La Conspiración de las Sombras

La Conspiración de las Sombras

Soled se deslizó entre ruinas devoradas por el tiempo, donde el aire olía a ceniza y el suelo era un tapiz de polvo y huesos olvidados. No quedaba rastro de vida en su reino sombrío, sólo restos de aquello que alguna vez fue.

A su alrededor, columnas ennegrecidas se erguían como espectros petrificados, testigos mudos de una historia que nadie quería recordar. Todo en aquel lugar era marchito y seco, como si la tierra misma hubiese renunciado a la esperanza.

Era un lugar sin futuro, porque allí reinaba el pasado.

Soled, con su silueta vaporosa y sus ojos sin luz, avanzó sin prisa. Su andar no hacía ruido, pero cada paso dejaba tras de sí un eco sordo, como si la propia existencia temblara a su contacto.

Se detuvo frente al lago oscuro. No era agua lo que contenía, sino un abismo sin fondo, un reflejo de su propio corazón vacío. Allí se ocultaban aquellos que habían caído en el olvido, aquellos que un día fueron y ya no eran.

Extendió su mano huesuda y murmuró en un idioma perdido:

—Despierten…

El lago tembló. Su superficie se onduló con un movimiento antinatural, y desde lo profundo emergieron figuras retorcidas. No tenían rostro, solo la sombra de lo que alguna vez fueron. Sus cuerpos rezumaban un líquido viscoso que corrompía la tierra con cada gota.

—La luz brilla demasiado —susurró Soled, su voz era el eco de un viento antiguo que nunca había conocido el calor—. Es hora de extinguirla.

Las sombras se estremecieron, ansiosas, hambrientas. Ellas no pensaban, no sentían. Solo devoraban.

Pero no bastaba con invocar la oscuridad. Para destruir la luz, debía profanar los corazones.

Soled se envolvió en un manto de bruma y desapareció entre la penumbra. Viajó sin ser vista, deslizándose entre los resquicios del mundo, filtrándose como un susurro en la noche.

En los valles donde las criaturas inocentes dormían, plantó semillas de duda.

Se acercó a los duendes y les habló con dulzura envenenada:

—¿Por qué siempre son otros los que son recordados? ¿Acaso la magia de ustedes es menor?

A los espíritus errantes les ofreció descanso:

—La luz nunca los ha acogido, siempre los ha dejado vagar. Pero yo puedo darles un hogar.

A las criaturas del bosque les prometió poder:

—¿No están cansadas de seguir reglas impuestas? ¿Por qué no ser libres?

Las palabras eran afiladas, pero se vestían de verdad. La mentira más fuerte es la que se teje con hilos de realidad.

Poco a poco, la armonía se agrietó.

Los que nunca habían sentido envidia comenzaron a cuestionar.
Los que antes confiaban, ahora dudaban.
Los que reían sin miedo, sintieron por primera vez el peso de la sombra en su pecho.

Y Soled sonrió.

La discordia era un veneno lento, pero imparable. No necesitaba destruir la luz con sus propias manos, bastaba con que los mismos habitantes de aquel mundo la apagaran con sus propios temores.

Pero aún no era suficiente.

El golpe final debía ser brutal, devastador, definitivo.

Soled se elevó sobre una colina oscura, sus ropajes flotaban como humo negro en la noche. Alzó los brazos y la tierra tembló.

Desde los abismos surgieron bestias sin nombre, criaturas olvidadas que aguardaban su regreso. Desde las sombras, aparecieron susurros antiguos, promesas de caos y destrucción.

Y entonces pronunció las palabras que ningún ser debía decir.

Palabras prohibidas.
Palabras que convocaban la furia de lo innombrable.
Palabras que anunciaban el fin.

El cielo se partió en un destello violáceo y una ráfaga de viento helado recorrió el mundo. Todos, sin saber por qué, sintieron un escalofrío en el alma.

Y en ese instante, la batalla comenzó, aunque aún nadie lo sabía.

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