No rezaba con palabras, ni llevaba cruz al cuello.
Y sin embargo, era uno de los hombres más justos que alguien podía encontrar.
Vivía con paciencia, sin atropellar los ritmos del mundo.
Adaptable como el agua, sabía fluir con lo inesperado.
La compasión no era para él una virtud, sino una forma de estar en la vida.
Escuchaba más de lo que hablaba,
porque había descubierto que el alma de otro solo se revela en silencio.
Humilde sin hacerse pequeño, valoroso sin ser altanero,
no buscaba aplausos, pero los corazones lo reconocían.
No confundía justicia con venganza,
porque sabía que el odio no repara nada.
Era justo sin levantar la voz, y por eso era respetado.
Pensaba antes de actuar,
porque entendía que cada acción, como una piedra lanzada al agua,
tenía ondas que tocaban más allá de lo visible.
Jamás mentía.
Decía la verdad con firmeza o con ternura, pero siempre con honestidad.
Sabía que la mentira es negarse a uno mismo,
y que la verdad —aunque duela— libera.
Ponía a las personas por encima de todo,
y a todos los seres vivos por encima de sí mismo.
No comía animales, no por costumbre ni por moda,
sino por compasión.
Porque veía en cada mirada salvaje,
en cada vuelo, en cada hocico, en cada insecto,
un mundo.
Y en cada flor, un milagro.
Compartía lo que tenía.
Comida, tiempo, escucha, abrigo, compañía.
Porque compartir no lo dejaba con menos,
sino con un corazón más lleno.
No temía pedir perdón.
Y cuando perdonaba, lo hacía de verdad,
como quien limpia el alma del otro y también la suya.
Nunca se reía a costa del dolor ajeno.
Su risa no hería.
Su alegría era contagiosa, no hiriente.
Había aprendido a controlar su temperamento,
porque entendía que el enojo es un fuego que quema primero al que lo enciende.
No creía en personas malas.
Creía en personas heridas, extraviadas, confundidas.
Por eso tenía compasión, incluso con quienes lo dañaban.
Porque sabía que quienes más hieren, son los que más necesitan amor.
Tenía confianza en sí mismo.
No desde el ego, sino desde la calma de conocerse.
Y nunca olvidaba algo esencial:
que todos, absolutamente todos, somos iguales frente a la muerte.
Vivía así.
Sin prédicas, sin doctrina, sin necesidad de demostrar nada.
Y aunque no llevaba etiquetas, ni hablaba de religión,
dejaba una marca luminosa en cada vida que tocaba.
Actuaba con amor.
Y no, no era cristiano.
Pero pocos vivieron tan profundamente el mensaje que Cristo vino a enseñar.
Jorge Kagiagian
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