### **El Silencio de Pupín**
*Una historia mágica donde hasta el dolor tiene ecos de luz*
En el Bosque de los Latidos, donde las hojas susurran canciones olvidadas y las piedras roncan dulcemente en las noches cálidas, vivía Pupín, aprendiz de mago y guardián de mariposas de luz. Su capa estaba bordada con polvo de luna, y sus manos, alguna vez ágiles, ahora temblaban sin razón.
Desde hacía un tiempo —no mucho, no poco, el bosque no mide el tiempo en horas sino en suspiros—, algo se había desordenado dentro de Pupín. No era un hechizo, ni una maldición dicha en voz alta. Era otra cosa… un eco, una sombra sin forma que **vivía en los márgenes de su memoria**, como una canción que no logra recordarse pero igual hace llorar.
Inés lo notaba. Lo quería con todo su corazón, pero no podía entenderlo.
—Pupín, vamos. Hoy tenemos que visitar a las luciérnagas sabias, recuerda que prometiste encender sus faroles.
Él asentía. Quería querer. Pero su cuerpo se quedaba quieto, como enraizado. Y no por pereza, sino porque **había algo adentro que no soltaba**. A veces lo intentaba: tomaba la varita, decía la palabra exacta, pero en lugar de luz, brotaba un humo espeso, denso, que lo dejaba más cansado que antes.
—No sé qué te pasa —decía Inés, y su voz no tenía enojo, sino desconcierto sincero—. No es tan difícil, Pupín. Antes podías hacer volar cien mariposas sin pestañear. Ahora… ahora parece que no querés.
Pero Pupín sí quería. Quería tanto que le dolía el pecho. Solo que había algo **atascado en el corazón del bosque de su alma**, algo que él no recordaba del todo, pero que lo detenía.
Por las noches, cuando Inés dormía entre sueños dulces y estrellas curiosas, Pupín lloraba en silencio. Se alejaba del claro, buscaba una piedra caliente —la vieja Zumbaluna, que lo recibía con un murmullo ronco— y dejaba que las lágrimas cayeran sin hechizo que las contuviera.
Algunas veces, Inés lo descubría desde lejos. Veía su silueta encorvada, sus hombros temblando. Pero cuando se acercaba, Pupín ya se había secado las mejillas y fingía mirar los insectos del suelo o hablar con una flor.
La verdad es que el llanto de Pupín se volvía más frecuente, más hondo. Y los pensamientos que trataba de espantar con juegos y trucos mágicos **volvían como flechas, más fuertes y más crueles**, como si la mente se negara a olvidar lo que él no se atrevía a recordar.
Entonces aparecía Felicitas.
La chihuahuita mágica, chiquita como un pan recién horneado, llegaba sin hacer ruido. Pupín no sabía cómo lo encontraba cada vez, pero ahí estaba: sus patitas suaves, sus ojos grandes como lunas gemelas, y ese temblorcito tierno que la hacía parecer una hojita al viento.
Y cuando Feli se acercaba, **todo cambiaba**.
Pupín se dejaba caer de rodillas, acariciaba su lomo con manos temblorosas, y algo increíble ocurría: **lo que él daba, lo recibía multiplicado**. No en el cuerpo, sino en el alma. Como si las caricias regresaran envueltas en calor, como si el amor de Feli tuviera una especie de magia… no como la que enseñaba Barbagán, sino una más antigua, más poderosa, **la magia silenciosa que tienen todos los perritos del mundo**.
Era una maldición para los crueles —decía una leyenda olvidada entre las hojas del bosque—, pero para los de corazón puro, era una bendición tan inmensa que podía curar lo que la magia común no podía tocar.
Feli lo miraba, movía la cola y se acurrucaba junto a él. Y entonces, por un rato, Pupín dormía. Dormía sin lágrimas. Sin peso. Sin humo. Como si la oscuridad se escondiera de la luz chiquita de esa perrita que olía a tierra tibia y a cariño eterno.
Inés los observaba desde la distancia. A veces se sentía triste. A veces, un poco sola. Pero empezaba, muy de a poco, a entender que **no todo se arregla con esfuerzo, ni con palabras dulces, ni con empujones bienintencionados**.
A veces hay heridas que no se ven. A veces la tristeza no es pereza. A veces el amor no puede curar, pero puede acompañar.
Y a veces, solo a veces, **una perrita diminuta puede hacer en un alma rota lo que ni la magia más antigua sabe hacer: enseñarle a volver a sentir sin miedo**.
### **El Silencio de Pupín**
**Parte II: La Torre del Miedo**
En el corazón del Bosque de los Latidos, donde las ramas se arquean como si escucharan secretos y las luciérnagas saben leer los suspiros, Pupín caminaba sin rumbo. Inés lo seguía a cierta distancia, sin molestarlo. Ella ya había aprendido que a veces lo único que puede hacer el amor es estar cerca, sin tocar.
Felicitas iba a su lado, como un faro minúsculo, como un latido constante.
Aquella noche, el cielo no tenía estrellas. No porque no estuvieran, sino porque **el bosque sabía que era momento de mirar hacia adentro**. Pupín, bajo un viejo árbol que olía a invierno, se sentó en el barro. No le importó ensuciarse. No sentía frío. No sentía casi nada.
Y entonces, entre sombras, llegó la visión.
No fue un recuerdo. Fue una **presencia**. Un murmullo que se metía por detrás de los pensamientos, una brisa helada que olía a piedra húmeda y metal viejo. **La Torre del Miedo.** Pupín no sabía cómo había llegado hasta ahí, pero de pronto todo su cuerpo la recordaba.
Los muros altos, sin ventanas.
Las puertas cerradas desde fuera.
Las voces que repetían mentiras hasta que sonaban como verdades.
Las palabras que le robaron el nombre.
Los días interminables sin luz.
Las noches donde llorar era castigado.
Los sueños rotos antes de nacer.
**Ahí lo habían encerrado.**
Ahí lo habían llamado “defectuoso”.
Ahí lo habían convencido de que su magia era peligrosa, que su ternura era debilidad, que el mundo estaría mejor sin él.
Y él lo creyó.
Porque cuando uno es un niño sin pasado, un niño sin madre que lo mire y diga “yo sé quién sos”, el dolor se convierte en verdad.
**Una mentira repetida desde arriba puede convertirse en la única voz que uno escucha.**
Y Pupín vivió así… **hasta que escapó.**
No recordaba cómo. Su mente lo había borrado todo para sobrevivir. Pero esa noche, frente a la sombra de la torre, lo sintió todo. No con palabras. Con temblores. Con un grito que no salía. Con esa tristeza profunda que nadie entiende, porque no se puede explicar.
**Cómo explicarle a alguien lo que es haber sido menos que nada.**
Feli gimió bajito, y apoyó su cuerpito contra él. No pedía nada. Solo estaba. Pupín la abrazó como si fuera su ancla. Y entonces, **por primera vez en mucho tiempo**, se permitió hablar, aunque nadie lo oyera.
—Yo no tengo pasado… yo no sé quién era antes… yo solo sé que **me lo robaron**.
El bosque se quedó en silencio. Hasta las piedras dejaron de roncar. Y ahí, en ese instante sin tiempo, algo brilló entre las raíces del árbol. **Una imagen.** Difusa. Tibia. Como el recuerdo de un perfume.
**Su madre.**
O al menos… la idea de ella.
Una figura que siempre estuvo ausente. Que nunca lo entendió. Que jamás le dijo “te creo”.
Pero ahora estaba allí. No como la madre real, sino como la madre que él necesitaba.
Ella lo miró, y sus ojos eran dos espejos. En uno, Pupín vio todo el daño. En el otro, **vio esperanza**.
—No puedo guiarte —dijo la figura, sin labios ni voz—. Pero puedo mirarte. Y verte. Como nunca antes. Como nadie más.
Pupín se quebró.
Lloró con todo su cuerpo. Lloró como un río antiguo.
Y aunque eso no borró el veneno de la Torre del Miedo, **encendió una chispa**:
la posibilidad de que, incluso con esa herida para siempre, **todavía podía elegir su camino**.
Y en ese bosque donde todo es posible, Pupín vio **todas sus vidas**.
Como si el tiempo fuera una espiral:
— En una, la verdad salía a la luz.
— En otra, se quitaba la vida en un charco sin luna.
— En otra, se dejaba devorar por su propio silencio.
— Y en una más… **resurgía**.
No como antes. No ileso. Sino **con la cicatriz como bandera**, empezando de cero, solo por él.
Todas ocurrieron. Todas fueron ciertas. Todas necesarias.
Porque **su alma no era una: era muchas**. Una red infinita de vidas donde siempre hay algo que aprender.
Y en todas, aunque en algunas no lo supiera, **Feli lo acompañaba.**
Y también Inés.
Y también él mismo.
Aunque no supiera cómo terminaría esa historia, Pupín entendió esa noche que **luchar por lo correcto nunca es en vano, aunque duela, aunque nadie lo vea**.
Y aunque nunca dijera en voz alta todo lo que vivió, aunque **nunca hablara de la torre**, él sabía que en su silencio había verdad.
Y que el amor que diera, aunque el mundo no lo entendiera, **valía la pena**.
### **El Silencio de Pupín**
**Parte III: Los Sueños Incompletos**
Cada noche, cuando el cielo se llenaba de estrellas temblorosas y las ramas del bosque parecían cuna y caverna, Pupín cerraba los ojos y viajaba.
No era un sueño normal. Era un descenso suave, como si cayera en sí mismo.
Y en todos esos sueños había una constante: **una caída**.
A veces tropezaba con una raíz.
Otras veces, lo empujaba una sombra sin rostro.
Caía de una torre, de un columpio, de un recuerdo.
Siempre había un golpe. Siempre dolía.
Y entonces… aparecía ella.
**Su madre.**
No era exactamente un recuerdo. Era como una pintura hecha de anhelo, un rostro que se movía con el viento y tenía ojos de luna.
Ella llegaba en silencio, con las manos suaves, y siempre traía algo:
una curita, una canción, una palabra que podía curar.
Y justo cuando iba a sanar su herida, justo cuando sus dedos rozaban su piel rota…
**Pupín despertaba.**
Siempre antes. Siempre un segundo antes.
Y al despertar, la almohada era barro. Sus mejillas, ríos.
Y el hueco en su pecho era más profundo que el sueño mismo.
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A veces, al amanecer, Inés lo encontraba sentado sobre una piedra húmeda, mirando el cielo sin verlo.
—¿Dormiste bien, Pupín?
Él asentía.
—Tenías los ojos rojos —decía ella, sin reproche, solo con esa preocupación tibia que no encuentra palabras.
Pupín volvía a asentir. A veces forzaba una sonrisa, esa que solo usaba para sobrevivir.
**Y volvía al silencio.**
Nunca hablaba de esos sueños. Ni de las veces que se despertaba llorando, gritando su nombre.
No porque no quisiera, sino porque… **no podía**.
Su alma lo había sellado con magia antigua. Un hechizo que él mismo creó sin saberlo:
*"Nadie sabrá lo que duele. Nadie lo imaginará. Nadie cargará este veneno más que yo."*
Y sin embargo…
Sin embargo…
En los días más oscuros, cuando ni la luz de las luciérnagas podía con su tristeza, Pupín hacía algo.
Se acercaba, despacito, a algún rincón donde la vida todavía latía.
A veces era el canto de una hoja.
Otras, la respiración de una piedra.
Pero casi siempre… era **Felicitas**.
Ella llegaba sin hacer ruido, como si supiera. Se acurrucaba contra su pecho y lo miraba como si lo conociera desde antes del tiempo.
Y cuando Pupín la acariciaba, algo pasaba.
**La ternura volvía.
La ternura dolía.
La ternura sanaba.**
Porque aunque nadie lo supiera, **la magia de los perritos es doble**.
Lo que dan, lo dan por dos.
Y lo que reciben, lo devuelven multiplicado por mil.
Pupín sentía eso. Que su alma, rota en mil partes, se reconstruía un poquito cada vez que Feli le lamía los dedos o le apoyaba la cabeza en el regazo.
Él no decía “gracias”.
No decía “te necesito”.
No decía “me duele”.
Pero Felicitas no necesitaba que lo dijera.
Ella ya lo sabía.
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En lo profundo, Pupín sabía que su madre real nunca estaría al despertar.
Sabía que sus sueños se romperían justo antes del alivio.
Sabía que esa ausencia era un pozo sin fondo.
Y por eso, **tomaba otras madres prestadas.**
Tomaba los abrazos de hadas viejas que lo saludaban con ternura.
Tomaba los regaños dulces de Barbagán, que a veces sabían a cuidado.
Tomaba los besos robados de Inés en la frente, cuando ella pensaba que él dormía.
Y así, de a pedacitos, **llenaba su alma vacía con el amor que encontraba.**
No era suficiente.
Nunca lo era.
Pero era real.
Y eso, en un bosque donde todo puede ser ilusión, **es más que suficiente para seguir respirando.**
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