Te has preguntado más de una vez si Dios existe. Tal vez incluso le has hablado en la soledad, esperando una señal, un indicio de que hay alguien al otro lado. Pero el silencio pesa. Y con el tiempo, la duda se instala como un huésped al que no has invitado, pero que se niega a irse.
Miras el mundo y ves la injusticia. Ves cómo los que actúan con maldad prosperan mientras los justos sufren. Si Dios existe, ¿por qué permite esto? Y si no existe, ¿qué sentido tiene todo? La vida parece un tablero donde las reglas son inciertas y la justicia, un ideal inalcanzable. Las preguntas persisten, y las respuestas no llegan.
Muchos creen que Dios es un refugio, un amparo ante el miedo a la muerte, una forma de consuelo en los días difíciles. Pero algo dentro de mí se rebela. No quiero creer por miedo ni por necesidad. No quiero que Dios sea un genio de lámpara que concede deseos, ni una figura paternal que alivie la carga de la responsabilidad.
Si Dios existe, ¿por qué esa idea de que lo bueno es gracias a Él y lo malo, culpa del diablo? Esa es la mentalidad de un niño. Es una visión simple, pensada para los que no quieren asumir la responsabilidad de sus propios actos. No está para resolverte la vida ni para darte todo lo que pides. Camina a su lado, no pidas que te lleve en brazos.
La verdad es que, si deseas una relación genuina con Dios, debe ser una relación adulta. No se trata de huir de la responsabilidad ni de usar a Dios como un comodín para lo que no comprendes. Lo bueno, lo malo, el sufrimiento y la dicha surgen de tus decisiones, de tu mirada al mundo y de cómo eliges responder a las circunstancias. Si vas a buscar a Dios, busca un compañero, no un salvador ni un sirviente.
El cristianismo enseña que la relación con Dios debe ser de amor y servicio. Amar a los enemigos, ser pacíficos, humildes y misericordiosos. Se basa en el sacrificio sin esperar recompensa.
El islam promueve la rectitud y la justicia, buscando la misericordia de Dios en cada acción, no porque Él lo necesite, sino porque esos actos purifican el corazón.
El hinduismo enseña la devoción, el conocimiento y la acción como caminos hacia la comprensión del ser divino dentro de uno mismo y en el mundo.
El budismo no se enfoca en un Dios personal, sino en la compasión y la sabiduría como medios para liberarse del sufrimiento, una forma de comunión con la verdad universal.
El judaísmo plantea una relación de respeto mutuo, donde la obediencia a la ley y la justicia social son clave. El pueblo se compromete a seguir la ley, y Dios a guiarlo.
Si vas a creer en Dios, que sea para reflejarlo en ti mismo. Que su existencia sea el impulso para cultivar el amor que menciona Corintios 13: paciente, bondadoso, sin envidia ni arrogancia. Que sea la razón para vivir el mensaje del Sermón del Monte, para ser humilde como los sabios de Oriente, para aprender el respeto y la lealtad de Moisés, para buscar con Él una relación de confianza, como Abraham.
Porque la fe no es un alivio para la carga de la vida ni una súplica para que Dios intervenga cuando todo va mal.
La verdadera fe es la que te obliga a mirar dentro de ti y cuestionarte: ¿Qué haría Dios en mi lugar?
Al final, la decisión es tuya. Creer o no creer. Esperar una señal o construir tu propio significado. Pero si decides creer, que no sea por temor ni por necesidad. Tal vez la fe más auténtica es aquella que te lleva a la acción, no a la esperanza pasiva de un rescate.
¿Y si Dios no está en el cielo ni en las páginas de un libro, sino en cada acto de compasión, en cada instante en que eliges el bien sin esperar recompensa?
Tal vez, solo tal vez, la verdadera fe no sea la certeza de su existencia, sino la voluntad de vivir como si fuera real. Y si nunca llega una respuesta clara, que esa misma incertidumbre sea la que te impulse a construir el significado de la vida con tus propias manos, y que lo divino se vea reflejado en la manera en que eliges ser cada día.
Jorge Kagiagian
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