**Bajo el Manzano, Entre Sombras y Susurros**
El viento susurraba entre las hojas del manzano, meciendo las ramas que parecían danzar al ritmo de una melodía invisible. La tarde caía lentamente, bañando el bosque en tonos dorados y suaves, mientras las sombras de los árboles se estiraban como un abrazo cálido que envolvía todo a su alrededor. Pupín e Inés estaban sentados en el suelo, bajo el refugio de las ramas bajas del árbol. Felicitas, la pequeña perrita de pelaje blanco con café con leche, dormía tranquila en los brazos de Inés, acurrucada como una bolita de ternura, sin percatarse del aire fresco que pasaba entre sus patitas.
Inés miraba al frente, donde el sol se despedía tímidamente detrás de las copas de los árboles, y sus dedos acariciaban suavemente el pelaje de Felicitas. Había algo en el silencio, una quietud profunda, que la invitaba a abrir el corazón. El susurro de las hojas le recordó algo, algo que no había querido recordar durante mucho tiempo. Algo que, aunque estaba olvidado en lo profundo de su ser, resurgió ahora, como una sombra que, al tocar la luz, se disuelve lentamente.
Pupín, sentado a su lado, observaba el rostro de Inés con atención. Sentía el peso de sus pensamientos, de sus silencios, de esas historias no contadas que a veces se esconden tras los ojos de aquellos que parecen ser tan fuertes.
Inés suspiró, como si el aire se le escapara con el mismo dolor que guardaba en su pecho.
—Pupín… —dijo con voz suave, casi un murmullo. Su mirada se perdió en la distancia, en algún lugar donde los recuerdos flotaban, tan cercanos y tan lejanos a la vez—. ¿Alguna vez te has sentido tan pequeño? Tan... desprotegido, como si el mundo fuera un lugar que no entiendes, lleno de cosas que no puedes controlar...
Pupín, que conocía la bondad en su corazón, se acercó un poco más, dejando que el silencio abrazara las palabras que aún no habían nacido. No dijo nada, pero sus ojos, llenos de comprensión, estaban ahí, en cada rincón, esperando a que Inés pudiera contar lo que llevaba tanto tiempo guardado.
Inés suspiró de nuevo, y sin poder evitarlo, una lágrima recorrió su mejilla. La levantó rápidamente, como si no quisiera mostrar su fragilidad, pero el dolor era más fuerte que su voluntad.
—Cuando era más pequeña… en la escuela del bosque… hubo una niña… que me tiró del pelo. —Las palabras salieron de su boca con la suavidad de una hoja caída, pero tan cargadas de emociones que a Pupín le costó encontrar aire por un momento. La lágrima que había querido evitar ahora se convirtió en un torrente de recuerdos. Inés apretó los dientes, intentando contener las emociones que se desbordaban de su pecho, pero no pudo evitar que otra lágrima cayera, una detrás de la otra. —No supe qué hacer. Me sentí tan… pequeña, tan débil… Tan sola. No pude defenderme. Y lloré. Lloré porque no sabía cómo… No sabía qué hacer.
El sol se escondió un poco más, dejando que la luz se volviera suave, como un halo que envolvía el momento. El bosque pareció detenerse, como si también respirara con Inés, y en ese suspiro de calma, Pupín tomó su mano, suavemente, con la ternura de alguien que no necesitaba palabras para comprender el dolor de su amiga.
La mano de Pupín era cálida, firme, llena de la fuerza que le nacía de su corazón. No dijo nada, solo sostuvo su mano y la apretó con suavidad, transmitiendo algo que no se podía explicar con palabras, algo que no necesitaba explicación.
—Inés —dijo finalmente, con la voz suave pero llena de certeza—, yo nunca te dejaré sola. No importa cuán oscuro se ponga el mundo, ni cuán grandes sean las sombras que intenten arroparnos, siempre estaré aquí para ti. Siempre seré tu fuerza cuando no encuentres la tuya, y tu refugio cuando el mundo sea demasiado grande. Nadie podrá hacerte sentir pequeña, porque para mí, siempre serás grande, más grande que cualquier miedo.
Inés lo miró, y por un momento, el bosque entero se detuvo. El viento, las hojas, las sombras, todo pareció unirse en una sola vibración, en una melodía perfecta que susurraba la promesa de Pupín. Las lágrimas cesaron, y en su lugar, nació una calma profunda.
Felicitas, que en todo momento había estado profundamente dormida en los brazos de Inés, movió ligeramente las orejas al escuchar la suavidad de las palabras. La perrita se estiró y despertó, mirando a Inés con sus ojos curiosos y sabiendo, como siempre, cuándo algo importante había sucedido.
—Verás —continuó Pupín, con una sonrisa suave que iluminaba su rostro—, la magia no siempre se encuentra en los hechizos. A veces está en los momentos en que no esperamos nada, en los gestos pequeños que nacen desde el corazón. Y en mi corazón, Inés, siempre habrá un espacio para ti, siempre estarás protegida. No importa el tamaño del miedo, ni la oscuridad que intente envolverte, porque yo estaré aquí, y la luz de tu corazón siempre me guiará.
Inés lo miró con los ojos brillando, y en ese brillo había algo más que gratitud: había paz. La paz que solo se puede sentir cuando alguien, sin pedir nada a cambio, te ofrece su corazón y te promete que no habrá nada que te haga caer en la soledad.
Pupín sonrió, una sonrisa cálida, que parecía iluminar todo el rincón del bosque donde se encontraban, y entre sus manos, la pequeña Felicitas se estiró y se acomodó mejor, acurrucándose con confianza en los brazos de Inés, como un símbolo de la paz que ahora había nacido entre ellos.
El viento volvió a susurrar entre las ramas, pero esta vez, el susurro no era un lamento. Era un canto suave, un recordatorio de que, aunque el camino fuera largo y lleno de sombras, siempre habría una mano dispuesta a guiarte, y un corazón dispuesto a protegerte.
Y allí, bajo el manzano, con el sol ya completamente oculto y las estrellas comenzando a asomarse tímidamente, Inés cerró los ojos. Sintió el peso de Felicitas, el calor de la mano de Pupín, y supo, en lo más profundo de su ser, que jamás estaría sola. Que, mientras el viento siguiera soplando y las hojas siguieran cayendo, siempre habría alguien dispuesto a abrazarla, a sostenerla, a hacerla sentir que, aunque el mundo fuera grande, su lugar en él nunca sería pequeño.
Jorge Kagiagian
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