El umbral del aire libre

### **El umbral del aire libre**  

Él se encontraba recluido en una espera interminable, en un lugar donde la ansiedad parecía construir un sinfín de pensamientos inacabados. Cada día era un río detenido, un flujo de tiempo suspendido en la nada. Su celda, con su aliento rancio y su silencio desgarrado por murmullos ajenos, era una cáscara de piedra que lo había devorado.  

Entonces, la voz.  

Un grito seco, mecánico, disparado con la indiferencia de quien lanza piedras a un pozo sin fondo.  

—Prepara tus cosas. En unas horas te vas.  

No hubo pausa, ni inflexión, ni la más mínima sombra de emoción. La noticia se incrustó en el aire como un clavo mal clavado, torcido, inesperado.  

Él parpadeó. Algo en su pecho tropezó consigo mismo, como si un resorte oxidado hubiera intentado enderezarse de golpe. Se quedó quieto. No porque dudara de lo que había oído, sino porque su cuerpo no sabía cómo responder. Las palabras del guardia eran un objeto extraño entre sus costillas, algo que no encajaba con la inercia de su existencia.  

**¿Salir?**  

Su mente intentó abarcar el concepto, pero la idea era demasiado grande para sus pensamientos encogidos. Se miró las manos, las mismas que habían aprendido a cerrar los dedos con cautela, sin apretar demasiado, sin llamar la atención. Manos que habían sostenido su propia cabeza en noches interminables. Manos que, hasta ese instante, no habían considerado el tacto del aire sin límites.  

No tenía casi nada que empacar. Movió sus pocas pertenencias de un lado a otro, solo por el acto de hacer algo. En el fondo, sabía que no estaba ordenando objetos, sino tratando de darle sentido a la espera.  

Y las horas...  

Las últimas horas eran otro tipo de prisión. Lentas, pegajosas, masticaban los segundos con la crueldad de un animal hambriento. En el patio, las voces lo llamaban.  

—¡Lo lograste, hermano!  

—Vas a volver a ver el sol de verdad.  

—No te olvides de nosotros.

Las palabras flotaban, algunas con alegría sincera, otras con el peso de la nostalgia. Se deslizaron a través de la celda como un viento que apenas se atrevía a rozarlo.  

Pero entre esos ecos de celebración, había un silencio punzante.  

Al fondo del pasillo, un hombre observaba en silencio. Su mirada no contenía odio, sino algo más peligroso: un resentimiento contenido, un deseo de otra vida sofocado por la resignación.  

Él lo sintió antes de verlo.  

Aquel hombre había llegado a la cárcel mucho antes que él. No por error, no por una acusación injusta, sino porque su condena estaba escrita con un peso imposible de levantar. Algunos presos podían contar los años que les faltaban para salir, sostenerse en la idea de que tarde o temprano cruzarían el umbral. Pero otros… otros solo podían contar hacia atrás, sumar calendarios como quien acumula piedras en los bolsillos antes de hundirse en el agua.  

Ese hombre era de los que nunca saldrían.  

Había apelado, esperado, confiado. Y la justicia, con su sonrisa de acero, le había escupido un no tras otro. Cada negativa había sido un clavo más en la tumba de sus ilusiones.  

**Ahora él se iba.**  

Y aquel hombre no.  

La envidia no era un sentimiento nuevo en la cárcel. Se filtraba en las paredes como la humedad, se arrastraba entre las camas y se adhería a la piel. Pero en esa mirada no había simple rencor, sino algo más profundo: la angustia de quien contempla su propio reflejo en el agua y ve que no se mueve.  

—Suerte allá afuera —dijo al fin, con una voz tensa.  

Él quiso responder, pero no encontró palabras que no sonaran huecas.  

Finalmente, las puertas se abrieron.  

Salió al patio y el aire lo golpeó con la fuerza de una ola. No era el mismo aire que respiraba cada día entre los muros; este tenía un peso distinto, un olor que prometía movimiento. Se llenó los pulmones y, sin pensarlo, su garganta se abrió en un grito.  

Un grito de alivio.  

Un grito de vida.  

Los demás lo rodearon. Un torrente de cuerpos, de manos en su espalda, de voces entrelazadas en un canto de libertad. Estaban los que habían sido sus amigos, los que lo habían enfrentado en peleas amargas, los que apenas habían cruzado palabra con él. Pero en ese instante, no importaban las historias pasadas. No importaba quién había sido quién.  

La prisión los había convertido en piezas de una misma historia.  

Desde la distancia, el hombre que nunca saldría observó. No se unió al grito ni se acercó al tumulto. Solo vio. Y, por primera vez en mucho tiempo, permitió que su propia amargura le mostrara algo más que rabia.  

Vio la posibilidad.  

Vio la prueba de que, tal vez, algún día, él también podría salir.  

Aún no.  

Pero algún día.  

Y entonces, sin previo aviso, el cielo se espesó. El aire pareció contener la respiración. Unas gotas cayeron, dispersas, inciertas, como si el mismo firmamento dudara entre llorar o guardar silencio.  

Él levantó el rostro.  

Sintió la humedad en su piel. No supo si el mundo lloraba por él o con él, pero tampoco importaba.  

Respiró hondo y dio un paso.  

Un paso hacia el umbral.  

Un paso hacia el aire libre.

Jorge Kagiagian 

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