—¿Querés escuchar una historia? —dijo el preso de la celda de al lado, su voz rasposa por el cigarro y el encierro.
No esperaba respuesta. Acá todos tenemos historias que nos carcomen, que necesitamos soltar como si eso hiciera menos pesada la condena. Así que me acomodé en mi litera y lo dejé hablar.
—Era un domingo de octubre. Salí de laburar y cuando llegué a casa, mi hermano me dijo que no había nada para comer. Salimos en el auto a comprar pizzas. Nada raro, nada fuera de lo común. Hasta que apareció el destino con su guadaña, disfrazado de tres pibes en bicicleta.
Se detuvo un momento, tal vez recordando el instante exacto en que todo cambió.
—Uno de ellos le manoteó el celular a mi hermano. Nos bajamos y los salimos a correr. Los alcanzamos. Cuando mi hermano lo acorraló, el chorro sacó una punta y le tiró una puñalada. Fue un segundo. Un segundo en el que mi hermano pudo morir.
Hizo una pausa y luego, como quien confiesa un pecado, dijo en voz baja:
—Yo llevaba un fierro. Un arma, viste. No pensé, lo saqué y disparé al pasto. Solo para asustarlo. Pero el chabón se cayó de la bici. Mi hermano se le tiró encima, forcejearon y le rompió la cabeza con el cañón.
En la cárcel, nadie juzga. No porque seamos buenos tipos, sino porque todos tenemos una historia parecida.
—Desde la esquina aparecieron unos vagos amigos del chorro, querían ajusticiarnos. Nos subimos al auto y nos fuimos a casa. Con hambre. Con bronca. Pensando que la cosa terminaba ahí.
Su risa fue amarga, como si todavía no pudiera creer lo que pasó después.
—A la semana cayó la DDI. Nos sacaron como ratas de nuestra casa. Nos metieron en un calabozo podrido. Nos llevaron a fiscalía. Y después a la leonera.
No hizo falta que explicara qué era la leonera. Cualquier preso sabe que es ese lugar intermedio entre el mundo y la condena, ese limbo donde te tienen mientras deciden tu suerte.
—Nos separaron. A mi hermano lo mandaron a una comisaría y a mí a otra. Y así empezó todo. El juicio, las acusaciones. Intento de homicidio, dijeron. Pero si mi hermano hubiese querido matarlo, lo hacía desde el auto. Lo tenía a un metro.
Sus palabras se volvieron más frías. Más resignadas.
—No teníamos plata para un abogado particular. No queríamos que nuestra vieja se endeudara. Así que nos defendió una defensora de oficio. Pero la verdad… no hizo nada. Nos re cagaron.
Quedamos en silencio. El eco de su historia flotaba en la celda como un fantasma.
—Así es la justicia —dije, sin saber si lo decía por él o por mí.
Él soltó una carcajada seca.
—No hay justicia, mago. Solo hay cárcel. Y hambreado.
Jorge Kagiagian
Dedicado a Guille Lobo
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