Nací entre las sombras de un cielo eterno y, durante años, me alcé contra las alturas divinas. Mis oraciones eran susurros vacíos, disipados en la vastedad de un Dios distante, cuyas promesas se desvanecían como niebla bajo el sol del abandono. La fe fue mi refugio y mi cadena, pero las llaves de aquel encierro dejaron de pertenecerme. Con su manto de frío silencio, el tiempo me despojó de respuestas, de consuelo. La voz de Dios, antes un murmullo dulce, se tornó en eco lejano, en un suspiro que se apagaba dentro de mí.
Una tarde, en un rincón olvidado del mundo, cuando la tormenta de mi alma alcanzó su cúmulo más oscuro, alcé la voz al cielo. No con un grito, sino con un murmullo cargado de siglos de dolor y dudas.
—¿Por qué, Dios mío, me has abandonado? ¿Por qué esta oscuridad persiste como una plaga que me devora?
El cielo, vasta tela de incertidumbre, no respondió. Mi tormento retumbó en la nada y, en ese vacío, encontré mi decisión: me aparté de Él. Ya no quería un amor que se ofrecía como moneda de cambio, ni una salvación disfrazada de condena. Di un paso hacia lo desconocido, hacia la oscuridad que antes temía. Renuncié no solo a la creencia, sino a la necesidad de algo más allá de mí mismo.
El vacío me abrazó con brazos fríos y flexibles, como la neblina que serpentea sobre un lago en calma. No era un abismo de ausencia, sino de posibilidades infinitas. Al principio, me engulló. Flotaba en el espacio de mi propia mente, suspendido en la incertidumbre. No tenía nombre ni forma: solo era un "no ser". Y fue en ese "no ser" donde encontré algo inesperado: la libertad.
Caminé solo, perdido, pero invencible. Ya no había sombras externas que me dominaran, ni un dios que me observara desde el horizonte con promesas de castigo o redención. El vacío no era enemigo, sino aliado. Con cada paso, el mundo se desplegaba como un lienzo en blanco, esperando ser pintado por mi voluntad. No necesitaba un dios que dictara mi destino: me erguía, pequeño y gigantesco a la vez, en la vastedad de mi ser.
Y entonces, cuando la quietud pareció adueñarse de mi alma, el viento me susurró una voz:
—¿Realmente lo has logrado? ¿Realmente te has liberado?
Era la voz de Lucifer, no como una tentación grotesca, sino como una verdad desnuda, deslizándose en mi mente como una serpiente de plata. La figura ante mí, envuelta en sombras, exudaba la elegancia de lo prohibido. Había en él una quietud tensa, como si cada palabra pronunciada abriera una grieta en la realidad.
—Soy el Príncipe —dijo, con la voz de quien conoce la esencia del ser humano—. La vida no es un camino recto, sino una espiral infinita. ¡Ven! Aquí no hay más mentiras. No hay más cadenas. Te ofrezco el poder absoluto. La libertad definitiva. Ya no necesitas mirar al cielo; todo lo que buscas está dentro de ti.
Lo miré, con una calma insondable. No había miedo ni deseo, solo una curiosidad profunda. La tentación flotaba en el aire como un perfume exquisito, pero no cedí. Sabía que su verdad era solo la otra cara de la misma moneda que había arrojado al abismo.
—¿Poder? —susurré, mi voz resonando como una campana en la soledad. —Lo que ofreces no es poder. Es otra prisión, con nuevas cadenas. No quiero ser esclavo ni de Dios ni tuyo. Soy la tormenta que atraviesa el mar sin puerto, el viento que se disuelve en la nada. Soy mi propia libertad.
Lucifer se acercó, su mirada intentando perforar mi convicción.
—Crees que te has liberado, pero te has condenado a la soledad eterna. Solo los dioses caminan sin sombras. Solo yo puedo darte el verdadero poder.
Di un paso atrás, sin temor.
—No necesito poder. No eres mi soberano. No necesito tus promesas ni las de aquel que me abandonó. Soy la soledad, pero también la multitud. Soy el vacío y mi propia creación. Mi libertad no está en el poder que ofreces, sino en la quietud de mi ser. Mi poder es elegir quién soy, y hoy elijo ser yo, sin necesidad de cielos ni infiernos.
Lucifer esbozó una sonrisa amarga y se desvaneció, disipándose como la niebla al amanecer. La presencia se evaporó, y en la absoluta soledad comprendí algo esencial: la libertad no era la ausencia de Dios ni la aceptación de Lucifer. La libertad era la capacidad de mirarme a mí mismo y entender que, en el simple hecho de existir, ya era un universo entero.
En ese instante, en el silencio abrumador, vi la verdad con claridad aplastante: la libertad no es un don otorgado, ni una condición impuesta. Es la decisión consciente de ser uno mismo, de forjar el propio destino, sin depender de la voluntad de dioses o demonios. Yo era el dueño de mi ser, el creador de mi verdad.
No necesitaba más que a mí mismo para ser libre.
Yo soy mi propio Dios.
Jorge Kagiagian
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