prisión anterior, quedaba atrás. Todo lo que había construido en ese ambiente, la seguridad de lo predecible y hasta lo dolorosamente acostumbrado, se evaporaba en el trayecto.
Primero llegó la humillación de la inspección. Desnudo, frente a miradas frías y protocolos sin compasión, fue sometido a revisiones que lo dejaban expuesto y vulnerable. No solo se examinaba su cuerpo, sino también la esencia de lo que representaba: un hombre reducido a números y a una serie de procesos mecánicos que negaban cualquier atisbo de humanidad. El ritual era repetido con exactitud, y él no era el único; la multitud compartía esa vergüenza y el ineludible dolor del expolio.
Luego, el viaje comenzó. Sin ventanas que le permitieran vislumbrar la libertad, el camión blindado se convirtió en un sepulcro rodante. El interior era un espacio opresivo, saturado de calor insoportable y aire escaso. Durante más de 12 horas, permanecieron sentados en el suelo, sin más opción que aguantar la incomodidad, el constante roce de las esposas que se clavaban en sus muñecas, arrancando piel en cada bache, en cada subida empinada del camino. Cada golpe del vehículo era una punzada que lo recordaba que el dolor era compartido; veinte hombres, encerrados en ese infierno silencioso, marcaban en conjunto la ruta de un sufrimiento habitual.
El trayecto era una sucesión de momentos que se desvanecían en la monotonía de un castigo implacable. No sabía hacia dónde lo llevaban ni por qué, solo se dejaba arrastrar por el proceso, sin posibilidad de decidir ni de anticipar un alivio. El camión se movía sin cesar, mientras él se aferraba a su pequeña bolsa de pertenencias, sintiendo que cada kilómetro lo alejaba aún más de la vida que conocía.
Al llegar al nuevo penal, el golpe era doble. La distancia que ahora lo separaba de su familia era abismal. No solo quedaba atrapado en un lugar donde las visitas se volvían casi imposibles por los costos y la lejanía, sino que también se le arrancaba todo lo que había sembrado en el anterior centro penitenciario: la rutina, los rostros amigos, incluso aquellas relaciones difíciles pero conocidas, que le habían ofrecido cierto consuelo. El desarraigo era palpable en cada fibra de su ser, y el dolor se medía en la pérdida de ese pequeño universo que, aunque imperfecto, le daba una vaga noción de pertenencia.
El traslado estaba diseñado para desarraigar y desestabilizar. No permitían que el preso hiciera pie, que construyera cualquier atisbo de estabilidad. Cada traslado era un reinicio forzado, un recordatorio constante de que en la cárcel, sobrevivir era lo único que se podía aprender. Su voluntad se enfrentaba al reto de comenzar de nuevo, de reinventarse en medio de un ambiente que no ofrecía ni tregua ni compasión.
Y así, mientras cargaba su vida empacada en aquella sábana desproporcionada y caminaba hacia un destino incierto, el dolor se mezclaba con una sensación aguda de pérdida. No era solo él; cada hombre, cada familia que esperaba fuera de esas paredes, sufría la ruptura de lo que alguna vez fue y la imposibilidad de reconstruir lo perdido. El traslado, con su crudeza y deshumanización, se erguía como el recordatorio perpetuo de que la cárcel no solo encerraba cuerpos, sino también toda posibilidad de resurgir.
Cada golpe en el camino, cada minuto en el camión sin ventanas, reforzaba la certeza de que la libertad se había vuelto un espejismo inalcanzable. Y en ese viaje brutal, él se dejó llevar, sin más opción que aceptar que, en la cárcel, lo único que realmente se aprendía era a sobrevivir, día tras día, en un perpetuo renacer del dolor.
Jorge Kagiagian
Dedicado a Nestor Polidoro
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