Un año había pasado desde aquel fatídico encuentro con el espejo. Inés, con el corazón aún herido por la transformación de Pupín, se negaba a abandonarlo. La ternura que sentía por él, pese a la oscuridad que había invadido su interior, era un lazo invisible que la unía a su querido amigo. Felicitas, siempre valiente y leal, seguía siendo la única compañía en la soledad autoimpuesta de Pupín.
Una mañana, mientras recorrían el bosque, Inés divisó a lo lejos una columna de humo que se elevaba en espiral. Con el corazón acelerado, corrió en dirección a ella, convencida de que provenía de la cabaña de Pupín. Sin pensarlo dos veces, llegó al lugar y encontró una escena de caos: la cabaña estaba envuelta en llamas, el fuego rugía ferozmente y el viento esparcía brasas al aire.
Fue Felicitas, siempre adelantada por su instinto valiente, quien se lanzó primero hacia la casa en llamas. Con pasos decididos, la perrita se internó en el edificio en combustión, dejando entrever una determinación inquebrantable. Inés, llena de angustia, siguió tras ella, temerosa de lo que pudiera encontrar.
Dentro de la cabaña, el ambiente era una pesadilla de humo espeso y escombros candentes. La situación empeoró cuando un derrumbe parcial bloqueó la salida, dificultando aún más el rescate. Entre gritos ahogados y el crepitar de la madera en llamas, Inés se adentró en el interior, su mente convulsionada por el miedo de que Pupín ya no estuviera entre vivos.
—¡Pupín! —clamó con voz rota—. ¡No me dejes sola!
La búsqueda fue desesperada. Tras avanzar entre escombros y llamas, Inés encontró a Pupín tendido en el suelo, inmóvil. Por un instante, el dolor la embargó al pensar que su querido amigo había muerto. Justo cuando el desespero amenazaba con consumirla, Pupín tosió débilmente y abrió los ojos, reavivando la esperanza en el rostro de Inés.
Mientras tanto, Felicitas, que había seguido su instinto y corría a su lado, tiraba con fuerza de la capa de Pupín, insistiendo en que debían salir de allí antes de que fuera demasiado tarde. El rescate se volvió una carrera contrarreloj, con el fuego intensificándose y un derrumbe amenazando con sepultar a los tres.
—¡Vamos, no te rindas! —exclamó Inés, aferrándose a Pupín y sintiendo el tenso tirón de Felicitas que la animaba a continuar.
Una vez que lograron salir del peligro inminente, la cabaña se derrumbó en una nube de cenizas. Justo en ese instante, el lugar donde había estado el espejo comenzó a temblar. La superficie de cristal se fracturó y, de repente, estalló en una lluvia de fragmentos que brillaban intensamente. Cada trozo centelleaba como si contuviera un universo en miniatura, esparciéndose por el aire en destellos hipnóticos. Fue una explosión de luz y sombras, donde el estruendo y el resplandor parecían gritar la victoria sobre la oscuridad.
Pero el mal no había desaparecido del todo. Desde las sombras, una presencia oscura observaba todo con resentimiento. Esa entidad, que ansiaba la perdición de Pupín, sabía que el mayor obstáculo para sus designios era Inés, cuyo amor y ternura representaban la antítesis de su oscuridad. Recordaba, con una amarga satisfacción, el sufrimiento que Inés había soportado por la muerte de Tomi, y planeaba atacar a Felicitas, la inocencia en forma de perrita, para quebrar la fuerza de Inés.
El mal gimió derrotado al ver cómo el espejo se despedazaba, pero no sin prometer regresar con un nuevo plan. La sombra se retiró lentamente, dejando tras de sí un eco de amenaza que aún resonaba en el aire.
En medio del caos y del resplandor de los fragmentos disipándose, Inés sostuvo a Pupín con lágrimas en los ojos y murmuró entre sollozos:
—Perdóname, Pupín... Lamento haberte dejado caer en esa oscuridad. Prometo no abandonar nunca la luz que llevas dentro.
Pupín, con el corazón golpeado por la experiencia y el peso de su propia oscuridad, respondió con voz temblorosa:
—Inés, gracias por no rendirte conmigo. Siento haber dejado que la sombra casi nos arrebate lo que éramos. Prometo aprender de este dolor y dejar que el amor nos guíe.
Felicitas, aliviada y orgullosa de su valentía, se acercó y lamió las manos de ambos, sellando en ese gesto silencioso la reconciliación entre ellos.
El bosque, testigo mudo de aquella lucha interna y externa, parecía suspirar en un alivio momentáneo. Aunque el misterio del espejo y el mal que habitaba en él permanecían sin resolver, el poder del amor y la amistad había logrado vencer, al menos por ahora, la oscuridad que amenazaba con consumirlos.
La aventura cerró un doloroso capítulo en sus vidas. Sin embargo, la sombra del mal juró volver, alimentada por el resentimiento de haber sido rechazada por la fuerza de la luz de Inés y la inocencia de Felicitas. Pero por el momento, el lazo que unía a Inés, Pupín y Felicitas brillaba con renovada intensidad, dispuesta a enfrentar lo que el futuro deparara.
Versión 1
Un año había pasado desde aquel fatídico encuentro con el espejo. Inés, con el corazón aún herido por la transformación de Pupín, se negaba a abandonarlo. La ternura que sentía por él, pese a la oscuridad que había invadido su interior, era un lazo invisible que la unía a su querido amigo. Felicitas, siempre valiente y leal, seguía siendo la única compañía en la soledad autoimpuesta de Pupín.
Una mañana, mientras recorrían el bosque, Inés divisó a lo lejos una columna de humo que se elevaba en espiral. Con el corazón acelerado, corrió en dirección a ella, convencida de que provenía de la cabaña de Pupín. Sin pensarlo dos veces, llegó al lugar y encontró una escena de caos: la cabaña estaba envuelta en llamas, el fuego rugía ferozmente y el viento esparcía brasas al aire.
Fue Felicitas, siempre adelantada por su instinto valiente, quien se lanzó primero hacia la casa en llamas. Con pasos decididos, la perrita se internó en el edificio en combustión, dejando entrever una determinación inquebrantable. Inés, llena de angustia, siguió tras ella, temerosa de lo que pudiera encontrar.
Dentro de la cabaña, el ambiente era una pesadilla de humo espeso y escombros candentes. La situación empeoró cuando un derrumbe parcial bloqueó la salida, dificultando aún más el rescate. Entre gritos ahogados y el crepitar de la madera en llamas, Inés se adentró en el interior, su mente convulsionada por el miedo de que Pupín ya no estuviera entre vivos.
—¡Pupín! —clamó con voz rota—. ¡No me dejes sola!
La búsqueda fue desesperada. Tras avanzar entre escombros y llamas, Inés encontró a Pupín tendido en el suelo, inmóvil. Por un instante, el dolor la embargó al pensar que su querido amigo había muerto. Justo cuando el desespero amenazaba con consumirla, Pupín tosió débilmente y abrió los ojos, reavivando la esperanza en el rostro de Inés.
Mientras tanto, Felicitas, que había seguido su instinto y corría a su lado, tiraba con fuerza de la capa de Pupín, insistiendo en que debían salir de allí antes de que fuera demasiado tarde. El rescate se volvió una carrera contrarreloj, con el fuego intensificándose y un derrumbe amenazando con sepultar a los tres.
—¡Vamos, no te rindas! —exclamó Inés, aferrándose a Pupín y sintiendo el tenso tirón de Felicitas que la animaba a continuar.
Una vez que lograron salir del peligro inminente, la cabaña se derrumbó en una nube de cenizas. Justo en ese instante, el lugar donde había estado el espejo comenzó a temblar. La superficie de cristal se fracturó y, de repente, estalló en una lluvia de fragmentos que brillaban intensamente. Cada trozo centelleaba como si contuviera un universo en miniatura, esparciéndose por el aire en destellos hipnóticos. Fue una explosión de luz y sombras, donde el estruendo y el resplandor parecían gritar la victoria sobre la oscuridad.
Pero el mal no había desaparecido del todo. Desde las sombras, una presencia oscura observaba todo con resentimiento. Esa entidad, que ansiaba la perdición de Pupín, sabía que el mayor obstáculo para sus designios era Inés, cuyo amor y ternura representaban la antítesis de su oscuridad. Recordaba, con una amarga satisfacción, el sufrimiento que Inés había soportado por la muerte de Tomi, y planeaba atacar a Felicitas, la inocencia en forma de perrita, para quebrar la fuerza de Inés.
El mal gimió derrotado al ver cómo el espejo se despedazaba, pero no sin prometer regresar con un nuevo plan. La sombra se retiró lentamente, dejando tras de sí un eco de amenaza que aún resonaba en el aire.
En medio del caos y del resplandor de los fragmentos disipándose, Inés sostuvo a Pupín con lágrimas en los ojos y murmuró entre sollozos:
—Perdóname, Pupín... Lamento haberte dejado caer en esa oscuridad. Prometo no abandonar nunca la luz que llevas dentro.
Pupín, con el corazón golpeado por la experiencia y el peso de su propia oscuridad, respondió con voz temblorosa:
—Inés, gracias por no rendirte conmigo. Siento haber dejado que la sombra casi nos arrebate lo que éramos. Prometo aprender de este dolor y dejar que el amor nos guíe.
Felicitas, aliviada y orgullosa de su valentía, se acercó y lamió las manos de ambos, sellando en ese gesto silencioso la reconciliación entre ellos.
El bosque, testigo mudo de aquella lucha interna y externa, parecía suspirar en un alivio momentáneo. Aunque el misterio del espejo y el mal que habitaba en él permanecían sin resolver, el poder del amor y la amistad había logrado vencer, al menos por ahora, la oscuridad que amenazaba con consumirlos.
La aventura cerró un doloroso capítulo en sus vidas. Sin embargo, la sombra del mal juró volver, alimentada por el resentimiento de haber sido rechazada por la fuerza de la luz de Inés y la inocencia de Felicitas. Pero por el momento, el lazo que unía a Inés, Pupín y Felicitas brillaba con renovada intensidad, dispuesta a enfrentar lo que el futuro deparara.
---
No hay comentarios.:
Publicar un comentario