Inés: el monstruo bueno dos

Inés: El monstruo perdido 


El bosque guardaba secretos entre sus raíces y susurros en el viento. Bajo la pálida luz de la luna, entre troncos nudosos y hojas que se mecían suavemente, algo se movía en la penumbra. Un ser de musgo y sombras vagaba sin rumbo, con pasos pesados que apenas perturbaban el silencio ancestral. No recordaba su nombre ni su hogar; solo una amarga soledad lo acompañaba. Cada noche, al mirarse en las aguas quietas de un lago escondido, veía reflejada una imagen desdibujada por el dolor, un eco de lo que alguna vez fue, una melodía olvidada que clamaba por ser recordada.


Una mañana, mientras la niebla se disipaba lentamente y el sol comenzaba a teñir el cielo de tonos dorados, Inés avanzaba por el bosque acompañada de su inseparable chihuahuita, Felicitas. La niña se movía con cautela entre los árboles, dejando que el murmullo de la naturaleza llenara el silencio de su corazón. De pronto, Felicitas se adelantó, siguiendo un rastro apenas perceptible que parecía invitarla a descubrir un misterio oculto en el aire.


Sin embargo, al llegar a un claro donde el ambiente se volvía denso y cargado, el pequeño animal se detuvo en seco y giró su hocico hacia una figura solitaria. Allí, encogido junto a un tronco caído, estaba él: el monstruo. Sus ojos, profundos y tristes, brillaban como brasas a punto de extinguirse, y su silueta, formada de tierra y sombras, parecía emanar un dolor antiguo. El miedo se apoderó de Inés, y sin meditarlo, salió corriendo, con Felicitas aullando en la confusión. Pero en el fragor del escape, un llanto desgarrador se elevó entre los árboles, deteniendo la huida. Felicitas, impulsada por una extraña compasión, se detuvo, giró en dirección al sollozo y regresó hacia la fuente del dolor; poco después, Inés, con el corazón en un puño, siguió sus pasos.


El monstruo, sollozando, se dejó ver de nuevo. Con voz temblorosa, murmuró:  

—No recuerdo quién soy…  

Su tono, quebrado como hojas secas arrastradas por el viento, parecía revelar la profundidad de su soledad. Inés, arrodillándose a su lado, dijo con suavidad:  

—Tal vez podamos ayudarte a recordar.  

El ser vaciló unos instantes y, con un suspiro lleno de resignación, añadió:  

—Hay un lugar… un árbol enorme, cuyas raíces se extienden como ríos. Cuando pienso en él, tengo la idea de que hay un espacio para mí, un espacio que debo ocupar.


Con esa revelación, Felicitas ladró suavemente, como si aceptara el llamado del destino, y el trío emprendió el camino. La luz se filtraba en haces dorados entre las copas de los árboles, pero a medida que avanzaban, el ambiente se cargaba de una tensión sutil, como si el bosque mismo contuviera el aliento ante lo desconocido. Cada paso resonaba en el silencio y cada sombra parecía esconder secretos olvidados.


Sin aviso, un rugido rasgó la calma. De entre la maleza emergió un lobo negro, sus ojos centelleando con ferocidad y su pelaje tan oscuro como la tinta. El animal se lanzó hacia ellas con una agresividad primitiva. Felicitas, sin dudar, se plantó firme y ladró con valentía, mientras Inés, paralizada por el temor, apenas podía reaccionar. En un instante que pareció suspendido en el tiempo, el lobo se abalanzó sobre Felicitas, con los colmillos brillando en la penumbra.


Fue entonces cuando, en un acto casi instintivo, el monstruo se interpuso entre el lobo y las dos pequeñas. Con una fuerza nacida de un instinto protector, empujó a la bestia. El lobo, enfurecido, mordió con furia y logró clavar sus colmillos en el hombro musgoso del monstruo. Un rugido de dolor se elevó, mezclándose con el aullido del animal, que tras un breve intercambio de feroces gestos, se retiró a la oscuridad, dejando tras de sí un eco de amenaza y caos.


El monstruo cayó de rodillas, el dolor atravesando cada fibra de su ser. Inés, sin dudar, corrió hacia él. Con manos temblorosas y ojos llenos de compasión, arrancó un trozo de su vestido y lo presionó contra la herida, mientras Felicitas lamía con ternura la zona ensangrentada, como si su inocente gesto pudiera sellar el dolor. Las lágrimas se mezclaban con la savia que brotaba, y en ese instante, el fragor del ataque se disipó en una silenciosa súplica de sanación.


Recobrado el aliento, aunque aún débil, el monstruo tomó la mano de Inés y continuaron su viaje. El bosque, que momentos antes había sido escenario de pánico, parecía ahora prestar una atenta calma. De repente, diminutas luces comenzaron a revolotear entre los árboles: hadas. Pequeñas y luminosas como estrellas en miniatura, danzaron a su alrededor, dejando tras de sí un rastro de polvo dorado que disipó momentáneamente la tensión. Con sus danzas etéreas, parecían señalar el camino hacia algo mayor.


El trío siguió avanzando por senderos serpenteantes, hasta que, finalmente, se encontraron ante un claro dominado por un roble gigantesco. Sus raíces se extendían como serpientes petrificadas, y entre ellas, en un lecho de hojas, una anciana de cabellos plateados esperaba con los ojos llenos de una emoción antigua. Al verlos, la anciana exclamó con voz temblorosa:  

—Hijo mío…  

En ese instante, el monstruo se detuvo en seco. Los recuerdos inundaron su mente: la risa cálida de una madre, las historias contadas a la luz del fuego, el amor incondicional que había olvidado. Con un sollozo que parecía hacer vibrar la tierra, corrió hacia la anciana y se fundió en un abrazo desesperado.


Mientras se abrazaban, el monstruo, con la voz rota por la emoción, dijo:  

—Lo siento… Perdóname por haber tardado tanto en volver.  

La anciana, con una ternura inagotable, acarició su rostro y respondió:  

—Nunca dejé de esperarte, hijo mío.


Inés y Felicitas, testigos silenciosos de aquel milagro, se quedaron quietas, permitiendo que la magia del reencuentro llenara el ambiente. El murmullo del viento, el susurro de las hojas y el danzar de las hadas parecían entonar una canción de redención y esperanza. Aquella noche, el bosque, testigo de tantos secretos y penas, se sumió en un sueño sereno, mientras en cada rincón resonaba la historia de un ser que, a pesar de haber perdido su camino, encontró su lugar y fue abrazado por el amor eterno de su madre.


Jorge Kagiagian 

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