La Mujer de los dos Caminos

 

Y sucedió en los días en que los hombres caminaban bajo el peso del imperio, y los soldados romanos vigilaban las puertas del templo.

Fue en la tierra de Judea, cuando aún hablaban los profetas en voz baja, y los pastores —que un día vieron ángeles en el cielo— ahora escuchaban su voz entre el pueblo.

Había una mujer dividida en su corazón.
Durante muchas lunas no pudo dormir, porque dos voces hablaban dentro de ella. Una le decía:
—Toma lo que es tuyo. Acumula. Sé fuerte, sé astuta a los ojos de los demás. Hay caminos que conducen a casas con terrazas altas y monedas en los arcones. ¿Qué vale más que el respeto y ser coronada reina ante los hombres?

La otra le respondía en susurros:
—Vacía tus manos para llenarlas de lo eterno. Mira a los humildes y hallarás tu reflejo. Quien es amada por los pobres de espíritu ya camina entre príncipes.

No sabía cuál voz seguir. Ninguna hablaba con ira, pero ambas la arrastraban hacia destinos opuestos que su mente no entendía.

Una tarde, supo que el Rabí de Galilea —aquel de quien se decía que sanaba con solo tocar, y que hablaba como quien tiene autoridad— enseñaría en las afueras de una aldea cercana, al pie de un monte.
Dicen que no cobraba por sus palabras, que vestía un manto sin costura y caminaba descalzo. Y, sin embargo, miles de personas lo seguían. No poseía bienes ni tierras, y, aun así, jamás le faltaba pan.

La mujer fue.

Entre campesinos, mujeres con vasijas, mendigos y fariseos que escuchaban a escondidas, encontró su sitio.
Vio pasar un grupo de soldados romanos a caballo, vigilando desde lo alto. Nadie los miró. Nadie los temía en ese momento. Todos estaban atentos al Maestro.

El Rabí comenzó a hablar de diversos temas, mirando a cada uno de sus seguidores.  Pero en un momento, la mirada del Maestro se posó intensa en la mujer que necesitaba respuestas. Entonces dijo:
—Dos caminos hay ante el ser humano:
Uno conduce a la cima, donde los hombres aplauden y las casas son altas.
El otro desciende al valle, donde los corazones se tocan y los rostros se conocen por el nombre, no por el cargo.

—Uno hace al alma dueña de muchas cosas… y prisionera de su soledad.
El otro tiene pequeñas cosas que se comparten; nunca tendrás mucho... pero vivirás bajo la mano buena de mi Padre. Y aprenderás a amar a todas sus criaturas, porque el amor no hace distinción.

La mujer sintió que su alma temblaba. No por las palabras, sino porque el Rabí la miró.
Entre tantos, fue a ella a quien sus ojos buscaron. Y el silencio que siguió a esa mirada fue más hondo que cualquier sermón.

Cuando terminó la enseñanza, muchos se acercaron. Algunos le ofrecían higos, otros pedían sanación, otros simplemente tocaban su túnica.
La mujer quiso avanzar, preguntar, obtener una respuesta directa. Pero el gentío era espeso, y sus pies, como anclados.

Entonces lo vio.
El Rabí no llevaba oro. No tenía esclavos ni escribas.
Y, sin embargo, los niños corrían a él. Los enfermos le sonreían. Los pobres le ofrecían lo poco que tenían. Los perros se sentaban a sus pies.
Recibía todo aquello con ternura y una gratitud que no se aprende, sino que es nacida del espíritu, y reía como quien no teme perder nada.

La mujer no habló. No preguntó.
No hizo falta.

Porque vio que hay caminos que no se eligen pensando, sino que se revelan al ver cómo camina otro.
Comprendió —sin que nadie se lo dijera— cuál de las dos voces venía del cielo y cuál del mundo.

Jorge Kagiagian
Dedicado a mi madre a quien le deseo que siempre encuentre el camino correcto.

No hay comentarios.: