Felicienta y el Gran Baile Perruno de Canilandia
Había una vez, en el mágico reino de Canilandia, donde los prados estaban salpicados de pequeños huesos de oro y las nubes parecían pelotas de algodón, vivía una perrita muy especial llamada Felicienta. En este reino, ¡todos los perros eran pequeñitos pero llenos de energía! Con patitas cortitas y corazones gigantes, estos caninos transformaban cada día en una verdadera fiesta.
Felicienta destacaba entre ellos: sus ojitos centelleaban con la inocencia de un atardecer y su colita se meneaba con tanta gracia que parecía contar chistes a quien la mirara. Sin embargo, su vida no había sido siempre un festival de croquetas y caricias. Vivía en una casita modesta con su malvada madrastra, doña Melina, y sus dos hermanitas, Rufina y Mía, quienes se dedicaban a hacerle la vida imposible. Entre tareas como fregar charcos de barro y recoger cada ramita caída tras sus travesuras, Felicienta soñaba con algo mejor.
Cada mañana, mientras el sol despuntaba entre los diminutos restos de un jardín encantado, la pobre perrita se despertaba con el estruendoso sonido de ladridos y lamidos (¡que a veces olvidaban hasta lavarse las patitas!) y se dirigía a cumplir con sus quehaceres. Aun así, en su corazoncito guardaba la ilusión de días llenos de aventuras y, por supuesto, de un gran baile.
Un día, la noticia más emocionante recorrió Canilandia: ¡se celebraría el Gran Baile Perruno en el Palacio de Mimos! Todos los pequeños amigos del reino se preparaban para este evento, en el que se bailarían valses, se correrían tras pelotas encantadas y se reiría hasta que las colitas no pudieran más. La invitación, entregada por un cartero canino con un hocico perfumado a galletitas, llenó de júbilo cada rincón del reino.
Mientras Rufina y Mía practicaban, con saltos torpes y patitas embarradas, sus propios pasos de baile (más parecía una carrera descontrolada de pequeños perros), a Felicienta se le había olvidado la invitación. Su malvada madrastra, doña Melina, con voz gruñona y lengua afilada, le prohibió soñar con el baile:
—¡Tú solo sirves para barrer los charcos y remojar la comida, Felicienta! No te imagines estar en el gran baile con nosotras.
La pobre Felicienta se quedó con las orejas caídas, sintiéndose aún más pequeña. Pero justo cuando la esperanza parecía marchitarse como una galletita sin leche, apareció en el jardín una figura inesperada: ¡su hada madrina, la Dulce Pomerania! Aunque en Canilandia casi todos eran de su tamaño, la Dulce Pomerania era especial, con un collar de campanillas que tintineaban a cada saltito y unos ojitos chispeantes de bondad.
—¡No llores, Felicienta! —exclamó con voz tan suave como un susurro de viento—. Hoy haré que brilles como la perrita más radiante de todo el reino.
Con un parpadeo mágico y un meneo de su cola, la hada madrina agitó su varita—que parecía un huesito encantado—y, como por arte de magia, apareció ante Felicienta un conjunto de ensueño: un collar de diamantes, más resplandeciente que cualquier pelota de tenis, y un lazo que cambiaba de color al ritmo de sus emociones. ¡Pero eso no era todo! La Dulce Pomerania transformó una vieja y polvorienta casita en una carroza reluciente, tirada por cuatro adorables cachorritos de mirada juguetona, cuyos ladridos de alegría resonaban por todo el reino.
Con un “¡Guau-guau!” de emoción, Felicienta se subió a la carroza. Vestida con un mini vestido de tul que parecía tejido de nubes esponjosas y perfumado a croquetas recién horneadas, la perrita se sentía tan ligera y feliz como si volara entre estrellas. La hada madrina le advirtió con ternura:
—Recuerda, querida, debes volver antes de la medianoche, pues la magia se desvanece y todo volverá a ser como era antes.
Llegada al Palacio de Mimos, Felicienta se encontró en un escenario de pura alegría: perros de todos los tamaños bailaban, corrían tras pelotas flotantes y las risas se esparcían como burbujas de felicidad. Entre ellos, el apuesto Príncipe Canino, un elegante ejemplar de mirada bondadosa y pelaje impecable, llamado Yavrik, quedó inmediatamente hechizado al verla. Con un ladrido galante y una reverencia digna de cuento, se acercó a Felicienta:
—¿Bailarías conmigo, dulce dama de la cola meneante?
Y así, entre giros, saltos y carreras desenfrenadas, ambos se movían como si el mundo entero fuera un parque lleno de huesos y sorpresas. Felicienta, en un momento de despiste, tropezó con una pelota y rodó por el césped, lo que desató una avalancha de carcajadas y lamidos cariñosos entre los asistentes. Desde los más pequeñitos hasta los ancianos con colitas tambaleantes, todos disfrutaban del espectáculo con regocijo.
Pero, como en toda magia, la noche debía llegar a su fin. Mientras el “reloj” del palacio—una campanilla colgada de un viejo roble—comenzaba a sonar, Felicienta recordó las palabras de su hada madrina y, con el corazón acelerado, se despidió del príncipe corriendo hacia la salida. En su prisa, dejó caer uno de sus encantadores collares, que brillaba intensamente a la luz de la luna.
El Príncipe Yavrik, decidido a encontrar a la enigmática perrita que había robado su corazón, recogió el collar y prometió buscarla por todo Canilandia. Día tras día, recorrió parques, patios y casitas diminutas, hasta que, finalmente, llegó a la humilde morada de Felicienta. Con gran emoción y un saltito de alegría, ella se presentó, y al comprobar que el collar encajaba perfectamente, el príncipe exclamó:
—¡Eres tú, Felicienta, la perrita de mis sueños!
La noticia se esparció rápidamente por todo el reino, y desde aquel día, Felicienta y el Príncipe Yavrik organizaron fiestas y carreras de pelotas en las que la risa era el ingrediente principal y las travesuras, la norma. Aunque la vida seguía trayendo sus pequeñas patitas embarradas y charcos inesperados, Canilandia se llenó de alegría, ternura y, sobre todo, de muchas carcajadas.
Y así, en un mundo donde hasta los huesos bailaban y las colitas contaban historias, Felicienta demostró que, con un poco de magia, amistad y muchísima risa, cualquier perrita—¡o canino!—puede encontrar su final feliz.
¡Viva la magia de Canilandia y que nunca falten las sonrisas en cada pequeño ladrido!
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