La niebla se arrastraba entre los árboles del bosque encantado, y en su manto silente se escondían secretos tan antiguos como el tiempo. Una sensación de inquietud, casi imperceptible, recorría cada hoja y cada rama, como si el viento murmurase advertencias en lenguas olvidadas. Fue en esa atmósfera cargada de misterio cuando Inés y Felicitas emprendieron su camino, sin imaginar que el destino les tenía reservada una aventura que cambiaría sus vidas.
Aquella tarde, mientras el crepúsculo teñía el cielo de tonos melancólicos, el crujir de la hojarasca despertó en ellas una extraña sensación. Una figura emergió vagamente entre las sombras: un ser imponente y desgarbado, forjado a imagen de la tierra misma. Sus ojos, desiguales y colmados de una tristeza insondable, reflejaban la soledad de años sin consuelo. Inmediatamente, el miedo se apoderó del corazón de Inés y Felicitas, y ambas se dieron la vuelta, deseando huir de aquel monstruo que, a pesar de su fealdad, desprendía un aura de melancolía que trascendía el mero terror.
Sin embargo, en medio del fragor de la huida, un sollozo quebró el silencio, un llanto tan puro y desgarrador que pareció detener el tiempo. Felicitas, con sus delicadas orejitas erguidas, percibió esa triste melodía y, en un instinto que desbordaba ternura, se detuvo a escuchar. Inés, contagiada por aquella compasión súbita, retrocedió y, temblando, se acercó al monstruo. Con voz quedamente inquisitiva, preguntó: «¿Por qué lloras?»
El ser, encorvado sobre una roca cubierta de musgo, levantó la mirada y habló con una voz que recordaba al eco de antiguas cavernas. Confesó, entre sollozos y palabras entrecortadas, que llevaba años perdido en aquel bosque y que, en un arrebato de ira y confusión, había huido de su única compañía: su madre, a quien había herido con reproches y abandono. La revelación llenó el aire de una tristeza palpable y, en ese instante, la inquietud se transformó en un sincero deseo de redención.
Sin mediar palabra, el trío avanzó hacia lo desconocido, adentrándose en los recodos más oscuros del bosque. Mientras la tenue luz de la luna se filtraba entre las copas, Felicitas se convirtió en la guía silenciosa: su agudo sentido del olfato, casi mágico, marcaba el camino correcto, detectando la fragancia sutil de la esperanza entre la humedad de la tierra y la melancolía de las hojas caídas. Cada vez que se detenía y alzaba la cabeza, parecía señalar con precisión el sendero que los llevaría a la redención.
El camino se tornó incierto ante la presencia de un río cuyas aguas turbulentas se extendían como un abismo. Justo cuando la desesperanza amenazaba con invadir sus corazones, una melodía suave emergió de la ribera. Pequeñas hadas de etérea presencia aparecieron entre las sombras, danzando sobre la superficie del agua. Con alas que destilaban destellos de plata y jade y vestidas con ropajes forjados de la esencia del amanecer, sus voces se alzaron en un susurro coral que invocaba la magia del río: «Confiesen la verdad de vuestro ser». El monstruo, con voz temblorosa, dejó escapar un sincero clamor:
—Mamá… Perdóname, mamá. Me enojé, huyendo sin comprender la fuerza de tu amor, y desde entonces me he perdido.
Al pronunciar aquellas palabras, el río pareció reconocer la pureza de su arrepentimiento: las aguas turbulentas se aclararon, y un puente de raíces entrelazadas emergió, ofreciéndoles el paso hacia un nuevo comienzo.
Continuaron su travesía, y a cada paso el sendero se impregnaba de un misterio renovado. Bajo el manto nocturno, se encontraron con duendes risueños que, con diminutas manos chispeantes, esparcían polvos centelleantes en la penumbra. Pequeños espíritus del bosque, nacidos de la tierra misma, se alzaban en gestos sutiles, guiando sus pasos y dejando tras de sí un rastro de pétalos y hojas danzantes. Cada encuentro sembraba en el corazón del monstruo una nueva esperanza, y en el de Inés y Felicitas, la convicción de que, incluso en la oscuridad más profunda, la llama de la esperanza nunca se extingue.
Pero la noche, con su manto de estrellas, también trajo consigo un peligro inesperado. Mientras avanzaban por un claro en el que la luz lunar se colaba tímidamente entre las copas de los árboles, un aullido desgarrador irrumpió en la calma. De entre los arbustos emergió un lobo gigantesco, de pelaje oscuro como la tinta y ojos llameantes, que avanzaba con una ferocidad casi ancestral. Inés sintió cómo el terror se apoderaba de su ser, y Felicitas se quedó petrificada, pero en ese instante, el monstruo, impulsado por un renacer interior y el deseo de proteger a sus salvadoras, se interpuso entre el lobo y ellas. La lucha fue brutal; el lobo, en un arrebato de furia, hundió sus colmillos en el brazo del monstruo, dejando cicatrices que parecían gritar venganza. Con un rugido que estremeció las profundidades del bosque, el monstruo, a pesar de sus heridas, logró ahuyentar a la bestia, que se desvaneció en la oscuridad, dejando tras de sí un eco de aullidos y el aroma del peligro.
El ambiente se llenó de una tensa calma. Inés corrió hacia el herido, y Felicitas se acercó con su instinto protector, lamiendo suavemente las laceraciones, como si su ternura pudiera sellar el dolor. Con manos temblorosas y llenas de compasión, Inés recogió hojas de curamora, recordando las antiguas enseñanzas de remedios ocultos en la naturaleza, y las aplicó con esmero sobre la herida. El dolor se mezclaba con la gratitud, y en el suave murmullo del bosque, el trío encontró la fuerza para seguir adelante.
El camino los condujo, guiados por el olfato infalible de Felicitas, hasta la entrada de una cueva oculta entre enredaderas y musgo, un santuario que parecía guardar la calidez de un hogar perdido. Allí, en el umbral de la penumbra, una voz temblorosa y llena de anhelo se hizo escuchar: «¿Hijito…?» El corazón del monstruo se aceleró, y al volverse, encontró a su madre, quien, con la piel marcada por el tiempo y ojos rebosantes de emoción, lo contemplaba. Su madre, sorprendida y llena de un amor inmenso, parecía casi desbordarse de alegría al ver a su hijo tras tanto tiempo. Sus manos, aún frágiles pero resueltas, se extendieron en un abrazo que disolvía los años de separación. La reacción fue un torrente de emociones: lágrimas, sollozos y una sonrisa tenue que hablaba de perdón y de un reencuentro largamente anhelado.
Con voz entrecortada y el alma rebosante de emoción, el monstruo cayó de rodillas, pidiendo perdón:
—Mamá, perdóname por haber huido, por dejar que mi enojo me cegara.
Entre caricias y silencios llenos de significado, la madre lo abrazó con la fuerza de quien ha esperado eternamente, y en ese abrazo se fundieron el amor y el perdón, disipando los años de soledad y arrepentimiento.
Mientras el reencuentro llenaba el aire de una paz casi mística, el monstruo se volvió hacia Inés y Felicitas. Con una voz aún cargada de dolor, pero también de un renovado valor, les expresó su gratitud:
—No sé cómo agradeceros, pequeñas guardianas. Habéis iluminado mi sendero en la oscuridad y me habéis devuelto lo que creí perdido. Prometo cuidar este hogar, honrar este reencuentro y no volver a perderme en la penumbra.
Bajo la atenta mirada de la luna y entre los susurros del bosque, el trío comprendió que cada paso, cada lágrima y cada rayo de esperanza habían tejido un lazo inquebrantable. Mientras Felicitas, con su agudo olfato, seguía marcando el camino correcto, la historia de Inés, el monstruo y su madre se convirtió en una leyenda que recordaba a todos que la verdadera magia reside en la capacidad de sanar, perdonar y amar sin condiciones.
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He sustituido la repetición de “la luz siempre puede renacer” por “la llama de la esperanza nunca se extingue” para evitar redundancias. ¿Te parece bien esta versión?Aquí te presento el texto con la repetición corregida, eliminando la duplicación de la idea:
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La niebla se arrastraba entre los árboles del bosque encantado, y en su manto silente se escondían secretos tan antiguos como el tiempo. Una sensación de inquietud, casi imperceptible, recorría cada hoja y cada rama, como si el viento murmurase advertencias en lenguas olvidadas. Fue en esa atmósfera cargada de misterio cuando Inés y Felicitas emprendieron su camino, sin imaginar que el destino les tenía reservada una aventura que cambiaría sus vidas.
Aquella tarde, mientras el crepúsculo teñía el cielo de tonos melancólicos, el crujir de la hojarasca despertó en ellas una extraña sensación. Una figura emergió vagamente entre las sombras: un ser imponente y desgarbado, forjado a imagen de la tierra misma. Sus ojos, desiguales y colmados de una tristeza insondable, reflejaban la soledad de años sin consuelo. Inmediatamente, el miedo se apoderó del corazón de Inés y Felicitas, y ambas se dieron la vuelta, deseando huir de aquel monstruo que, a pesar de su fealdad, desprendía un aura de melancolía que trascendía el mero terror.
Sin embargo, en medio del fragor de la huida, un sollozo quebró el silencio, un llanto tan puro y desgarrador que pareció detener el tiempo. Felicitas, con sus delicadas orejitas erguidas, percibió esa triste melodía y, en un instinto que desbordaba ternura, se detuvo a escuchar. Inés, contagiada por aquella compasión súbita, retrocedió y, temblando, se acercó al monstruo. Con voz quedamente inquisitiva, preguntó: «¿Por qué lloras?»
El ser, encorvado sobre una roca cubierta de musgo, levantó la mirada y habló con una voz que recordaba al eco de antiguas cavernas. Confesó, entre sollozos y palabras entrecortadas, que llevaba años perdido en aquel bosque y que, en un arrebato de ira y confusión, había huido de su única compañía: su madre, a quien había herido con reproches y abandono. La revelación llenó el aire de una tristeza palpable y, en ese instante, la inquietud se transformó en un sincero deseo de redención.
Sin mediar palabra, el trío avanzó hacia lo desconocido, adentrándose en los recodos más oscuros del bosque. Mientras la tenue luz de la luna se filtraba entre las copas, Felicitas se convirtió en la guía silenciosa: su agudo sentido del olfato, casi mágico, marcaba el camino correcto, detectando la fragancia sutil de la esperanza entre la humedad de la tierra y la melancolía de las hojas caídas. Cada vez que se detenía y alzaba la cabeza, parecía señalar con precisión el sendero que los llevaría a la redención.
El camino se tornó incierto ante la presencia de un río cuyas aguas turbulentas se extendían como un abismo. Justo cuando la desesperanza amenazaba con invadir sus corazones, una melodía suave emergió de la ribera. Pequeñas hadas de etérea presencia aparecieron entre las sombras, danzando sobre la superficie del agua. Con alas que destilaban destellos de plata y jade y vestidas con ropajes forjados de la esencia del amanecer, sus voces se alzaron en un susurro coral que invocaba la magia del río: «Confiesen la verdad de vuestro ser». El monstruo, con voz temblorosa, dejó escapar un sincero clamor:
—Mamá… Perdóname, mamá. Me enojé, huyendo sin comprender la fuerza de tu amor, y desde entonces me he perdido.
Al pronunciar aquellas palabras, el río pareció reconocer la pureza de su arrepentimiento: las aguas turbulentas se aclararon, y un puente de raíces entrelazadas emergió, ofreciéndoles el paso hacia un nuevo comienzo.
Continuaron su travesía, y a cada paso el sendero se impregnaba de un misterio renovado. Bajo el manto nocturno, se encontraron con duendes risueños que, con diminutas manos chispeantes, esparcían polvos centelleantes en la penumbra. Pequeños espíritus del bosque, nacidos de la tierra misma, se alzaban en gestos sutiles, guiando sus pasos y dejando tras de sí un rastro de pétalos y hojas danzantes. Cada encuentro sembraba en el corazón del monstruo una nueva esperanza, y en el de Inés y Felicitas, la convicción de que, incluso en la oscuridad más profunda, la llama de la esperanza nunca se extingue.
Pero la noche, con su manto de estrellas, también trajo consigo un peligro inesperado. Mientras avanzaban por un claro en el que la luz lunar se colaba tímidamente entre las copas de los árboles, un aullido desgarrador irrumpió en la calma. De entre los arbustos emergió un lobo gigantesco, de pelaje oscuro como la tinta y ojos llameantes, que avanzaba con una ferocidad casi ancestral. Inés sintió cómo el terror se apoderaba de su ser, y Felicitas se quedó petrificada, pero en ese instante, el monstruo, impulsado por un renacer interior y el deseo de proteger a sus salvadoras, se interpuso entre el lobo y ellas. La lucha fue brutal; el lobo, en un arrebato de furia, hundió sus colmillos en el brazo del monstruo, dejando cicatrices que parecían gritar venganza. Con un rugido que estremeció las profundidades del bosque, el monstruo, a pesar de sus heridas, logró ahuyentar a la bestia, que se desvaneció en la oscuridad, dejando tras de sí un eco de aullidos y el aroma del peligro.
El ambiente se llenó de una tensa calma. Inés corrió hacia el herido, y Felicitas se acercó con su instinto protector, lamiendo suavemente las laceraciones, como si su ternura pudiera sellar el dolor. Con manos temblorosas y llenas de compasión, Inés recogió hojas de curamora, recordando las antiguas enseñanzas de remedios ocultos en la naturaleza, y las aplicó con esmero sobre la herida. El dolor se mezclaba con la gratitud, y en el suave murmullo del bosque, el trío encontró la fuerza para seguir adelante.
El camino los condujo, guiados por el olfato infalible de Felicitas, hasta la entrada de una cueva oculta entre enredaderas y musgo, un santuario que parecía guardar la calidez de un hogar perdido. Allí, en el umbral de la penumbra, una voz temblorosa y llena de anhelo se hizo escuchar: «¿Hijito…?» El corazón del monstruo se aceleró, y al volverse, encontró a su madre, quien, con la piel marcada por el tiempo y ojos rebosantes de emoción, lo contemplaba. Su madre, sorprendida y llena de un amor inmenso, parecía casi desbordarse de alegría al ver a su hijo tras tanto tiempo. Sus manos, aún frágiles pero resueltas, se extendieron en un abrazo que disolvía los años de separación. La reacción fue un torrente de emociones: lágrimas, sollozos y una sonrisa tenue que hablaba de perdón y de un reencuentro largamente anhelado.
Con voz entrecortada y el alma rebosante de emoción, el monstruo cayó de rodillas, pidiendo perdón:
—Mamá, perdóname por haber huido, por dejar que mi enojo me cegara.
Entre caricias y silencios llenos de significado, la madre lo abrazó con la fuerza de quien ha esperado eternamente, y en ese abrazo se fundieron el amor y el perdón, disipando los años de soledad y arrepentimiento.
Mientras el reencuentro llenaba el aire de una paz casi mística, el monstruo se volvió hacia Inés y Felicitas. Con una voz aún cargada de dolor, pero también de un renovado valor, les expresó su gratitud:
—No sé cómo agradeceros, pequeñas guardianas. Habéis iluminado mi sendero en la oscuridad y me habéis devuelto lo que creí perdido. Prometo cuidar este hogar, honrar este reencuentro y no volver a perderme en la penumbra.
Bajo la atenta mirada de la luna y entre los susurros del bosque, el trío comprendió que cada paso, cada lágrima y cada rayo de esperanza habían tejido un lazo inquebrantable. Mientras Felicitas, con su agudo olfato, seguía marcando el camino correcto, la historia de Inés, el monstruo y su madre se convirtió en una leyenda que recordaba a todos que la verdadera magia reside en la capacidad de sanar, perdonar y amar sin condiciones.
Jorge Kagiagian
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