**Escenario 1: La decisión de alimentar a los niños**
Imaginemos que tenemos 100 USD. Con 20 podemos alimentar dignamente a un niño sano, y tenemos 5 niños. Sin embargo, hay un sexto niño, discapacitado, cuyas necesidades especiales requieren que se inviertan los 100 USD solo en él. La decisión es clara: ¿salvar a los 5 niños sanos, asegurando que continúen sus vidas, o priorizar al niño discapacitado, que probablemente dependerá aún más de la ayuda en el futuro? La respuesta parece obvia en términos utilitaristas. Maximizar el bien, salvar el mayor número de vidas. Pero esa es la teoría. La emoción, el amor filial, y la empatía nos empujan hacia una decisión distinta, más visceral: la vida de uno se convierte en la prioridad. El dilema resuena porque no se trata solo de matemáticas. Se trata de nuestras propias contradicciones internas, de cómo nos vemos reflejados en las vidas que decidimos valorar más.
**Este dilema refleja la incapacidad del Estado para priorizar el bienestar de los más vulnerables, optando por la inacción ante la imposibilidad de una solución perfecta.**
**Escenario 2: La guerra, las 100 personas formadas y las 100 pobres e ignorantes**
Tienes 100 personas educadas y formadas, y 100 personas pobres, ignorantes, con la misma preparación para la guerra. La disyuntiva es brutal. ¿A quién mandar a la guerra? A los formados, que, aunque valiosos para la sociedad, tienen mayor potencial para contribuir tras el conflicto, o a los pobres e ignorantes, cuya vida, por circunstancias ajenas a su voluntad, parece más fácilmente sacrificable para muchos. Si decimos que la guerra es un mal necesario, la estrategia podría sugerir que los educados son quienes deberían arriesgarse primero, preservando la esperanza en el futuro para aquellos que pueden contribuir con mayor sabiduría. Sin embargo, esto nos enfrenta a una injusticia implícita, una decisión que aún valida la desigualdad, como si el valor de la vida de unos se midiera por su capacidad intelectual o su condición social. Pero en ese momento, la guerra no es solo una lucha por la supervivencia, sino también una confrontación con nuestra propia concepción de valor.
**Este dilema pone de manifiesto cómo, ante la falta de una solución moralmente clara, la inacción política favorece las decisiones estratégicas que, a menudo, perpetúan las desigualdades existentes.**
**Escenario 3: La indiferencia ante el incendio**
Nos encontramos en un incendio, con dos edificios en llamas. En uno, hay dos personas, y en el otro, una persona discapacitada. En el dilema, ¿a quién salvar? La lógica utilitaria sugiere salvar a las dos personas, maximizando la cantidad de vidas preservadas. Pero si esa persona discapacitada es tu hijo, la ecuación cambia. De repente, la vida del hijo trasciende cualquier cálculo matemático. La moralidad de la decisión ya no es solo cuestión de números, sino de **instinto**, de amor y protección. Y si decimos que no arriesgaríamos nuestra vida por ninguno, el instinto de supervivencia se convierte en la única brújula, ignorando el peso de la moral colectiva. Nos enfrentamos a una paradoja: el valor intrínseco de la vida es uno, pero nuestra naturaleza humana nos dice que, cuando se trata de nuestras personas más cercanas, el valor se vuelve innegociable.
**Este dilema refleja cómo, cuando la acción se ve influida por intereses personales, se elude la responsabilidad moral colectiva, favoreciendo la supervivencia individual sobre el bienestar común.**
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**Reflexión final: La inercia política calculada en el dilema ético**
Cada uno de estos escenarios plantea una cuestión común: la confrontación entre lo **racional** y lo **emocional**, entre lo que **debería ser** y lo que **es** en el mundo real. Los dilemas éticos no son simples; son la intersección de valores conflictivos que nos desafían a tomar decisiones que, en última instancia, definen quiénes somos como individuos y como sociedad. Sin embargo, la democracia, como sistema de toma de decisiones colectivas, parece estar atrapada en estos dilemas, sin una respuesta clara ni una acción resolutiva. Más que una **parálisis moral**, lo que caracteriza a la democracia contemporánea es una **inercia política calculada**, en la que la inacción no es accidental, sino una decisión consciente de evitar enfrentar las consecuencias políticas de una elección difícil.
En lugar de actuar con determinación, el sistema democrático se debate entre intereses opuestos, incapaz de tomar decisiones que no sean sujetas a la crítica. La **inercia política** surge de varias fuentes: el miedo al costo político de tomar decisiones difíciles, la **complejidad** de los dilemas éticos, la influencia de **grupos de presión** que bloquean cambios, y la **falta de liderazgo** capaz de tomar decisiones impopulares. Estos factores contribuyen a la inacción, favoreciendo la conservación del statu quo a costa de la justicia y el bienestar común. La democracia, entonces, no solo se ve paralizada por los dilemas éticos, sino que se convierte en un sistema que **evita actuar** de manera estratégica para no arriesgar su estabilidad.
El Estado, como reflejo de esta inercia política, no actúa en ninguno de los escenarios con la valentía necesaria. En el primero, se queda con los 100 USD, no priorizando a los más vulnerables por miedo a la crítica. En el segundo, manda a la guerra a los más desfavorecidos, aquellos que no pertenecen a los círculos de poder, perpetuando las desigualdades. En el tercer escenario, no actúa, eludiendo las decisiones difíciles y priorizando su propia supervivencia sobre la responsabilidad moral.
La democracia, entonces, se convierte en un sistema que evita **tomar riesgos** y **sacrificar intereses particulares**, pero en este proceso **traiciona** su promesa de justicia e igualdad. Lo que debería ser una herramienta para el progreso social se convierte en un espacio donde los dilemas se posponen eternamente. Al no tomar decisiones claras y firmes, la democracia no solo se paraliza moralmente, sino que **abandona** su función primordial: actuar en beneficio del bien común. En lugar de ser un sistema que resuelve problemas, la democracia se convierte en un **campo de batalla ideológico** que **evita** cualquier tipo de resolución definitiva, mientras los problemas persisten y los más vulnerables siguen sufriendo las consecuencias de la inercia política calculada.
Jorge Kagiagian
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