libro: Lo que la justicia calla

**Lo que la justicia calla**  

 **Cómo la prisión destruyó mi vida siendo inocente**  

**Autor: Jorge Kagiagian**  

 **Dedicado a Melina Rodríguez, mi flor en la adversidad**  

**Frase:** *Incluso reír en la cárcel duele.*  

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 **Lo que la justicia calla - Introducción**  

 *Todo lo que se rompe cuando alguien desaparece tras las rejas*  

Este no es un texto sobre delitos ni sentencias. Es sobre las consecuencias invisibles del encarcelamiento, sobre quienes pierden mucho más que la libertad.  

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 *La espera interminable* 

En la fila de ingreso al sector de visitas de la prisión, una mujer embarazada acaricia su vientre. Intenta no llorar, pero sus ojos arden. Su pareja fue arrestada hace seis meses, acusado de un crimen que niega haber cometido. No hay pruebas, pero tampoco libertad.  

"Es un procedimiento", le explican. "Hay que esperar".  

El abogado le pide paciencia, que el proceso es lento, que no se preocupe. Pero ¿cómo no preocuparse cuando el hijo que lleva en su vientre podría crecer sin conocer a su padre? ¿Cómo criar sola a un niño cuando cada puerta que toca se cierra ante el estigma de una familia rota?  

A su lado, una anciana sostiene una foto en las manos. Su hijo lleva dos años encerrado sin condena. Cada visita lo encuentra más delgado, con la mirada vacía. La última vez le preguntó si aún tenía esperanza. Él solo se encogió de hombros. Ella lo conoce bien: sabe que ha comenzado a rendirse.  

Recuerda el día en que se lo llevaron. La patrulla llegó al amanecer, lo sacaron en pijama, ni siquiera le dejaron despedirse de sus hijos.  

"Robo con agravantes", dijeron.  

Él gritaba que no había sido, que era un error. Pero en los papeles, su nombre quedó manchado. Su familia, marcada. Desde entonces, su esposa no consigue trabajo, sus hijos dejaron la escuela. Nadie quiere contratar a los parientes de un delincuente, aunque aún no haya sido condenado.  

Y mientras él se consume en prisión, su hogar también se desmorona. Su esposa intenta alimentar a sus hijos con lo poco que le prestan los vecinos. Los niños, antes felices, ahora callan. Ya no invitan amigos a casa. En la escuela, los miran distinto.  

*"El hijo del preso", murmuran.*  

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 *Culpable sin juicio*

En otra parte de la ciudad, alguien revisa una carta de despido.  

Cuando lo arrestaron, su jefe le aseguró que lo esperaría, que confiaba en él. Pero la confianza dura poco cuando la sospecha se instala.  

Sin juicio, sin pruebas, sin sentencia, lo declararon culpable en la oficina, en la calle, en las noticias. Su lugar lo ocupa otro ahora.  

Antes, era útil. Mantenía a su familia, pagaba impuestos, enseñaba a sus hijos el valor del esfuerzo. Ahora, es una carga. Su esposa sobrevive con trabajos eventuales, sus hijos dependen de la caridad. La sociedad, que antes se beneficiaba de su trabajo, ahora paga por su encierro.  

Y él, en la celda, se pregunta qué duele más: la injusticia o el olvido.  

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 *Cuando ayudar también es un crimen*

En otro rincón de la ciudad, un hombre mira las paredes frías de su celda. Hace tres meses ayudó a una mujer que se desmayó en la calle. La subió a su coche y la llevó a su casa. Ella murió antes de llegar. La policía lo arrestó sin pruebas.  

Las pericias finalmente determinaron que fue un infarto. Un caso cerrado en papeles, pero no en la realidad. Él sigue preso porque la justicia está de vacaciones.  

*"La feria judicial", le explican. "Hay que esperar".*  

Su familia también espera. En la cárcel, él se pregunta cuánto vale su vida comparada con un calendario.  

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 *Defenderse también es delito* 

En una tranquila vecindad, un hombre duerme cuando un ruido sordo lo despierta. En un instante, la puerta de su casa se rompe a patadas.  

Un hombre, bajo los efectos de las drogas, entra con una furia descontrolada. Lo golpea sin piedad: le rompe ambas manos al intentar defenderse, le quiebra una costilla y lo derrumba con un golpe en la cabeza con un palo.  

El dueño de la casa, sangrando y desorientado, busca algo para defenderse. Encuentra un cuchillo y, en un impulso de supervivencia, lo usa.  

Le hace heridas superficiales al atacante, lo suficiente para que huya.  

Lo que para él fue un acto de legítima defensa, para el sistema de justicia se convierte en un delito.  

El juicio es rápido y sin misericordia. Su hogar destruido, su cuerpo marcado por los golpes y su futuro arruinado por un sistema que no supo ver más allá de las circunstancias.  

Mientras tanto, su agresor queda libre, listo para volver a atacar.  

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 *El miedo y el error*  

Una mañana de otoño, un hombre de 55 años conducía de regreso a casa tras visitar a su nieta. La calle estaba tranquila, el sol apenas se asomaba entre los edificios.  

No vio a la persona que cruzaba de repente. El impacto fue mortal.  

Desorientado y aterrorizado, en un impulso de pánico, aceleró y huyó del lugar.  

No fue un acto premeditado. No fue una decisión maliciosa. Era un hombre de bien, un abuelo, un vecino, alguien que jamás habría deseado hacer daño.  

Pero en su huida, selló su destino.  

La justicia lo encontró rápidamente, y el sistema, con su implacable lógica, lo condenó como si hubiera planeado un asesinato.  

Su encarcelamiento no devuelve a la víctima, no resarce el daño, no rehabilita a nadie.  

Solo alimenta una sed de venganza que no hace justicia, que no da paz.  

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 *La culpa de estar allí* 

Un hombre llega a su casa después del trabajo. Llama a su esposa, pero no hay respuesta. Siente un escalofrío.  

La encuentra en el dormitorio, colgada del cuello.  

El mundo se detiene. Actúa por instinto: la baja con manos temblorosas, la recuesta en el suelo, intenta reanimarla.  

Minutos después, lo esposan.  

Las marcas en sus muñecas, los moretones en su cuerpo… Todo lo que hizo por salvarla ahora es usado en su contra.  

No hay pruebas de un crimen, pero tampoco de su inocencia.  

Sus dos hijos fueron llevados con sus abuelos. No le permiten llamarlos. No recibe visitas. Su nombre está en las noticias. Nadie habla de su dolor, solo de la *"duda razonable"*.  

La duda que lo encerró.  

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 *La condena invisible*  

Pero no solo es el miedo lo que define a quienes quedan atrapados en este ciclo. También está la mirada de la sociedad, que transforma la culpa de un error en una condena perpetua, más allá de las rejas.  

La venganza social no distingue entre el que cometió un crimen y el que se vio arrastrado por circunstancias fuera de su control. Y, como un fantasma, persigue no solo al acusado, sino a toda su familia, aplastando cualquier intento de redención.  

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 **Sobre: Lo que la justicia calla**  

Al poder no le importa si son inocentes o no. No se trata de la búsqueda de la verdad, sino de alimentar y justificar la maquinaria millonaria y perversa de las instituciones judiciales y penitenciarias.  

El preso paga con su vida, su familia con su dolor, y el pueblo con sus impuestos. El único ganador es el amo Estado.

Este libro es una invitación a dar una mirada profunda, más allá de los barrotes. Una crítica feroz y humanista de lo que la justicia calla, lo que esconde y niega con total descaro.  

La prisión no mata de golpe. Devora en silencio, hasta que nada queda; como un cuerpo arrojado a los lobos, el alma del preso y las de su familia es devorada lentamente por la maquinaria carcelaria. 


Jorge Kagiagian








**El Juicio**

El hombre está allí, parado en el centro del tribunal, un espectro de carne y hueso atrapado en el umbral del tiempo. Los rayos del sol se filtran por la ventana alta, alcanzando su rostro con una calidez parecida a una caricia, un calor que contrasta con la frialdad opresiva del recinto, donde la atmósfera pesa como una lápida. El juez, distante en su trono elevado, lo observa con una mirada que no vacila, pero el hombre no le devuelve la atención. Sus ojos están clavados en el cielo que apenas puede divisar tras el vidrio: un azul limpio, infinito, casi irreal. Un azul que sabe que no volverá a contemplar.

Su pecho late despacio, acompasando, segundo a segundo, los pasos que lo conducen al abismo. El aire está cargado, saturado de acusaciones falsas, de palabras no dichas, de silencios que se arremolinan como fantasmas entre los presentes. Frente a él, los rostros son máscaras: la frialdad calculada del fiscal, la curiosidad expectante de los observadores, y allí, como una herida abierta, el rostro de quien lo acusó. Esa figura, envuelta en una piedad simulada, cuyas palabras de misericordia eran agujas escondidas bajo un velo de hipocresía. Cada gesto de bondad, cada sonrisa, no era más que un disfraz tejido con hilos de traición.

Respira profundamente, como si cada inhalación fuera la última. El sol calienta su piel, pero sus pies, desnudos de esperanza, sienten el frío cortante del mármol que lo sostiene. La camisa que lleva roza su cuerpo con aspereza, como la cruel realidad que lo envuelve. Es consciente de todo, de cada detalle, porque sabe que estos momentos serán los últimos instantes de libertad.

Un murmullo de recuerdos lo golpea como una ráfaga helada: la textura de la tierra húmeda entre sus dedos, el aroma del pasto recién cortado, el susurro del viento en su rostro cada mañana. Cada imagen es un ausencia que lo desvive lentamente. No siente solo tristeza; lo que lo consume es más profundo, una mezcla de resignación e impotencia, la amarga aceptación de que la justicia no siempre es justa, de que la verdad puede ser borrada por el peso de las mentiras.

Cierra los ojos, buscando refugio, pero no hay escapatoria. Escucha el murmullo lejano de la sala, el crujir de una puerta, el vuelo de un insecto que traza círculos en el aire. Todo eso pertenece a un mundo que, en breve, dejará de ser suyo. Y entonces, como un eco inesperado, una imagen surge en su mente: el rostro de la mujer que ama. Su sonrisa, cálida y sincera, aparece entre las sombras como un breve destello en medio de su soledad. Piensa en sus manos, en el tacto suave que le ofrecía refugio, en las palabras que nunca alcanzó a decirle. Ese pensamiento lo atraviesa como un dulce dolor, un recuerdo que, aunque vencido, lo mantiene de pie.

El juez pronuncia las palabras que sellan su destino, pero para el hombre son solo ecos lejanos, meros sonidos que se desvanecen antes de llegar a sus oídos. Por fuera, se lo ve apacible… es dentro de sí, donde se libra el juicio más feroz: el de su inocencia derrotada, el de la verdad traicionada. Piensa en quien lo acusó, en ese fingido abrazo fraternal, en esa sonrisa que un día creyó sincera y que ahora se le revela como la máscara de la más amarga de las traiciones. Pero también piensa en el sol, en su calor, y en cómo seguirá brillando, indiferente a su sufrimiento.

Abre los ojos y deja que la luz lo envuelva una última vez. Es su despedida, su acto final de rebeldía: contemplar el cielo como si pudiera perpetuar su resplandor en lo más profundo de su ser, como si esa imagen bastara para iluminar las sombras que lo esperan. Y cuando la condena es dictada, el hombre no mira al juez, ni al rostro de su traidor, ni a los muros que lo encerrarán. Mira hacia arriba, hacia ese fragmento de cielo azul, como si allí pudiera hallar la verdad que aquí le ha sido negada.

Afuera, el sol aún brilla… y, en su corazón, el recuerdo de una mujer.

Jorge Kagiagian


**Mía, alma mía**


Entre muros y acero, la distancia se yergue,  

petrificada en su impaciencia, esculpida en añoranzas.  

Soy prisionero de un destino injusto,  

pero mi frente, altiva, guarda el orgullo  

y la dignidad intacta de un alma buena.  


Cada noche, tu recuerdo, como un susurro,  

besa mis labios, áridos de tu ausencia,  

y me invita al refugio de los sueños.  

Sueños que son tuyos, sueños donde eres mía.  

¿Sueñas conmigo, como yo sueño contigo?  


Un día más es un día menos.  

Vine aquí con la promesa de jamás volver.  

No temas al temblor del miedo,  

ni a la ansiedad que asedia tu pecho.  

Solo anhelo acariciar tu alma,  

y, en ese roce, sanar la herida de la mía.  


Pronto, el reloj se rendirá ante nuestra espera.  

Pronto, llegaré.  

Y, como antaño, el sueño cederá su lugar a la vigilia:  

juntos estaremos, enredados de amor,  

una vez más y para siempre.  


Porque vine aquí para no regresar jamás.  

Volveré a tu lado, para no partir nunca.  


Mientras tanto, mi amor, esta noche y todas las noches,  

te espero en la penumbra de mis anhelos,  

para que, en la inmensidad de tu recuerdo,  

me beses y me sueñes,  

como yo te beso y te sueño a ti.  


Jorge Kagiagian






**¿Por qué la lluvia me causa tanta nostalgia?**


Llueve,

y la nostalgia me invade.


¿Será, porque cada gota 

fue color,fue nube fue cielo

Y hoy... tormenta ?


Quizás

una de esas gotas, se elevó, dejando en el mar

un profundo vacío,

o surcó inadvertida

los ríos, los arroyos. 

Quizás fue angustia

en la humedad

de una almohada.


Quizá

esa gota fue una lágrima

escapando de su mirada,

una gota que entró en ella

al beber de una copa deseando olvidar.


Tal vez fue su sangre,

su cuerpo, su corazón...

Tal vez fue miedo, fue dolor,

tal vez silencio y desolación.


Quizá en una noche

de tristeza y soledad,

esa lágrima fue el amor deseando morir.

Quizá en una noche

de tristeza y soledad,

esa lágrima fue su alma.


Siento que la lluvia 

jamás se detendrá… 


Jorge Kagiagian



El tiempo se detiene


El hombre entra en la celda, el sonido metálico de la puerta cerrándose resuena como un eco lejano. Un golpe seco que deja una vibración pesada en su pecho. La luz artificial, fría y opaca, lo rodea. No hay sol aquí, solo sombras que se alargan sobre las paredes sucias. En el espacio cerrado, su cuerpo se adapta lentamente, encogiéndose, como si el aire estuviera más denso, más hostil. Se detiene en medio del pequeño cuarto, buscando el espacio entre las sombras, deseando que alguien o algo le explique cómo respirar. 


El miedo se arrastra por sus venas, como una serpiente venenosa. Pero no es el miedo del hombre que entra por primera vez en este lugar, no es el miedo de lo desconocido. Es un miedo profundo, antiguo, que se encuentra en algún rincón de su ser, más allá de las rejas. Es un miedo al olvido, a la condena silenciosa que acecha en cada rincón de su mente. La pregunta sobre Dios se disuelve en el aire, como algo que nunca llegó a ser. Algo que aún no puede comprender. A veces duda de su existencia, como duda de todo lo que le rodea, pero en algún rincón oscuro de su alma, una pequeña llama aún cree en Él. Tal vez, como cree en la justicia, aunque la justicia, como Dios, parece siempre eludirlo.  


Se deja caer sobre la cama dura, el rostro mirando el techo gris, sin estrellas. Recuerda los días antes de entrar, esos días que ya se desdibujan como viejas fotografías en su mente. Piensa en las caras de quienes lo acompañaron en su vida fuera de este lugar, en sus esposas, aquellas que lo amaron, que creyeron en él hasta el último momento. Pero ahora, en esta celda, el amor parece distante, como un murmullo que ya no puede escuchar. Todo lo que queda es un eco, el eco de lo que fue y lo que pudo ser.  


El tiempo aquí no fluye, no pasa. Se estanca, se detiene, se suspende en un espacio sin futuro, como si la realidad misma fuera una tela de araña que lo atrapa. A veces mira hacia la ventana, esperando ver algo, aunque sea un rayo de sol. Pero lo que ve es un muro gris, sucio, más sombras. Piensa en el sol que alguna vez vio, en el calor que tocaba su piel, en la libertad que nunca imaginó perder. Ahora solo queda la sensación de ser parte de algo más grande, algo que no entiende, una maquinaria que lo ha devorado sin piedad.


La pregunta sobre Dios lo sigue, pero no sabe si es un consuelo o una carga. Se debate entre la incredulidad y la necesidad de creer, entre la desesperación y una esperanza torcida. Si Dios existe, ¿dónde está ahora? ¿Por qué lo ha llevado hasta aquí, a este lugar donde los días se arrastran, donde el miedo se convierte en una sombra que lo acompaña? 


Él no tiene respuestas. No hay respuestas aquí. Solo el sonido de los pasos de los guardias, el murmullo de los demás prisioneros, las horas que pasan lentamente, como una cadena que se alarga. 


Y aún así, en alguna parte de él, sigue creyendo. Tal vez en Dios. Tal vez en algo más. Pero la celda no le ofrece respuestas, solo preguntas. Preguntas que no se pueden responder con palabras. 


El sol sigue sin brillar aquí, pero el hombre aún espera algo. No sabe qué, pero algo. Algo más allá de las sombras.


Jorge Kagiagian 


**La única esperanza**


Un hombre aguarda, solo en la vastedad,


un milagro que atraviese la niebla y el tiempo,

con la fe quebrada, como un cristal sin nombre,

suplicando a Dios que se asome, invisible, a su mirada.


Sus manos vacías, su alma llena de grietas,

no sabe cómo pedirle a la vida que regrese.

La duda lo envuelve, como un manto pesado,

pero en su pecho arde, tímida, una chispa.


"Señor," murmura al viento, "si aún me oyes,

aunque mis dudas se amontonen como montañas,

te ruego un signo, aunque fugaz,

para reconocer tu rostro entre las sombras."


La noche es un eco que se extiende,

el cielo, ajeno a su espera, se pliega sobre él.

Su aliento se pierde en la quietud,

y en sus ojos, el infinito se refleja como un espejismo.


El silencio es profundo, más denso que la oscuridad,

pero en el aire, algo comienza a palpitar.

Una presencia cálida lo envuelve,

como un abrazo callado que llega sin previo aviso.


Sabe que el milagro tal vez no se haga carne,

pero un hilo de luz atraviesa la neblina de su ser.

No es certeza lo que lo sostiene,

sino la fuerza de creer cuando todo se desmorona.


Su fe es frágil, como la rama que resiste al viento,

pero en su interior algo crece, pequeño y firme,

un eco divino que resuena en su pecho,

y aunque aún teme, sigue adelante, sin entender.



La voz del viento, suave como un canto olvidado,

le susurra al alma, en una lengua sin palabras.

No sabe si bastará, si su fe será suficiente,

pero algo en su interior se calma, aunque solo por un instante.


Jorge Kagiagian








**El Olvido de los Muros**  


En el corazón de la cárcel, donde el tiempo se mide en sombras que se alargan y se acortan con la luz tenue de un cielo distante, un hombre se sienta sobre la fría dureza de su cama de concreto. No hay palabras que rompan el silencio; sólo el eco de su respiración, como un susurro que se ahoga en la inmensidad de la soledad.  


Cada día comienza igual, con el amanecer filtrándose a través de las barras que dibujan líneas en el suelo, líneas que parecen contar los días que se amontonan unos sobre otros. Pero el hombre ya no sabe cuánto tiempo ha pasado. Los días se desvanecen como un río que fluye hacia el olvido, llevándose consigo los ecos de voces que alguna vez lo rodearon.  


Primero fue la ausencia de sus amigos. Los mismos que prometieron estar allí, los que juraron lealtad en tiempos de vino y risas. Sus nombres, que solían llenarlo de calidez, ahora son un peso en su pecho, un recordatorio de promesas quebradas. Se los imagina en el mundo exterior, alzando copas, ocupando sus espacios, abrazando una libertad que alguna vez compartieron.  


Después fue su familia. Su madre, cuyo abrazo siempre fue un refugio, ahora es un recuerdo que duele más que el acero de las rejas. La última carta que le escribió está arrugada en un rincón de la celda. Una carta breve, sin emoción, que rezuma un silencio más cruel que cualquier insulto. **"Tu padre no puede verte así. Tus hermanos están ocupados. Cuida de ti mismo."** Palabras simples, pero tan pesadas como cadenas.  


Piensa en sus hermanos, los que alguna vez corrieron con él por los campos, los que compartieron secretos al amparo de la noche. Ellos también lo han olvidado. **"Es por su bien,"** se dice a sí mismo, pero no puede ignorar la punzada de traición. Lo dejaron aquí, abandonado, como si su existencia fuera una mancha que quisieran borrar.  


Y sus cosas. Todo lo que poseía, todo lo que construyó, se ha desvanecido en manos que no son las suyas. Las fotografías que adornaban su hogar, los libros que alguna vez le llenaron el alma, incluso los pequeños recuerdos que atesoraba. Todo ahora pertenece a otros, disperso como hojas secas en el viento.  


Se pregunta si alguna vez significó algo para ellos. ¿Fue sólo un espectro que pasaba por sus vidas, una sombra que podían olvidar cuando ya no les resultaba útil? La cárcel no es el peor castigo. Es el olvido. Es la certeza de que el mundo sigue girando, indiferente a su dolor.  


A veces, cierra los ojos y trata de recordar sus rostros. Su madre, con lágrimas en los ojos; su padre, serio pero orgulloso; sus amigos, riendo en noches que parecían eternas. Pero los recuerdos se desvanecen, como un sueño al despertar. Y cuando vuelve a abrir los ojos, sólo está la celda, los muros que no hablan, y la soledad que lo envuelve como un sudario.  


El hombre piensa en la vida fuera de estas paredes. No la vida que dejó atrás, sino la que ahora existe sin él. Es un mundo donde sus amigos beben y ríen, donde su madre cocina en silencio, donde su padre se pasea por los campos, donde sus hermanos cuentan historias en las que él ya no aparece.  


No hay cartas, no hay visitas, no hay señales de que aún exista para ellos. Y sin embargo, el dolor más profundo no es su ausencia, sino la sensación de que tal vez nunca lo quisieron como él creyó.  


Se siente más solo que nunca, pero no llora. Las lágrimas no sirven aquí, donde sólo el eco las acompaña. En su interior, se forma una especie de aceptación amarga, un conocimiento cruel: la cárcel no está hecha sólo de barrotes y muros. Está hecha del olvido, del vacío que dejan quienes prometieron estar pero eligieron irse.  


Y así, el hombre permanece allí, día tras día, mirando el fragmento de cielo que la ventana le permite ver. Se aferra a ese trozo de infinito, porque es lo único que no le han robado.  


Piensa en la traición, en el abandono, en las palabras que nunca llegaron. Y aunque el dolor lo carcome, se promete algo: su alma no será otro objeto más que ellos puedan olvidar. Su soledad será su fuerza, su silencio, un grito que sólo él entenderá. Porque, al final, si no tiene a nadie más, al menos aún se tiene a sí mismo.  


Y eso, aunque tenue y frágil, será suficiente para seguir respirando.


Jorge Kagiagian 

 


**Silencio de Dios**


La mirada traidora del buen cristiano,

que predica el bien y practica el engaño,

deleita el paladar del infierno,

del buen Dante.


Oh, cristiano,

¿no temes la ira de tu Dios?

Su Hijo dirá:

“No te he conocido.

Eres tibio, vomitado...

por la luz negra y el azufre engullido.”


Tu velo nupcial y la belleza

de tus huesos amarillos

embelesan de espanto.


Dame tu beso incestuoso.

Que arda el pecado

entre los pecados.


Te abracé en el perdón,

y tus labios de fresa

susurraron muerte en mi oído.


Enredadera de espinas

que jamás dio flor,

corona de Jesús,

yace en tus malditos brazos.


Consumido en propio fuego,

cenizas negras

al vacío eterno llevará.


El silencio de Dios será tu morada.


Jorge Kagiagian



La banalidad de las cámaras


El turno comienza como siempre, con el encender de las pantallas. El sistema de cámaras se activa y la prisión se convierte, por un breve momento, en un gigantesco mural digital donde cada movimiento, cada acción, se plasma en la luz fría de los monitores. Un panorama interminable, con cuerpos arrastrándose por los pasillos, sombras que deambulan entre las celdas, ecos de gritos que se disipan al instante. Un espectáculo monótono, cuya esencia reside en la repetición. Y, en ese mismo instante, el guardia se acomoda en su silla. Nada diferente hoy. Nada nuevo. Solo más cuerpos, más carne, más sufrimiento, todo reducido a píxeles en la pantalla.


La prisión es un organismo autónomo, donde las vidas se diluyen, se disuelven en la maquinaria que las procesa y las olvida. Las cámaras no ven personas, no ven almas. Solo capturan cuerpos. La luz artificial refleja los rostros ajados de aquellos que, por sus errores, por su destino, por su falta de suerte, son ahora parte de este engranaje. Los gritos, los sollozos, las risas maníacas, todos esos sonidos desaparecen en la inmensidad del lugar, porque no tienen peso, no tienen valor. En este lugar, el único valor es el movimiento. El espacio que se llena con la pulsión de la carne en acción. Y todo eso, todo ese proceso, se convierte en una constante observada por los ojos del guardia, quien solo permanece quieto, contemplando el flujo de lo inevitable.


Hoy, en la pantalla, un hombre se arrastra por el suelo de su celda. Ha sido golpeado, parece. El color rojizo de la sangre se esparce lentamente, una mancha que crece, se diluye, se escurre en el cemento. La cámara capta cada detalle, pero no se detiene. No hay duda de lo que está sucediendo. El hombre no tiene a nadie que lo auxilie. Los demás lo ignoran, como siempre, y el guardia, sentado frente a su consola, observa con los ojos vacíos de quien ya no siente nada. La violencia no le sorprende. Ha aprendido a no ver más que una imagen, una forma. Los rostros que lo piden, que lo imploran, son solo un eco lejano que ya no alcanza a resonar en su interior.


Los pasos de los guardias se oyen de fondo. Lejanos, impasibles, como el sonido de máquinas trabajando en su rutina diaria. Nadie se detiene. Nadie pregunta si el hombre necesita ayuda. Nadie va a ofrecerle alivio. La brutalidad se convierte en parte del paisaje, se asume como una consecuencia natural de este entorno, como si la violencia fuera la razón de ser del lugar, como si los gritos y el sufrimiento fueran las señales de que el sistema está funcionando. Si no hay dolor, si no hay conflicto, algo no está bien. El orden necesita caos para perpetuarse. El sufrimiento es solo una condición necesaria, como el oxígeno para la vida.


Otro cuerpo aparece en pantalla. Esta vez, un prisionero se encuentra en su celda, dando vueltas en su delirio. Habla solo, maldice, se desgarra la piel. Pero no hay un grito audible, no hay una súplica. Solo palabras sin sentido, pérdidas en el aire. El guardia observa en silencio, esperando que el ciclo termine, que la escena llegue a su desenlace. No hay prisa, no hay urgencia. En el momento en que el hombre cae al suelo, por fin, el guardia presiona un botón, envía una señal a los demás para que vayan a intervenir. La violencia ha llegado a su límite, es hora de que alguien haga algo. No porque el guardia lo quiera, sino porque el protocolo lo requiere. Pero mientras tanto, el hombre sigue ahí, retorciéndose, desangrándose ante la indiferencia que lo rodea.


En su mente, hay una desconexión. La vida fuera de la prisión no parece existir. El guardia no piensa en los prisioneros como personas. Son solo sombras que se mueven, sombras que se cruzan sin importancia. En la distancia, en la pantalla, el sufrimiento no es más que un reflejo plano de lo que ocurre en la realidad. Aquí, en este lugar, todo parece estar programado para funcionar así. Los prisioneros no son seres humanos, son cuerpos a los que se les ha despojado de su humanidad. Los rostros que aparecen en las cámaras son simples contornos, vacíos de emoción, de historia, de vida. Los guardias, como el que observa desde su silla, los miran con indiferencia. No son personas. Son carne. Carne que se mueve, carne que sangra, carne que grita. Pero no es su responsabilidad. No están allí para intervenir en la vida de los demás, sino para mantener el orden, un orden que se mide en cuerpos y no en almas.


Mientras el guardia observa la siguiente pantalla, otra escena se despliega. Dos prisioneros se enfrentan, sus cuerpos entrelazados en una lucha furiosa. Golpes, patadas, empujones. El ruido es ensordecedor, pero el guardia no parpadea. La lucha no le interesa. No hay nada que lo conmueva. Es solo una pelea más. Se detiene cuando el tiempo lo permite, cuando la intensidad alcanza su punto máximo, y entonces la intervención es inevitable. Pero no antes. Antes, todo puede esperar. Los hombres pueden destruirse entre ellos, pueden matarse, y el guardia no moverá un dedo hasta que el sistema le ordene que lo haga.


Este ciclo continúa, interminable, en una espiral que nunca se rompe. La violencia se acumula, se acumula hasta que se convierte en parte del paisaje. Se convierte en parte de la normalidad, en la condición misma de la prisión. Los hombres no son más que trozos de carne que se oprimen unos a otros, y el guardia observa como quien mira el paso de las estaciones. No hay juicio, no hay emoción. Solo una ejecución de lo que debe ser. La intervención solo llega cuando la muerte parece inminente. Porque, en el fondo, el sistema no está diseñado para salvar vidas, sino para preservarlas en su forma más básica. La carne. El cuerpo. El dolor.


En su casa, el guardia regresa cada día a su familia, a su vida. Pero, fuera de estas paredes, no puede ver lo que sucede en las cámaras. No puede recordar. Los prisioneros son figuras vagas, abstracciones de un lugar lejano. Son sombras que se disuelven en cuanto dejan de aparecer en el monitor. La crueldad que se despliega ante sus ojos es solo un espectáculo. Un espectáculo que no tiene consecuencias, que no tiene raíz. Un espectáculo que existe porque el sistema necesita que exista, porque el sistema necesita que el mal sea algo lejano, algo distante, algo que no se cuestiona. No es un acto de violencia consciente. Es solo una parte del funcionamiento de una máquina. Y esa máquina sigue trabajando.


Es fácil, muy fácil, dejarse llevar por la rutina. Es fácil deshumanizar a aquellos que se convierten en parte de la estructura. Es fácil pensar que no son seres humanos, que no son importantes, que su sufrimiento no tiene significado. En la prisión, la vida no tiene valor. Es solo un número. Un rostro que pasa, que se olvida. Un grito que se apaga. Y en la pantalla, no hay diferencia entre el que golpea y el que es golpeado. No hay diferencia entre el que sufre y el que lo observa. Al final, todos son parte de la misma máquina.


Jorge Kagiagian


**Ecos en la Oscuridad**


El hombre está allí, suspendido en un instante que no tiene fin. Su cuerpo encorvado sobre el catre parece más una grieta en la penumbra que una presencia viva. La celda, un puñado de piedra y sombras, lo contiene como si fuera parte de ella: un objeto olvidado en un rincón donde la luz no alcanza.  


El aire está quieto, denso, cargado de un silencio que pesa tanto como el concreto bajo sus pies descalzos. Su respiración es un rumor apenas audible, una brizna de humanidad en un lugar que carece de todo lo humano.  


Cierra los ojos, no para descansar, sino para buscar dentro de sí algo que justifique seguir respirando. Pero lo que encuentra es vacío, un hueco tan vasto que parece haber devorado incluso los recuerdos. ¿Qué fue de su vida? Una sucesión de imágenes fugaces cruza su mente: una risa a medias, el calor de una mano que ya no está, un aroma de café que nunca volverá a llenar el aire. Pero todo se disuelve antes de tomar forma, como si el tiempo mismo se negara a cederle algún alivio.  


La pared contra su espalda es fría, y él se presiona contra ella, intentando sentir algo que no sea la nada que lo devora por dentro. Pero la piedra no responde. Ni el aire ni la oscuridad se inmutan. Él es solo una pieza más de ese espacio inerte.  


No recuerda cuándo empezó este instante eterno. Quizás ha estado aquí desde siempre. Quizás este lugar es él: la humedad que se filtra por las grietas es su propia desesperación, las sombras que cubren el suelo son fragmentos de su alma rota, y el eco del silencio es su grito, atrapado, rebotando sin fin entre las paredes.  


Sus manos, inertes sobre sus rodillas, son las de un hombre que ya no lucha. Pero, en lo profundo de sus dedos temblorosos, aún hay un leve temblor, como si algo resistiera, diminuto y frágil. No es esperanza. No podría llamarlo así. Es más bien un impulso primitivo, un instinto que no sabe morir, una chispa que se aferra a la vida aunque no haya motivo.  


El tiempo no existe aquí. El instante es eterno, y, sin embargo, cada segundo es un peso que aplasta. Fuera de estas paredes, el mundo sigue girando, indiferente. Pero aquí, el universo se ha reducido a esta celda, a este hombre, a este silencio.  


Él no piensa en el futuro, porque no lo hay. Ni en el pasado, porque ya no le pertenece. Solo siente el presente, un presente que lo envuelve como una marea negra. Quiere desaparecer, fundirse con la sombra, pero algo dentro de él lo mantiene en su lugar. Quizás es la certeza de que, aunque todo está perdido, aún queda el eco de lo que fue, reverberando en la oscuridad.  


Y ese eco, tenue y solitario, es lo único que lo une a la vida.  


Jorge Kagiagian


**Ay, cielo oscuro**


Ay, cielo oscuro que corona la noche invisible.

 Busco entre las grietas tu bendición.


Los lobos te veneran,

 las aves fluyen en tus ríos.

 Aquí, ráfagas,

 y yo, sin poderte ver.


Ay, cielo silencioso,

 árboles qué danzan,

 un eco oscuro y profundo se deja oír.

 Lo escucho atento,

 como si algo quisiera confesar.


Será otra noche

 que te escapas de mis ojos.


Pero un día,

 todo sucumbirá ante tu grandeza.

 Y saldré corriendo al monte más alto;

 trepando en un árbol danzante,

 llegaré a ti.


Y luego de una caricia

contigo me llevarás.


Jorge Kagiagian


**condena social **  


En el fondo de su celda, donde las sombras parecen más profundas, el hombre se queda inmóvil, sintiendo cómo su existencia se disuelve en la piedra que lo rodea. No es solo el encierro físico lo que lo oprime, sino el peso invisible de una sociedad que lo despojó de su rostro y su nombre.  


Ellos, los de afuera, lo ven como un número, una estadística que engorda el vientre de un sistema voraz. La justicia, en su túnica hipócrita, no lo redime ni lo corrige. Lo devora. Es un engranaje más en una maquinaria que lucra con su miseria, que alimenta sus bolsillos con los días que él pasa entre la inmundicia y el olvido.  


Sus pensamientos son un torbellino que no encuentra calma. Piensa en los juicios que nunca tuvieron voz, en las condenas dictadas no por pruebas, sino por prejuicios. Para ellos, los que duermen tranquilos tras sus puertas cerradas, él es culpable por existir, por habitar un lugar en la periferia del mundo, donde la pobreza se confunde con el crimen.  


La celda es más que un espacio físico; es una trampa de humanidad despojada. Cada grieta en la pared es una herida que nunca cerrará, un testimonio de todas las vidas que allí se quebraron antes que la suya. En la esquina más húmeda, donde el olor a moho se mezcla con el hedor de los cuerpos que pasan por allí como espectros, las ratas mordisquean restos que alguna vez fueron alimento. Él las observa con una extraña envidia. Ellas, al menos, son libres para moverse entre las sombras.  


Su cuerpo ya no le pertenece. Se ha vuelto un cascarón frágil, marcado por las enfermedades que proliferan como una marea imparable. La piel le arde bajo la fiebre, los pulmones le duelen con cada respiro, y los ojos, enrojecidos, apenas sostienen la luz que se filtra entre los barrotes. La burocracia es un enemigo silencioso y cruel. Una petición médica tarda semanas en ser respondida, y para entonces, ya no importa. El hombre aprende que aquí la muerte no es un evento, sino un proceso lento y metódico.  


Sin embargo, el mayor sufrimiento no está en su carne, sino en su mente. El encierro le roba la noción del tiempo, y con ella, su cordura. Hay noches en las que los muros parecen respirar, en las que el eco de pasos le habla con palabras que no comprende. Otras veces, el silencio es tan abrumador que siente que su propia voz, si intentara usarla, se perdería como un susurro en el vacío.  


Y entonces está la vergüenza, esa que lo quema por dentro más que cualquier fiebre. Vergüenza por estar allí, por ser señalado como lo que la sociedad teme y desprecia. Pero también una vergüenza más profunda, más amarga: la de saber que, aunque saliera de estos muros, el juicio seguiría. No hay redención para los caídos, solo una marca indeleble que los condena incluso después de pagar su supuesta deuda.  


El hombre se pregunta si el mundo que lo encerró alguna vez será capaz de mirar más allá de sus propias sombras. Si alguna vez entenderán que no es él, ni los otros que lo rodean, quienes realmente corrompen. La corrupción está en las manos que cuentan el dinero ganado con cada sentencia, en las bocas que proclaman justicia mientras perpetúan el ciclo de opresión.  


Pero en este lugar, esas preguntas no tienen respuestas. Solo queda el eco de sus propios pensamientos, rebotando entre los muros, resonando en su cabeza hasta volverse insoportable. Él cierra los ojos y respira, intentando aferrarse a la chispa que aún lo mantiene vivo, esa chispa que, aunque tenue, se niega a extinguirse.  


Y así, en el olvido de los muros, el hombre sigue existiendo. No viviendo, no esperando. Solo resistiendo. Porque en este infierno de ratas, enfermedades y burocracia, resistir es la única forma de conservar lo poco que queda de su humanidad.


Jorge Kagiagian 


Memorias desgastadas


Mira la foto, arrugada y antigua,  

un eco de luz que el tiempo diluye.  

Sus dedos tiemblan, recorren la piel  

de un rostro impreso en papel cruel.  



Allí está ella, eternamente intacta,  

la curva de su boca, la mirada exacta.  

El mundo podría morir en silencio,  

pero ella perdura en ese fragmento.  



La tinta, casi un susurro gastado,  

se mezcla con lágrimas de un pasado.  

Susurra al papel, “Eres mi condena,  

un fuego que arde y nunca se apena.”  



Cierra los ojos, y en la penumbra,  

ella se alza, como luna que alumbra.  

Su cabello es un río, su risa es un canto,  

y él la abraza en su sueño quebranto.  



La foto, cansada, reposa en su mano,  

un ancla, un refugio, un puente lejano.  

Y mientras el sueño le cubre la frente,  

la distancia se borra; ella está presente.  



El alba lo encuentra, perdido en la calma,  

la foto aún viva, pegada a su alma.  

Porque aunque el mundo los quiso apartar,  

en su corazón nunca dejó de estar. 


Jorge Kagiagian


Tal vez



Tal vez me pienses  

como la lluvia piensa en la tierra,  

como el río piensa en su cauce,  

o tal vez no.  


Tal vez camines por senderos de sombras  

donde mi nombre resuena en ecos,  

donde el tiempo no sabe olvidar,  

o tal vez no.  


Tal vez tus manos busquen en el aire  

la forma de mi ausencia,  

el calor que se extinguió  

entre la ceniza de un adiós,  

o tal vez no.  


Tal vez en tus noches,  

donde el insomnio dibuja memorias,  

mi voz se alce como un susurro  

que nunca se apaga,  

o tal vez no.  


Tal vez, bajo el mismo cielo,  

una estrella tiemble entre nosotros,  

una señal de aquello que fue  

y nunca será,  

o… o tal vez no.  


Pero si en tu silencio más profundo  

el amor aún respira,  

si en el abismo de tu soledad  

mi nombre brilla como un faro,  

entonces sabré que, tal vez,  

me amas como yo a ti.  


Jorge Kagiagian


**El hombre y el eco de la luz**  


Arrodillado en el centro de la celda, el hombre parece más un espectro que una figura de carne y hueso. Su rostro está inclinado hacia el suelo, pero su alma se alza hacia algo más allá de estas paredes de concreto. Sus manos, entrelazadas en una súplica silenciosa, tiemblan como hojas al viento, pero no hay viento aquí. Solo está la inmovilidad de la cárcel, una inmovilidad que lo asfixia y lo envuelve.  


El aire es denso, cargado de humedad y el olor metálico del óxido. Cada respiración que toma es un recordatorio de su encierro, de la realidad que no puede escapar. El frío del suelo se cuela por sus rodillas y recorre su cuerpo como una caricia cruel. Sus sentidos están alerta, no porque tema algo, sino porque el dolor lo mantiene consciente, lo conecta con el único mundo que le queda.  


Los muros son testigos silenciosos, cubiertos de grietas que parecen pequeñas heridas abiertas en la piedra. Él las mira, encuentra en ellas un reflejo de su propia alma: rota, fragmentada, pero aún resistiendo al paso del tiempo. La tenue luz que se filtra por la diminuta ventana alta apenas ilumina el espacio. Es una luz fría, distante, que dibuja sombras largas y pesadas sobre el suelo.  


Y sin embargo, esa luz es su única conexión con algo más grande. Él la siente como un toque divino, un rayo de esperanza que parece tan ajeno a este lugar. Su oración se eleva en silencio, palabras que no necesita pronunciar porque Dios, si está escuchando, puede oírlas en su corazón.  


—Dios mío —piensa, porque no se atreve a romper el silencio—, dame una razón para seguir aquí. Una sola.  


Sus pensamientos lo llevan lejos, más allá de la celda. Recuerda el aroma de la tierra mojada después de la lluvia, el calor del sol sobre su rostro, y el sonido de las hojas susurrando en el viento. Recuerdos tan simples, pero que ahora se sienten inalcanzables, como un sueño al que no podrá volver. Piensa en las personas que amó, en aquellos que lo traicionaron, en los momentos en que su fe titubeó.  


El sonido de una gota de agua cayendo al suelo lo trae de vuelta al presente. Es un sonido minúsculo, pero resuena como un eco en la quietud. Él lo escucha y siente una extraña paz. Esa gota, ese pequeño detalle, le recuerda que el mundo sigue existiendo, incluso aquí. Que la vida, de alguna forma, persiste.  


Cierra los ojos y siente las lágrimas deslizándose por su rostro, mezclándose con la humedad de la celda. No sabe si son de dolor, de resignación o de algo más profundo, algo que no puede nombrar. Su pecho se llena con un peso que no lo ahoga, sino que lo hace humano.  


Cuando vuelve a abrir los ojos, la luz ha cambiado ligeramente. Es un cambio casi imperceptible, pero para él significa todo. Es un recordatorio de que incluso en la inmovilidad de este lugar, el tiempo avanza. Y mientras avanza, su oración continúa, aunque sus labios permanezcan cerrados.  


No espera justicia. No espera redención. Pero en ese instante, arrodillado en el suelo frío, siente que está conectado con algo que trasciende las rejas, los muros y la oscuridad. Tal vez es Dios. Tal vez es solo el eco de su propia alma. Pero es suficiente para seguir respirando.  


En la celda, el hombre permanece inmóvil, pero dentro de él hay un movimiento constante, un vaivén entre la desesperación y una esperanza tenue, frágil, pero presente. Afuera, la luz se filtra un poco más, como si el mundo respondiera, como si lo envolviera en un abrazo que él, en su oración, apenas empieza a comprender.


Jorge Kagiagian 


De rodillas



Alabado seas, Padre eterno,

Señor Jesús, mi Rey y Salvador,

en esta oscuridad que me abraza,

en la que la injusticia me aprisiona,

donde la verdad se esconde en sombras,

y el abismo toma forma en tinieblas.


Te entrego mi corazón roto,

postrado ante tu infinita misericordia,

Tú que conoces la verdad negada,

sé mi juez, mi refugio, mi esperanza.

Aboga por mí, oh Señor santísimo.


Perdona a quienes me han condenado,

aunque sus mentiras hayan desgarrado mi ser,

porque sé que tu amor es más grande

que el mal que en el infierno arde.

Concédeme la fuerza para soportar el dolor,

y la paz para enfrentar el mañana,

sabiendo que tu justicia prevalecerá

más allá de este mundo y su pena.


Aunque prisionero, mi alma busca

la libertad que solo en ti hallo.

Lléname de tu luz, Señor,

y haz que recuerde, en este valle de lágrimas,

que no estoy solo, que Tú eres el Padre de todo,

mi guía, y siempre caminas a mi lado.


Amén.


Jorge Kagiagian


**Silencio en la Celda**


En la celda oscura,  

el tiempo no avanza.  

Se quiebran los días,  

marchita la esperanza.  


Soy un ave sin alas,  

atrapada en el abismo.  

Mi crimen:  

vivir en tierra de egoísmo.  


Las paredes murmuran,  

son jueces implacables.  

El eco de mis lágrimas,  

cadenas insondables.  


Grito mi verdad,  

nadie escucha.  

La justicia, un negocio;  

su balanza se compra.  


Mis manos, limpias,  

cargan peso ajeno.  

Mis noches, largas,  

mi corazón, pequeño.  


Un rayo de sol  

se filtra por la reja,  

pero no calienta;  

su luz se aleja.  


¿La bondad donde está?  

Aquí todo es frío,  

es hierro, es soledad.  


Mis sueños, quebrados;  

mis versos, perdidos.  

¿Es este mi destino?  

Que otros decidan  

y yo… ¿y yo muera?  


Grito mi verdad;  

cae al vacío.  

Mi voz se pierde  

en un mar sombrío.  


Mientras tanto,  

respiro, aunque cueste,  

y en mi pecho,  

el fuego adormece.  


Quizá un día el viento  

lleve mi voz,  

y la cárcel rendida  

derrumbe estas rejas.  


Hasta entonces,  

sufro, con el alma herida.  

Soy el preso inocente,  

a quien le robaron la vida.  


Jorge Kagiagian



Desfigurados


El sol se derramaba como un veneno diluido a través de las rejas de la celda. Los muros, opresivos como un abrazo muerto, no dejaban lugar a la libertad del cuerpo ni de la mente. Dentro, el tiempo se disolvía en una niebla espesa que se pegaba a las pieles de los prisioneros, como si ellos mismos se desintegraran en su propio sudor.


Él, el protagonista de este relato, evitaba el baño como quien huye de un destino conocido. Se negaba a la rutina que marcaba su cuerpo con la humedad de la limpieza. Se aislaba, pedía la soledad de la celda vacía, como si el aire pudiese purificarlo de algo más que de la mugre y la suciedad. Pero lo que realmente trataba de escapar no era la suciedad exterior, sino la podredumbre de la que la prisión le había impregnado el alma. En su solitario refugio, el silencio era su único compañero, mientras la piel de los demás hombres, húmeda por la desesperación, se frotaba contra la suya en la oscuridad. Esa desesperación los empujaba a lugares que jamás imaginaron antes de las rejas.


Las relaciones entre los internos, el sexo sin amor, sin intención más que la de aliviar un dolor más profundo que el cuerpo, se volvieron una rutina. El mismo impulso que llevó a hombres a cometer crímenes ahora los hacía cometer otros, más sutiles, más oscuros, más devastadores. La falta de mujeres no era solo una cuestión biológica, era un vacío emocional del que nadie hablaba. Pero todos lo sentían. Esas relaciones, entre quienes podían dar y recibir algo de consuelo en medio de tanto vacío, a veces no eran consentidas. Las violaciones no se hablaban, pero se tejían en las sombras. Marcas invisibles se tatuaban en las almas, y la carne se deformaba con el toque de quienes se habían perdido tanto que ya no sabían si alguna vez fueron humanos. La ironía de esa prisión es que, mientras la justicia se jactaba de castigar a quienes se habían desviado del camino, en el fondo el castigo era el que nos convertía a todos en monstruos.


Las enfermedades venéreas florecían como flores en un campo fértil de abandono. La falta de atención médica no solo era una omisión, sino una condena lenta y tortuosa. El VIH, la sífilis, la gonorrea, las heridas que nunca cicatrizan. Eran epidemias que el sistema ignoraba, mientras los hombres se desmoronaban por dentro, su carne roja y viva, marcada por un futuro incierto. La fiebre no era solo un síntoma, era una forma de desesperación.


Pero si la piel de los hombres se desgarraba por fuera, sus mentes se desintegraban por dentro. La falta de tratamiento para la salud mental era una sentencia aún más cruel. No había remedio para el caos que se desbordaba en sus cabezas, como si cada pensamiento fuera una cárcel sin salida. Los psicólogos no tenían más espacio para ellos, y si alguna vez hubo esperanza, la burocracia la devoró. Los gritos eran internos, y los que pedían ayuda eran ignorados, como si el dolor psíquico fuera solo un invento de aquellos que no sabían cómo manejar la locura de las rejas. En lugar de sanar, los prisioneros se perdían aún más, atrapados en un laberinto que no les permitía salir ni en sus propios sueños.


El ambiente era más peligroso que cualquier enemigo. El aire envenenado por la humedad, por la suciedad, por el desespero. El olor a orina, a sudor, a carne podrida, era una constante que se adhería a todo. La comida, de color gris y textura indefinida, nunca llegaba caliente, siempre traía consigo una sospecha de podredumbre. Había días en que el hambre era el menor de los males, porque el cuerpo, en su lucha por sobrevivir, se acostumbraba a todo, hasta a la mugre. La medicina era un lujo que pocos podían permitirse, y aquellos con enfermedades crónicas morían en silencio, dejando atrás solo el eco de su sufrimiento. Un dolor de muelas podía ser una sentencia de muerte. Pero no importaba, las celdas estaban tan llenas de agonía que uno más no hacía diferencia.


El tiempo, como siempre, era enemigo. Y el aburrimiento, esa condena callada que devora a los prisioneros, se llenaba de vicios. Las drogas, que los mismos guardianes vendían, circulaban como una corriente subterránea. Lo que comenzó como un escape, se convirtió en una prisión dentro de otra prisión. Alguien que entraba con el alma intacta, salía con la mente destrozada. La adicción no perdonaba a nadie, y el sistema no hacía nada para detenerla. De hecho, era cómplice.


Él, el protagonista, se refugiaba en su aislamiento, pero no era un refugio seguro. No se bañaba, no se dejaba tocar por otros, pero en su mente el contacto estaba en todas partes. La soledad de la celda era su única opción, pero los demonios seguían acompañándolo. La cárcel, al final, no estaba hecha de rejas, sino de los recuerdos y las cicatrices que nadie veía.


Y así, cada día, se perdían más vidas, no solo las de aquellos que morían físicamente, sino las de los que, poco a poco, olvidaban lo que era estar realmente vivos. En esa prisión, el verdadero crimen era haber nacido humano, y la justicia, como siempre, se volvía una máquina inerte, incapaz de comprender la profundidad de lo que había destruido.


Jorge Kagiagian



El concreto y la sangre



La tarde se arrastraba como una sombra diluida sobre el patio de concreto. El clima pesaba, sucio y caliente, como una manta que envolvía el cuerpo de todos los hombres allí, apiñados bajo el mismo sol cruel. En medio de ese espacio apretado, de esos despiadados, comenzaron los primeros murmullos. No hubo anuncio, solo el roce de palabras, ese leve roce de dientes apretados que no tardó en romperse. La violencia era una corriente que ya se percibía, como el presagio de un trueno lejano.  



Un hombre, con los ojos hundidos de rabia, lanzó las palabras como cuchillos. No importaba su significado exacto; las palabras en prisión no necesitan ser comprensibles para ser letales. Se clavan igual. Nadie entendió bien el inicio, pero todos vieron el final. El golpe de una lengua tan afilada como un cuchillo que cortó el aire. El hombre al que se dirigían no se quedó callado. Contestó con la misma furia, la misma desesperación en la garganta. Ya no importaba lo que se dijera, ni cómo se dijera. La respuesta había sido dada, y no había vuelta atrás.  



Los gritos comenzaron a ser más nítidos, más resonantes. Como una marea creciente, las voces se levantaron, se mezclaron, se entrelazaron, hasta formar un clamor que ensordeció el espacio. Los murmullos se transformaron en rugidos, en el batir de alas rotas. Cada insulto se alimentaba del anterior, cada palabra estaba cargada de veneno, de furia.  



Y entonces, en el centro de ese torbellino, uno de ellos dio el primer paso, un movimiento decidido, firme. Un palo de escoba apareció de la nada, como una extensión de su propia mano. Lo levantó y, con un grito gutural, lo estampó contra el rostro de su oponente. El golpe fue seco, implacable. Los anteojos del agredido volaron por los aires, como si nunca hubieran existido, y la sangre brotó de su rostro, salpicando el concreto en un baile macabro. **El hombre se tambaleó, pero no cayó.**  



El agresor no se detuvo. El palo de escoba, ahora un arma improvisada, se elevó de nuevo, y la madera retumbó contra la carne una vez más, luego otra vez. **Los golpes fueron furiosos**, cada latigazo estallaba cortando las entrañas mismas del hombre al que se dirigían. Golpe tras golpe, el palo crujió bajo el peso de la ira desatada, hasta que se rompió, se astilló, y la punta afilada quedó expuesta. En ese instante, el hombre que había tomado la iniciativa no mostró piedad. **La punta del palo, como un cuchillo torcido, se hundió en la carne de su enemigo.** Un grito, largo y desgarrador, rompió el aire, pero ya nada podía detener lo que se había desatado.  



El otro pabellón no iba a quedarse atrás. **Un hombre, de los que observaban desde la distancia, tomó un cubo lleno de agua hirviendo**, lo arrojó con furia, con desesperación, y el líquido escaldante cayó sobre el rostro del agresor, quemando su piel, rasgándola como si fuera papel. La agonía de esa quemadura fue el detonante final. La furia, la rabia, la violencia que se había gestado, se desató en toda su magnitud. **La batalla fue total.**  



Desde su celda, aislado de todo, él observaba a través de la ventanita de la puerta. El espectáculo de la violencia se desplegaba, tan visceral, tan crudo. **Él sabía que estaba preso, pero también sabía que no era un preso.**  



No era uno de ellos. Nunca lo había sido.  



Observaba la escena con una mezcla de horror y repulsión. Había pasado demasiados años huyendo de la violencia, negándose a ser parte de ella. **Cuando era niño, aprendió que quien golpea primero, sobrevive. Aprendió que la piel puede romperse más rápido que la voluntad, que la carne es blanda, pero el miedo es más blando aún.** Creció en un mundo donde los puños hablaban antes que las palabras. Pero un día, allí en la prisión, entendió. Comprendió que la violencia no era una defensa, sino una condena.  



Se prometió a sí mismo que nunca volvería a ser parte de ella.  



Y sin embargo, estaba aquí, viéndola de nuevo. No como un combatiente, sino como un testigo atrapado en un campo de batalla ajeno. **En la prisión, la violencia no era un error ni una elección. Era una ley natural.** Pero él, contra toda lógica, se negaba a aceptarla.  



Pero la paz, esa paz relativa, duró poco. **Los gritos que venían del patio no eran los de la lucha, sino los de la autoridad**. Los guardias irrumpieron en el espacio. El sonido de sus botas golpeando el suelo, el ruido metálico de las llaves, la vibración del aire con su presencia. **Los palos, las balas de goma, los golpes, todo comenzó de nuevo, pero ahora con un nuevo objetivo: reducir a los hombres, callar la violencia con más violencia.**  



A pesar de estar en aislamiento, el protagonista fue arrastrado hacia esa marea de violencia. **Los guardias entraron sin miramientos, sin importarles su condición.**  



**El primer golpe lo tomó por sorpresa.** No tuvo tiempo de prepararse, de tensar los músculos, de resistir el impacto. El garrote descendió con fuerza sobre su espalda, y sintió cómo la piel ardía al instante. Otro golpe, esta vez en el abdomen. **El aire se le escapó en un jadeo sordo, y el sabor metálico de la sangre llenó su boca.**  



Cayó de rodillas, con las manos en el suelo áspero. Pero los golpes continuaron. Uno de los guardias lo tomó del cabello y lo levantó a la fuerza. Sintió el aliento del hombre en su oído antes de que lo empujaran contra la pared. Un puño cerrado se estrelló contra su rostro, haciéndolo ver luces blancas en la oscuridad de sus párpados cerrados.  



**Los golpes fueron tan crueles como innecesarios.** No se defendió. No gritó. Solo esperó.  



Cuando todo terminó, se recostó en el suelo de su celda, dolorido, agotado. **El silencio había llegado, pero no era una paz, no era un descanso.** Desde fuera, escuchaba los gritos de los otros presos, las amenazas, los insultos. Las promesas de violencia, las amenazas de venganza. Cada palabra era una condena, cada sonido un recordatorio de lo que ocurría más allá de esos muros.  



Cerró los ojos, escuchando el eco de esas voces. Sabía lo que estaba sucediendo. Sabía que no podía escapar de esa realidad. **El miedo, la desesperación, el odio, todo eso lo rodeaba**, como una niebla que no se disipa.  



Y en el fondo, en lo más profundo de su ser, supo que nada iba a cambiar. **Nada podría salvarlo de la prisión, de su propio encierro, de ese monstruo que era la vida misma.**  


Jorge Kagiagian


Espejo negro





La celda era un retazo gris, un rectángulo del que no se podía escapar. Aunque el oiiºmmmmmm parecía moverse a trompicones, arrastrándose en su eterna repetición, algo dentro de él ya no podía medir la distancia entre ayer y mañana. La sensación de tiempo se disolvía en el aire espeso, pesado, como si todo fuera parte de un mismo instante que nunca terminaba. Y él, sentado contra la pared, observaba las grietas del concreto como si fueran bocas que se abren para tragárselo, para hacerle desaparecer.




Dormía, pero no era sueño. Eran breves momentos, pocos minutos que se deslizaban por entre sus dedos como agua de una fuente rota. Un parpadeo, y el mundo ya era otro. Se despertaba, o quizás soñaba que despertaba, y sentía que era un nuevo día. Pero no sabía en qué fecha vivía, si es que vivía. ¿Había pasado mucho tiempo? ¿Solo unos minutos? La oscuridad de su celda lo envolvía como una manta húmeda que absorbía sus pensamientos, devoraba su memoria. Todo se volvía borroso y nublado, y los días se desmoronaban sobre sí mismos, como las cucarachas que, al caer la noche, se multiplicaban en las paredes y caminaban en hileras, formando sombras que parecían moverse sin razón.




Cada vez que despertaba, aunque solo fuera por un instante, el mundo parecía girar un poco más lejos de él, como si fuera un espectador atrapado en la pantalla de un televisor viejo, sin control sobre la imagen que se despliega. Pero los segundos, o los minutos, o los días —ya no sabía cómo llamarlos— se estiraban y se comprimían sin lógica. Y el sonido del reloj, ese sonido que nunca escuchaba, pasaba de largo en su conciencia. 




Las horas pasaban, pero para él no existían. La celda, como su mente, no tenía medida. La mente... esa prisión invisible. Los recuerdos se deshacían en fragmentos, como papeles quemados flotando en el aire, y los fragmentos se desmoronaban en la niebla que empañaba su vista. Pensaba en las personas que conoció antes de ser esto que ahora era, pero sus rostros se desvanecían cuando intentaba aferrarse a ellos. Pensaba en su nombre, pero el sonido de la palabra le resultaba extraño, como si no le perteneciera. Había sido alguien antes de todo esto, pero ¿quién? ¿Qué había sido de él, de su vida, de sus momentos? El espejo en su mente no reflejaba más que fragmentos rotos de lo que alguna vez fue.




A veces, cuando sus ojos se cerraban por más tiempo, los muros de la celda comenzaban a expandirse y se desdibujaban en un paisaje surrealista, distorsionado. Los ruidos del pasillo se mezclaban con ecos de voces lejanas, como susurros de gente que nunca había existido. El suelo vibraba, no porque algo estuviera ocurriendo, sino porque su mente lo decía. La celda se llenaba de colores inexistentes, sombras que no pertenecían al día ni a la noche, que danzaban como fantasmas en una escena muda.




De repente, un golpe en la puerta lo arrancaba de su trance, pero ¿había estado dormido o solo pensaba que lo estaba? El sonido lo atravesaba, metálico, pesado, como el retumbar de un tambor que le hacía cosquillas en el pecho. La celda lo miraba en silencio, esperando que diera un paso, pero no lo hacía. No sabía por qué. Era como si el mundo estuviera fuera de él, o tal vez él fuera un eco que el mundo había dejado atrás. El golpe resonaba dentro de su cabeza como un eco de la nada.




El aire estaba denso, como si todo fuera un sueño suspendido. El calor de su cuerpo se evaporaba lentamente y su mente seguía atrapada entre esa niebla de incertidumbre. Las horas se repetían como ecos distorsionados. A veces sentía que pasaban días, y a veces, minutos, pero todo era igual. La prisión lo había convertido en un espacio de tiempo roto, en un ciclo sin fin, y en su mente se levantaban fantasmas: rostros de personas que se desvanecían como el vapor del agua. 




La sensación de estar atrapado dentro de una pesadilla se apoderaba de él cuando volvía a abrir los ojos. No había nada que pudiera hacer para saber qué día era, o si había días. Se despertaba con la misma sensación de vacío, como si fuera un ciclo que nunca dejaba de repetirse, como si hubiera dejado de existir el concepto de tiempo. A veces pensaba que se estaba volviendo loco, pero no podía saberlo. Si ya estaba loco, ¿qué quedaba? ¿Qué sería la locura en un lugar como este? 




La celda, su mente, el tiempo, todo se desmoronaba y se reconstruía, sin piedad, sin lógica. Las cucarachas seguían multiplicándose en las paredes, y en cada momento que él cerraba los ojos, sentía que las sombras se deslizaban a través de sus recuerdos, pero al despertar —o al soñar— ya no sabía si esos recuerdos eran suyos o de alguien más. Todo se mezclaba, se desintegraba, y lo único que permanecía era esa sensación de estar atrapado, atrapado entre la niebla, entre los ecos, entre las horas que no existían.


Jorge Kagiagian 


**La Flor en la Adversidad**


En los valles oscuros,

 el alma se quiebra;

 los días parecen fundirse en tinieblas.

 Allí estás tú, mujer de luz infinita.

 En las noches del miedo,

 erguida como un faro,

 nunca titilas.


El peso del mundo curva mi espalda,

 las palabras me ahogan y la fuerza se apaga.

 Tu voz, un murmullo, serena mi guerra;

 tu mano, mi refugio,

 me ancla a la vida, a la tierra.


Eres el puerto donde el naufragio cesa,

 la calma que sigue al rugir de la tormenta,

 la savia que nutre mis ramas caídas,

 el sol que renace tras largas heridas.

De rodillas abrazo tus pies,

 llegas a mi alma.

 Me levantas, me sanas

 con tus besos de miel.


No hay oro, ni joya que pueda igualarte;

 tu amor no se compra, no se vende.

 Los milagros tienen valor,

 pero precio no.

Eres mi escudo, mi fe renovada,

 la llama que brilla en la noche más larga.

 Eres mi vigila, mi timón,

 el sol divino,

 la estrella que sigo,

 el sendero por donde camino.


Por ti, respiro cuando falta el aire;

 por ti, resisto aunque el miedo me abrace.

 Eterna, constante, mi roca, mi aliada,

 mujer que en la sombra

 se vuelve alborada.


Eres la flor en la adversidad.


Jorge Kagiagian 


**Arco iris en la sombra**


Dios y el infierno rondan los pasillos

como sombras que se cruzan sin tregua,

su aliento es fuego que consume el alma

y su toque, agua que sana, que quema.

La mano que todo lo calma,

la misma que todo lo destruye,

sostiene en su palma el quebranto

y la esperanza perdida en los abismos.


Padre, Hijo, Espíritu

tejen entre sí el manto del misterio,

un triángulo eterno

que guarda el alma rota en sus vértices.

Los muros roban el tiempo,

cada grieta en ellos es el reflejo

de mi ser, fragmentado y huérfano

de lo que alguna vez fue entero.


La grieta de la pared se abre

y es el dolor el que entra

sin pedir permiso,

como la marea que sube

y arrastra todo lo que toca.

Es ahí, en esa fisura,

donde Dios susurra,

y no hay abandono,

sólo su presencia

que se mezcla con las ruinas

de lo que aún persiste en mí.


Y tú, mujer.

Tú, tampoco me has abandonado,

tú, con tu voz suave,

serena como el río que no sabe de impaciencia,

me acompañas en esta noche donde la luna es testigo

de mi soledad en la celda del miedo.

Hablas, y tu charla es un faro

en la tormenta de mis pensamientos perdidos,

un puente sobre el abismo que construimos juntos

con las palabras que se deshacen

como el polvo que cae de las viejas paredes.


Mujer olvidada por el mundo,

un alma errante,

una sombra que arrastra la carga

de la humildad como el viento arrastra las hojas.

Tu pobreza material

es la riqueza profunda del alma,

la que no se vende,

la que no necesita más que el silencio

para ser comprendida.


Y en este rincón de olvido

eres el arco iris que aparece

en la penumbra de mi celda,

la única luz que no arde,

la que se pinta sobre las paredes

como una promesa

que nunca se rompe.


Eres tú, mujer.


Jorge Kagiagian 


Malos pensamientos 


En la celda húmeda y sombría, donde el tiempo parecía coagularse como sangre vieja, él se encontraba atrapado, no solo tras barrotes de acero, sino también dentro de los recovecos más oscuros de su mente. Cada grieta en la pared parecía un testigo mudo de su caída, un eco de las horas que se deshacían como ceniza en sus manos. Era un preso inocente, víctima de una maquinaria ciega y despiadada, arrojado a ese abismo de sombras sin más defensa que su propia cordura.  


Pero, ¿acaso no era humano albergar pensamientos impuros? ¿No era parte de su naturaleza contemplar el abismo, aunque solo fuera para luego apartar la mirada? En su interior, el hombre sabía que la maldad no era un intruso, sino un huésped ancestral del alma. Podía sentirla caminar descalza dentro de él, susurrándole ideas terribles con la suavidad de una caricia.  


Por su mente desfilaban imágenes como espectros, ideas oscuras que lo acechaban en las noches más densas. Veía, con una claridad perturbadora, los rostros de quienes lo habían condenado, deformados por el miedo y el dolor que él imaginaba infligirles. Los veía caer, rogando por clemencia, mientras él, convertido en una figura de justicia brutal, dictaba sentencias con frialdad. En su imaginación, las manos de ellos temblaban mientras el veneno invisible recorría sus venas, o mientras el filo de un cuchillo se deslizaba lentamente sobre sus pieles.  


Pero, en esos momentos, se detenía, horrorizado por su propia capacidad de dar forma a esos pensamientos. "No soy así," se decía con voz rota, como si cada palabra fuera una ancla que lo mantenía lejos del borde. Las imágenes volvían, sin embargo, más vivas, más persistentes, como raíces de un árbol torcido que buscaban quebrarlo desde dentro.  


No podía negar que la injusticia lo había transformado, arrancándole la piel de la inocencia para vestirlo con un ropaje de ira. A veces se preguntaba si ese era el verdadero él, un hombre amargo y consumido por el rencor. Pero no, no podía ser. Lo que lo diferenciaba de los monstruos que imaginaba era su voluntad, esa pequeña chispa que aún se negaba a ceder ante la oscuridad. Sabía que actuar sobre esos pensamientos sería confirmar lo que de él habían dicho, sería darles la razón. "Si hago lo que ellos creen que soy capaz de hacer, entonces ya habrán ganado," pensaba.  


Su moral, aunque desgastada, seguía erguida como una torre en ruinas. Había sido criado con la convicción de que el mal nunca debía responderse con mal, que la venganza era un camino que solo llevaba a más destrucción. Y aunque ahora esa enseñanza le parecía una cadena más, sabía que era lo único que lo separaba de convertirse en aquello que despreciaba.  


En las noches más largas, cuando la luna apenas era un hilo de luz en el cielo, murmuraba oraciones sin dirección, como un náufrago lanzando botellas al mar. No pedía justicia ni siquiera libertad, sino algo mucho más difícil: el poder de mantenerse firme, de no ceder al monstruo que habitaba en las esquinas de su mente. "Soy humano," se repetía, "y por eso debo resistir."  


Se veía a sí mismo como un río envenenado: su superficie tranquila ocultaba corrientes oscuras que podían arrasar todo a su paso. Pero cada día luchaba por purificar esas aguas, por ser más fuerte que los pensamientos que lo visitaban como cuervos en un campo de guerra. No era la batalla de un héroe, sino la de un hombre común enfrentándose a sus propios demonios.  


Sabía que nunca empuñaría el cuchillo que su mente forjaba, ni serviría el veneno que su imaginación destilaba. No porque no pudiera, sino porque negarse a hacerlo era su forma de resistir, de recordar quién era realmente. Esa lucha, silenciosa y feroz, lo definiría más que cualquier sentencia que pudiera recibir. Porque el verdadero combate no estaba en el mundo exterior, sino en su propia alma, y él estaba decidido a no perderlo.  


Jorge Kagiagian 



Milagro de tu amor



Te necesito,  

como jamás necesité,  

como el bosque a los sueños  

para escapar del propio abismo.  


Te necesito, salva mi alma,  

dibujen tus manos en mi piel  

el mapa del imposible regreso.  


Tu caricia en mi mejilla,  

tu mirada anclada en la mí,  

tu voz, suave como brisa,  

me arrulla en noches desveladas.  


Llorar como un niño  

frente al juguete roto,  

Seas tú  

quien lo repare con un susurro.  


Estoy cansado, amor,

las horas me pesan en mis hombros,

mis pasos tropiezan en sombras antiguas.

Déjame dormir en tu pecho,

ser olvido por un instante.


Necesito olvidar el miedo,  

descansar bajo tus alas  

como ave recién nacida,  

abrigada en la ternura de tu calor.  


Eres el amor,  

la esperanza hecha mujer.  

Acepta a este hombre derrotado,  

que ruega por tu milagro,  

milagro de amor,

milagro de perdón.  


Escucho en el viento tu voz 

“Agarra mi mano,  

estamos juntos.  

Lo peor ya pasó”,  

y en tu abrazo  

comienza la eternidad.  


Jorge Kagiagian


Ella



Ella camina por la casa como un alma extraviada, atrapada en un laberinto sin paredes. Sus manos, temblorosas, recorren las marcas de la mesa, los surcos en la madera como cicatrices abiertas. La soledad se desliza por el suelo como una serpiente, envolviendo sus tobillos, subiendo por sus piernas hasta morderle el pecho, donde late un corazón que apenas recuerda por qué.


Él está lejos, pero su ausencia no es un vacío; es una presencia pesada, un fantasma que respira desde detrás de los barrotes. Cada noche, ella cierra los ojos y lo ve allí: un hombre hecho de sombras, sentado en una celda que huele a metal y desesperanza. En sus sueños, él no habla, pero sus ojos gritan.


El reloj, ese verdugo sordo, sigue avanzando. Las horas son cuchillas que cortan la piel del día, y ella sangra silencios. A veces, se sienta frente a la ventana y escribe cartas que nunca enviará. En ellas, las palabras se enredan como hilos de un tapiz roto: "Te extraño", "Te espero", "No sé cómo seguir sin ti".


El mundo fuera de la casa sigue girando, indiferente. Los pájaros cantan, los vecinos ríen, los días se suceden con la monotonía de una maquinaria perfecta. Pero dentro de ella, el tiempo es un estanque estancado. Porque el amor, en su país, siempre ha sido un privilegio para los libres. Los presos no tienen derecho a la ternura, y quienes los aman son condenados en silencio, señalados con miradas de juicio y palabras venenosas.


A menudo, se pregunta si él la siente. Si su dolor, como una onda en el aire, llega hasta la prisión donde él vive encadenado. ¿Podrá escuchar su llanto en las noches más calladas? ¿Podrá saber que cada latido de su corazón lleva el peso de ambos?


Una mañana, se atreve a visitarlo. La sala de visitas es un lugar extraño, frío, donde las miradas de otros condenados se mezclan con las de las mujeres que los esperan. Allí, los guardias no ven seres humanos, solo números y sospechas. Cuando finalmente lo ve, un nudo de fuego se forma en su garganta. Él está allí, pero no está. Sus ojos, aunque vivos, están vacíos.


Se hablan con palabras que no dicen nada. Sus manos, separadas por un vidrio, se buscan sin encontrarse. Ella quiere decirle que lo ama, que lo necesita, que lo espera... pero no lo hace. En su lugar, solo lo mira, intentando memorizar cada línea de su rostro.


Cuando regresa a casa, algo dentro de ella ha cambiado. Su amor sigue siendo una prisión, pero ahora comprende que la libertad no llegará. El sistema nunca pensó en ellos: ni en los que quedan dentro, ni en los que esperan fuera, atrapados en una red de leyes y prejuicios que no entienden de amor ni de humanidad.


A pesar de todo, decide quedarse. Porque, en su sufrimiento, ha encontrado la única verdad que importa: no hay cadenas más fuertes que las que ella misma eligió llevar. Pero mientras espera, se pregunta si alguna vez alguien romperá esas cadenas para otros. Si alguna vez amar será tan libre como respirar.


Jorge Kagiagian


**Día tras día**


Cada día mi cuerpo se levanta por la mañana; el resto de mí queda hundido, clavado, atascado en esa misma cama. Pesan los años, no parecen demasiados pero están tan cargados de ti, tan vacíos de ti.


Siendo honesto, intento no pensar pero como en un mal sueño la sombra de tu recuerdo me aplasta.

Amanezco abrazado a una almohada que sonríe estúpida. Tu desayuno se enfría como cenizas. Mirando por la ventana, la tarde parece jamás terminar. La noche me encuentra mirando ciego a una pared descascarada.


No quisiera que lo que fui viera en lo que me he convertido.


Jorge Kagiagian


 **Hombres devorados y escupidos**  


No había amanecer en aquella celda. Solo una penumbra pegajosa que se aferraba a las cosas como un musgo invisible. La luz artificial colgaba del techo, perpetua, sin parpadear jamás. Era una burla a los ciclos de la vida, una lámpara sin paz que negaba el descanso.  


Él nunca dormía profundamente. El sueño era un privilegio de los que aún poseían certezas. A su alrededor, el concreto se apretaba como una mandíbula, el metal oxidado transpiraba en la humedad, las voces detrás de los muros estallaban y se apagaban como fuegos moribundos. Allí dentro, cada uno se deshacía a su manera. Algunos gritaban hasta perder la forma humana, otros se acurrucaban en los rincones, dejándose consumir poco a poco, como velas olvidadas.  


Pero él no era como ellos. Él no pertenecía a ese mundo de condenados por sus propias manos. Su único crimen había sido confiar en las personas equivocadas, rodeado de oídos sordos y sentencias escritas antes del juicio. No importaban los argumentos, las pruebas, la verdad. No importaba su voz, porque las jaulas no se abren con palabras.  


Los muros aquí no solo encerraban cuerpos; también suprimían nombres, historias, memorias, vidas. Allí dentro no había ciudadanos, solo espectros. El sistema lo sabía: hacer que un hombre olvide quién es equivale a matarlo sin derramar sangre.  


Los guardias no eran más que extensiones de la maquinaria, piezas intercambiables que vestían uniformes sin rostro. No necesitaban fuerza bruta para quebrantar a un prisionero: el abandono era suficiente. Pero dentro de esas paredes, el contacto nunca era un gesto humano. Era un puño en la oscuridad, un filo entre las costillas, un golpe seco que no dejaba moretón pero sí una herida que nunca cicatrizaba. Allí, cada sombra podía volverse un verdugo. Cada mirada demasiado larga era una amenaza. Cada noche traía un miedo nuevo, un peligro sin rostro. Él dormía poco y, cuando lo hacía, el sueño era un temblor, un sobresalto, un eco de algo que aún no ocurría pero que él sabía que vendría.  


El mundo avanzaba sin él. Allá afuera, los edificios seguían creciendo, las avenidas se llenaban de pasos nuevos, los niños aprendían palabras que él nunca escucharía. Los años lo cubrían como capas de polvo, acumulándose sobre su piel, sobre su voz, sobre todo lo que había sido antes de ser reducido a un número.  


A veces se preguntaba si afuera la ciudad aún seguía latiendo más allá de esas paredes. O si, en verdad, solo quedaban prisiones más grandes disfrazadas de libertad. No existen los derechos, sino beneficios que el amo estado puede quitarlos sin tener que justificar nada.


Y entonces llegaba la idea. Siempre regresaba, a veces como un susurro tibio, a veces como un golpe en la cabeza. La posibilidad del fin. El corte de la historia. Había días en los que la imaginaba con minuciosidad, como un arquitecto obsesivo diseñando su última obra. Pensaba en el peso de su cuerpo suspendido en la nada, en la fragilidad del cuello, en la presión exacta de la cuerda que lo separaría del sufrimiento. Lo veía todo con una claridad que asustaba, como si ya lo hubiera hecho antes y ahora solo estuviera recordándolo.  


Otras veces, el deseo llegaba sin forma, sin método, sin cálculo. Solo la sensación de que debía acabar, de que cualquier cosa sería mejor que seguir en esa condena que no terminaba. Se preguntaba si la muerte tenía color, si dolería menos que la vida, si era cierto que después de ella no había nada. Y si así fuera, ¿qué importaba?  


El pensamiento no le asustaba. Lo que lo aterraba era que la idea de seguir con vida ya no le producía ni rabia ni desesperación. Solo hastío. Una fatiga profunda que se arrastraba por sus huesos y se asentaba en su estómago como una piedra. La cárcel le estaba robado hasta el instinto de luchar. No quería justicia, no quería redención. Solo quería dejar de existir dentro de esas paredes que lo tragaban todo.  


Pero incluso en ese pensamiento se hallaba otra trampa: la cárcel le había robado tanto que ni siquiera podía elegir cómo dejar de existir. El sistema lo quería así, suspendido en una condena sin justicia, en un encierro que trascendía los barrotes.  


Los que nunca han pisado estos muros creen en la cárcel como una purga, una deuda saldada. Pero la prisión no rehabilita, no educa, no corrige. La prisión devora, traga hombres y los escupe deformes, mutilados en lo invisible. Afuera, nadie quiere verlos. Dentro, ya no tienen rostros.  


Él, en su rincón, no podía hacer más que continuar desvaneciéndose, con la única certeza de que allá afuera, en algún lugar, el mundo seguía avanzando sin girar la cabeza hacia los que habían sido olvidados.


Jorge Kagiagian 



**Jinete Maldito**


En los confines sombríos del azar funesto,

aprisionado en el ruego del avieso conjuro,

impávido castigo, yugo opresor,

azota como jinete maldito.


Todas las noches son la misma;

ilusión tramposa de un espejo macabro.

Sirviendo al demonio maldito de carne propia.


Un eterno olvido embriaga ausencias,

lucen frívolas naderías,

desorientada existencia,

colmada de nadas, rebosando vacíos.


Cual cadáver desangrado, arrastro cruces como pasos,

sin vida ni destino en sendero mortuorio.

Desde abismo hondo, alzo lacerados ojos,

al firmamento lejano, más glorioso y notorio.


Carcajadas infernales acosan mi cordura,

regocijadas en sufrimientos sin tregua.

El compás de tumba no hace más que aumentar,

seres malditos y yertos, compañía sin ruego.


Dolor perpetuo, implacable, eterno,

en ciclo vicioso de ajena redención.

En cada tumba yace dolor,

malditas criaturas compañía de pena.


¡Irrompible hechizo opresor,

carga que al ser corroe!

Mas, atrapado en danza de horror,

donde vida y muerte se entrelazan amantes.


La sombra helada susurra malditos estertores

y el pesimismo seductor

engaña los venideros.


Cada verso futuro, eco de abismos descarnados,

reflejo oscuro, sin piedad,

a tajos me devora.


Cuando el cielo de la noche descansa, la oscuridad simula tregua,

Un brillo resplandece como alivio sanador,

más, en la sombra,

el perverso jinete prepara un azote traidor.


Disfrazado, regresará sonriente,

ocultando la fusta y las espuelas agudas.

En su rostro,

la astucia paciente de un ser maldito.


Así, errante en propio laberinto,

marchitando tiempo en lamentos sempiternos.

En tumba abierta, me sumerjo

en la dantesca negrura de soles muertos y callados.


En oscuridad, condena,

obra maldita de manos propias.

Mi cuerpo devasto, cobijando demonios,

como cadáver andante,

sin alma, sin descanso.


Jorge Kagiagian




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#**No sabía leer, pero firmó**



Mientras él observaba los pasillos interiores de la prisión desde la ventana del patio, vio a un compañero del pabellón conversando con un hombre de saco y corbata. Este le entregó una carpeta llena de papeles, la abrió y sacó una hoja.



Nadie le explicó lo que decía. Alguien le señaló un espacio al final de la hoja y él hizo un garabato, una marca cualquiera. Como cuando en la escuela le pedían que copiara palabras que no entendía. Solo que esta vez no había maestra, ni recreo, ni final de clases.



Había llegado a la cárcel sin entender cómo. El abogado de oficio había hablado rápido, con palabras que rebotaban sin sentido en su cabeza. Algo sobre proceso abreviado, sobre admisión de culpa, sobre evitar una condena mayor. "Es lo mejor para ti", le dijeron. ¿Cómo saber si era cierto? Nadie se molestó en explicarle.



Lo llevaron a un pabellón donde le dieron un colchón y un número. No hizo preguntas. Vio a otros como él: chicos flacos, callados, con la misma mirada perdida. Algunos apenas sabían deletrear su nombre, otros no sabían ni qué día era. Un guardia dejó una bandeja con comida en la celda. Nadie le pidió que firmara nada esta vez.



Con el tiempo, entendió que ahí nadie necesitaba papeles. Afuera todo requería un formulario, un trámite, un requisito. Para un trabajo, para un documento, para un hospital. Siempre había algo que completar, algo que demostrar. Pero en la cárcel no.



En la cárcel no hacía falta saber leer ni escribir. No hacía falta entender.



Para cualquier trabajo te piden estudios, experiencia, referencias. Para entrar a la cárcel, no hace falta nada. No hay requisitos, no hay filtros. La cárcel siempre tiene las puertas abiertas para recibir a los que el mundo dejó afuera.



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Afuera, los papeles no significan nada para ellos. A los jóvenes que llegan no solo les pesa la condena; cargan con un peso invisible, más pesado que el concreto de las celdas. Muchos nunca aprendieron a leer, y los papeles que les entregan son solo figuras extrañas en blanco y negro, como una maraña de letras que no entienden. Les piden firmar, pero no saben si están firmando su destino o el de alguien más. El miedo no es solo al castigo, sino a la palabra misma, a esa que nunca pudieron entender.



Él seguía observando la escena. En sus ojos, las letras no son un obstáculo. Él sabe leer, y sabe lo que significan esas palabras. Sin embargo, al ver la confusión de los demás, no puede evitar pensar que, para ellos, la lectura es una barrera más que añadir a una vida ya llena de muros invisibles.



Al día siguiente, una situación similar ocurrió.



—¿Qué dice aquí? —pregunta un joven, sosteniendo una hoja arrugada que alguien le ha puesto en la mano.



El otro, que sí sabe leer, repasa los párrafos. Algunas palabras le resultan confusas, pero intenta descifrarlas.



—Dice que aceptas la acusación y que no vas a pedir juicio.



—¿Y eso qué significa?



—Que ya está, que te quedas.



El joven asiente con la cabeza. No discute. No pregunta más. Toma el bolígrafo y traza su nombre con torpeza. Firma sin entender que acaba de declararse culpable de algo que ni siquiera sabe explicar.



Hay muchos como él; muchísimos más de lo que uno podría imaginarse. Chicos que nacieron en la intemperie, donde la escuela era un edificio ajeno y los libros eran cosas de otros. Nunca tuvieron nada que firmar antes de llegar aquí. Ningún contrato, ningún registro. Sus huellas dactilares son lo único que les pertenece en ese mundo de trámites que no comprenden.



Afuera, la vida nunca les dio certezas. Nunca supieron lo que era tener algo seguro. No había un hogar al que volver, ni un trabajo que los esperara con una oportunidad. La calle los crió como pudo, con sus propias reglas, con su propio idioma. La ley siempre fue algo lejano, algo que solo aparecía en la forma de uniformes y órdenes que nadie se molestaba en explicarles.



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—Lo peor es que fuera de aquí, no tenemos a nadie. La calle no tiene piedad. No hay trabajo, no hay oportunidades. Solo lo que uno puede robar, lo que uno puede agarrar. Si no hay salida, mejor estar dentro. Al menos aquí, uno sabe que tiene comida, aunque sea la peor.



Él observó cómo las palabras del chico no eran solo un lamento. Eran una especie de resignación, la aceptación de que no había otro camino que el que el sistema les había marcado. Pero había algo más, algo mucho más doloroso: la ignorancia. No sabían cómo leer, no comprendían el peso de las acusaciones que firmaban, y mucho menos entendían que la mayoría de ellos podrían haber evitado todo esto si hubieran tenido una educación mínima.



Cuando se alejó de ellos, no pudo evitar preguntarse cuántos más como ese joven había conocido, cuántos de esos chicos saldrían para encontrarse con la misma desolación, con el mismo vacío. Y cuántos más seguirían entrando en un ciclo sin fin, sin poder escapar de la cárcel, que para muchos no es solo un castigo, sino también un refugio.



Porque al final, la cárcel no necesita requisitos. Cualquiera es bienvenido con los brazos abiertos. 





Jorge Kagiagian




La Bestia en el Espejo



Las paredes sudaban silencio, un silencio denso que reptaba entre los barrotes como un humo invisible, cargado del aroma metálico del óxido y del agrio sudor del encierro. El aire era espeso, saturado de resentimientos que no necesitaban palabras para clavarse en la piel. Cada paso resonaba en el concreto como el eco de una amenaza, cada crujido era un recordatorio de la fragilidad de los límites entre la calma y el caos.


Él había aprendido a caminar despacio, como si el ruido de sus propios pies pudiera desatar la tormenta que siempre pendía en aquel lugar. Sus valores, frágiles como un hilo de oro bajo presión, eran su escudo: la dignidad que se negaba a corromperse, la resistencia al odio que consumía a los demás, la certeza de que incluso allí, en el corazón del abismo, había una forma de no perderse a sí mismo.


Su motivación era un recuerdo. No de un lugar, ni de una persona específica, sino de un sentimiento: la libertad de un tiempo anterior al encierro, cuando la vida tenía espacio para respirar. Era ese deseo de regresar, aunque fuera solo en su mente, lo que lo mantenía aferrado a la calma. No era debilidad, era un acto de resistencia, una forma de demostrar que la prisión no podía arrebatarle todo.


Pero las prisiones no toleran la neutralidad. La ira colectiva buscaba grietas donde colarse, y él, con su mirada baja y su andar cuidadoso, parecía un blanco perfecto. El primer golpe llegó sin aviso, un estallido seco que le atravesó el costado como una descarga eléctrica.


Sintió cómo su cuerpo se estremecía, un instinto ancestral que lo empujaba a reaccionar. El olor ferroso de la sangre se mezcló con el del hierro de las rejas, mientras un sudor frío le cubría la frente. Su corazón tamborileaba en su pecho como si quisiera escapar, y un calor abrasador se alzó desde su estómago, luchando contra la calma que intentaba mantener.


Su primer movimiento fue titubeante, casi una súplica silenciosa de que aquello terminara. Pero el siguiente golpe, y el siguiente, no le dejaron opción. Sus manos, temblorosas, se alzaron en defensa, y cada acción suya era un grito silencioso: No quiero esto. No quiero ser como ellos.


El ruido del choque, de los cuerpos enfrentándose, era ensordecedor, una cacofonía que llenaba cada rincón. Sus músculos ardían, sus piernas temblaban, pero lo que más dolía era la certeza de que, al final, no importaba cuánto intentara huir del conflicto; este siempre lo alcanzaría.


Cuando todo terminó, el silencio regresó con la misma brutalidad con que la violencia había comenzado. Se quedó en el suelo frío, respirando con dificultad, sintiendo el temblor en sus extremidades. La sangre goteaba de su labio, mezclándose con el polvo del concreto. Cerró los ojos y dejó que los otros ecos se apagasen, buscando en su mente aquel lugar de tranquilidad que lo mantenía vivo.



Sabía que la lucha no era solo contra los otros, sino contra el entorno que transformaba a las personas en reflejos deformados de sí mismas. La prisión era un espejo cruel que devolvía una imagen grotesca, y su batalla más feroz era no permitir que esa imagen se convirtiera en su verdad.


Jorge Kagiagian 



Un día más

La celda era un espacio sin tiempo. Un rectángulo de cemento donde los días se apilaban unos sobre otros sin dejar huella. En ese rincón olvidado, la mente era un enemigo silencioso, un carcelero más cruel que los muros y las rejas.


Nadie hablaba de la depresión en la prisión. No porque no existiera, sino porque era parte del aire, de la comida, del agua fría con la que los reclusos se lavaban la cara cada mañana. Era una enfermedad sin diagnóstico, sin tratamiento, sin cura. Aquí dentro, la tristeza no era una condición, sino el estado natural de las cosas.


No había psicólogos. No había psiquiatras. Si alguien se desplomaba en un rincón, si dejaba de comer, de hablar, de moverse, simplemente se convertía en parte del paisaje. La locura era la única escapatoria que no necesitaba de un permiso oficial.


Él lo sabía. Lo había visto. Había visto ojos apagarse, cuerpos ceder, voces desvanecerse en murmullos sin respuesta. Y ahora, sentado en su catre, con la espalda apoyada contra la pared áspera y fría, sentía que le llegaba el turno.


En su mano sostenía una hoja de papel arrugada. Sus dedos la apretaban con la misma desesperación con la que se aferra un náufrago a una tabla de madera. Había escrito cada palabra con el pulso tembloroso de quien se despide.


Dobló la carta y la leyó en voz baja, como si necesitara convencerse de que era real.


Carta sin destinatario


No sé qué día es. No importa. Aquí dentro, el tiempo dejó de existir hace mucho. Lo único que avanza son las arrugas en mi cara, la flacidez en mis manos, el dolor en los huesos. Pero el mundo, ese que dejé atrás cuando crucé estas puertas, sigue girando sin mí. Afuera, la gente se levanta, trabaja, se enamora, tiene hijos, pelea, ríe, se reconcilia, vuelve a casa. Y yo sigo aquí.


Me pregunto si alguien todavía me recuerda. Si mi nombre se pronuncia en alguna conversación casual o si quedó enterrado en el olvido, como una fotografía descolorida en una caja de recuerdos que nadie se atreve a abrir. No culpo a nadie. Es más fácil olvidar que mirar hacia este agujero donde me consumo lentamente.


Aquí la tristeza no es una excepción. Es el pan de cada día. Nadie se preocupa si dejas de hablar, si pasas horas mirando la pared, si empiezas a envejecer más rápido de lo que deberías. La cabeza se convierte en un laberinto sin salida. Y cuando el silencio se hace insoportable, algunos eligen la única puerta que queda abierta.


Yo también la he considerado. He pensado en cómo hacerlo. En si dolerá. En cuánto tiempo tomará antes de que todo se apague y, por fin, descanse. En qué pasará después. Si hay algo después. No quiero despertar en otro infierno. No quiero despertar en absoluto.


He ensayado las palabras. He tratado de explicar lo que siento. Pero no hay forma de traducir en tinta el peso de este vacío. Lo único que sé es que ya no quiero seguir contando los días. Ya no quiero seguir existiendo en un mundo que me ha olvidado.


Y sin embargo…


Aquí estoy. Escribiendo. Respirando.


Tal vez es por miedo. Tal vez es por costumbre. O tal vez es porque, aunque duela admitirlo, aunque me consuma la angustia y el vacío, todavía hay un resquicio de esperanza aferrado a mi piel como una cicatriz que se niega a desaparecer.


Porque, aunque el mundo siga sin mí, aunque la vida me haya escupido y dejado a un lado como un desperdicio, en algún rincón de su mente, ella todavía me recuerda.


Y si ella me recuerda… si todavía existo en algún rincón de su corazón, aunque sea como un fantasma, entonces puedo soportar un día más.


Solo un día más.


Cuando terminó de leer, el silencio de la celda se sintió más denso. No había sonido más que su propia respiración, entrecortada y áspera.


Doblando la carta con cuidado, la deslizó bajo el colchón. No estaba seguro de por qué lo hacía. Tal vez porque parte de él aún esperaba que alguien la encontrara algún día.


Se recostó despacio, mirando el techo.


Mañana, todo seguiría igual. Las rejas seguirían allí. La comida seguiría siendo incomible. Los gritos seguirían resonando en los pasillos.


Pero él estaría ahí para verlo, al menos, por un día más.


Jorge Kagiagian 


**El Silencio de Dios II**


Me prometieron su amor eterno,  

pero sus palabras, adornadas de mística,  

son solo sombras vacías que pasan  

como ecos de un tiempo lejano.  

Me hablaron de un Dios que sana,  

pero yo, naufrago entre sus falsas promesas,  

no hallé en su nombre más que un abismo,  

un abismo donde la salvación se desvanece  

y la fe se torna en burla.  


Me robaron mi vida con sonrisas doradas,  

mis sueños, ahogados entre los rezos huecos,  

y mi hogar, mi familia,  

todo lo que alguna vez fui,  

fue despojado como si nunca existiera.  

Ellos, que se creen poseedores de la verdad,  

me arrancaron la libertad con un gesto divino,  

y me ofrecen ahora una existencia de humillación  

y más soledad, un destino que me condena  

a arrastrarme en su mentira sagrada.  


Hablan del amor de Cristo,  

pero en sus labios, ese amor se vuelve  

espinas que desgarran el alma.  

Ellos, los ministros de su nombre,  

se llenan la boca de dulzura,  

pero sus acciones son veneno disfrazado,  

y lo que quedaba de mí,  

ya no es más que la sombra de un cuerpo roto,  

la esencia de un espíritu que se consume  

en la indiferencia de sus oraciones.  


Aquí, donde su presencia se invoca,  

no la hallo.  

Aquí, donde se dice que Dios camina,  

su rostro es un misterio oculto  

tras las rendijas del olvido.  

Solo veo cristianos haciendo el mal,  

solo veo manos que empujan hacia el abismo,  

y cada acto en su nombre es una condena,  

un grito ahogado en su propio egoísmo.  


Me han dejado morir tantas veces,  

y en cada resurrección, me matan de nuevo,  

no solo mi carne, sino el alma misma,  

desgarrada por la mentira de su divinidad.  

No creo que salir de aquí sea una opción,  

porque mi cuerpo ya no sabe lo que es vivir,  

y mi espíritu, ya quebrado,  

se pierde en las grietas de un falso Dios.  


En cada palabra vacía hay una condena,  

y en cada oración, un abismo más profundo.  

El dolor no es solo lo que veo,  

sino lo que ya no puedo sentir.  

Aquí, donde se dice que la gracia fluye,  

la gracia se ha agotado,  

y lo único que queda es el eco  

de una verdad olvidada,  

una mentira a la que nos han condenado.


¿Será Dios un cobarde 

o simplemente mi ser 

no le importa?


Jorge Kagiagian 



Perpetuando el miedo


A la madrugada, cuando el silencio se viste de ausencias, cuando la oscuridad parece tener la densidad de un cuerpo sólido, el sonido de las cerraduras rasga el aire como un presagio. Él despertó, aunque no recordaba haberse quedado dormido. Su mente había aprendido a vivir en una vigilia perpetua, esa que no distingue entre el sueño y la vigilia, porque el cuerpo ya no es capaz de descansar. Los guardias llegaron sin aviso, sin piedad, como sombras que no pronuncian palabra alguna. En ese instante, en ese tenso cruce entre el no saber y el miedo, lo sacaron de su celda. Así, sin más, sin más que el chirrido metálico de los cerrojos, sin más que el abismo de la incertidumbre. Su vida quedó atrás como una sombra fugaz, como un perfume que desaparece al contacto con el viento.


Los traslados en la cárcel no son accidentes ni decisiones administrativas. Son actos calculados, minuciosamente orquestados para recordarles a los prisioneros que no son nada más que piezas en un gran juego sin reglas. Él, como muchos otros, fue arrancado de su lugar, de su pequeña existencia organizada, de su tenue rutina, como si fuera un escombro que debe ser arrastrado. No importaba cuántos días, cuántos meses, había pasado en su celda anterior. No importaba que, por fin, hubiera logrado construir una mínima paz con los demás presos, una convivencia que se había ganado a base de silencios, de miradas furtivas, de respeto tácito. Todo eso, al instante, se desmoronó con el eco de los pasos de los guardias, con el crujir de los barrotes.


El miedo del hombre no era solo el miedo a lo físico. No era el miedo a los golpes ni al abuso. No. Su miedo era otro, más profundo, más silencioso. El miedo a ser arrancado una vez más de ese pequeño rincón que había logrado, de esa falsa calma que había construido. Pero los traslados no se detenían, no daban tregua. La cárcel, como una maquinaria, no permitía que nadie “hiciera pie”. ¿Quién podría encontrar estabilidad si el suelo bajo los pies se movía constantemente? Si el futuro no era solo incierto, sino completamente desconocido, si la cercanía de un compañero de celda podía volverse de pronto la distancia más temida, la de un desconocido que entraba con la mirada de un predador.


Y entonces llegó la paradoja. Cada vez que parecía que la paz, por fin, se asentaba como un leve respiro, los cambios llegaban como un huracán. La tranquilidad, esa que había logrado tejer con hilos de miedo y respeto, se desvanecía. El miedo a lo inesperado, el miedo al nuevo pabellón, el miedo a los nuevos compañeros, se volvían monstruos más grandes. Las celdas se abrieron, y los rostros de los viejos prisioneros desaparecieron como fantasmas, dejando atrás una vacuidad difícil de llenar. ¿Quién ocuparía su lugar? ¿Sería alguien peor? ¿Sería alguien más fuerte, más peligroso? ¿Alguien que haría añicos lo poco que había logrado?


Afuera, la familia perdió contacto. Ellos no sabían. No sabían que el hombre ya no estaba allí, en el lugar donde habían dejado sus ropas, sus cartas, sus recuerdos. Nadie les avisó. Nadie les dijo. La familia, en su angustia, se sintió como si hubiera perdido algo tan esencial como la luz, como si la oscuridad hubiera devorado todo. Buscaron, llamaron, gritaron. Y en la respuesta solo hubo vacío. No se trataba solo de la distancia física, de la distancia geográfica que los traslados imponían. No, el verdadero abismo era el emocional. Las visitas se hacían imposibles. La burocracia, ese monstruo insensible que siempre tiene una respuesta, una excusa, nunca encontró un “sí” para sus preguntas. La distancia se alargaba, no solo en kilómetros, sino en la imposibilidad de estar cerca. La cárcel había diseñado todo de tal forma que la familia se viera forzada a renunciar. A renunciar al contacto, al consuelo, a la posibilidad de llevarle lo que necesitaba. La distancia no solo era física. Era mental, era emocional.


Y aún más, la vida en prisión se regía por reglas inquebrantables, reglas que cambiaban de prisión a prisión. Aquello que un día fue permitido, el siguiente no lo era. Un objeto, un gesto, una palabra, podían ser ahora motivo de castigo. Todo se perdía, todo se desvanecía lentamente, como si la cárcel fuera una fuerza que desgasta, que roe las identidades, que convierte en polvo lo que alguna vez fue. Lo que quedaba de él, de su ser, de sus posesiones, se desintegraba. La esperanza de encontrar un lugar en el que pudiera ser algo más que un número se desmoronaba. No quedaba nada.


La ironía de todo esto era brutal. La cárcel no mataba a los hombres con la fuerza. No. La cárcel los mataba con la indiferencia, con la repetición del castigo sin sentido, con la negación de cualquier posibilidad de paz. La prisión no los quebraba con barrotes o grilletes. Los quebraba con la monotonía, con el vacío de lo absurdo, con el poder de la indiferencia. Un hombre no desaparece solo porque su cuerpo es movido de un lugar a otro. Un hombre desaparece cuando su alma ya no sabe dónde encontrarla.


Quizás, en el fondo, la pregunta no era si la cárcel lo estaba destruyendo, sino si él mismo se había dejado destruir por un sistema que no pretendía otra cosa que eso. ¿Qué queda de un hombre cuando todo lo que le queda es el miedo y el olvido?


Jorge Kagiagian


 **Un amor entre rejas**


Las paredes de la prisión guardaban secretos y susurros de vidas rotas, de esperanzas apremiadas por el tiempo que se estiraba como un eco lejano. En uno de los patios más oscuros de la cárcel, se encontraba un hombre, cuya historia no era distinta a la de muchos otros. Había llegado allí por un error, por una decisión equivocada, y aunque su alma clamaba por redención, su cuerpo estaba encerrado, atrapado en las garras del sistema. 


Durante años, su vida había sido una rutina de grises y barrotes, con el único respiro de las visitas de su esposa. Ella, siempre tan dispuesta a creer en su inocencia, le traía esperanza. Cada encuentro, cada sonrisa entre rejas, era un bálsamo que calmaba las heridas invisibles que el encierro había dejado en su corazón. 


Era un día caluroso cuando recibieron el permiso para una visita íntima. Aquellos momentos privados, aunque breves, eran un refugio en medio de la tormenta que sus vidas representaban. Los ojos de ella, dulces y llenos de ternura, lo miraban con una mezcla de amor y preocupación. Sabía que cada encuentro los unía más, pero también los desgarraba. La cárcel los mantenía a distancia, los separaba, los convertía en sombras de lo que alguna vez fueron, pero aún quedaba una chispa, una llama que no se apagaba.  


Él la abrazó, y por un instante, el tiempo dejó de existir. El roce de sus pieles, el susurro de sus voces, todo parecía haber sido orquestado por el destino para recordarles lo que el encierro les arrebataba. En el pequeño cuarto, el amor floreció en silencio, en un lugar donde los gritos y las condenas de los demás se desvanecían ante la fragilidad de un deseo que no entendía de muros ni cadenas. 


Pero la pasión de aquel encuentro dejó una semilla, una que no era solo el reflejo del amor físico, sino también de la esperanza de que su historia no se terminaría entre los barrotes. Un mes después, cuando ella llegó con los ojos brillantes de algo más que tristeza, le dio una noticia que lo sacudió como un rayo. Estaba embarazada. El abrazo que le dio a él fue uno cargado de lágrimas, de miedo y emoción, porque aquel bebé, en el contexto de su vida rota, parecía un milagro. 


La noticia la dejó sumida en una mezcla de sentimientos. Por un lado, la alegría de saber que traería una nueva vida al mundo, que el amor de su marido aún era capaz de florecer en medio de la adversidad. Pero, por otro, el temor a lo que significaba. Un hijo en prisión, un niño que crecería sin conocer la calidez de un hogar libre de barrotes. ¿Cómo explicarle alguna vez que su padre, el hombre que amaba a su madre con la misma intensidad que él la amaba, estaba preso, encarcelado por su pasado?


A pesar de todo, la esperanza era más fuerte. Durante los meses siguientes, las visitas se volvieron aún más intensas, con una conexión profunda entre los dos. Mientras la mujer se cuidaba del embarazo, él pasaba sus días con la mente ocupada en el futuro, en la posibilidad de poder abrazar a su hijo, de algún día ser libre para verlo crecer.


El proceso judicial, por supuesto, continuaba su curso implacable. Los abogados luchaban por su libertad, pero las noticias no eran buenas. La vida de su familia continuaba limitada por las decisiones que otras personas tomaban sobre su destino. El miedo seguía siendo un compañero constante, pero la presencia del bebé dentro de su esposa le daba fuerzas. Cuando pensaba en él, en su hijo, se olvidaba un poco de la cárcel. Sentía que, por fin, algo bueno podía nacer de todo lo malo que había vivido. 


En las visitas, ella le hablaba de cómo el bebé comenzaba a moverse, de cómo le cantaba para que lo escuchara. A veces, en los ojos de él, brillaba una esperanza tan pura que parecía atravesar los barrotes. Soñaba con el día en que pudiera ser parte de la vida de su hijo, en que pudiera enseñarle a ser hombre, a ser digno, a ser libre.


Pero la vida en la prisión, aunque no se lo permitiera, nunca dejó de ofrecerle momentos de paz. Su amor por ella creció aún más, y por primera vez, se sintió vivo, como si, a pesar de todo, pudiera encontrar una forma de ser el hombre que deseaba ser, aunque su libertad estuviera aún lejos.


La mujer, por su parte, vivía el embarazo con el mismo amor con el que había vivido todos los momentos difíciles de su vida. Sin embargo, no podía evitar preguntarse cómo sería el futuro. ¿Podría criar a su hijo en una cárcel? ¿Sería el bebé tan afectado por la ausencia de su padre que su vida quedaría marcada por el encierro de su madre y su esposo? 


Y así, entre la incertidumbre y la esperanza, el amor siguió creciendo. La mujer se preparaba para ser madre y para dar la bienvenida a un nuevo capítulo en su vida, aunque ese capítulo aún se escribiría entre las paredes de una prisión. Los barrotes seguían estando ahí, pero, por primera vez, algo más fuerte que la condena comenzaba a florecer: el amor que no conoce fronteras, que no entiende de rejas ni muros, el amor que puede crear vida incluso en los lugares más oscuros. 


Y tal vez, en ese bebé, naciera la posibilidad de un futuro distinto, uno donde las cadenas no pudieran retener el alma.


Jorge Kagiagian 


Poema para mi hija que aún no ha nacido



**Poema para mi hija que aún no ha nacido**



Mi pequeña, aún no has visto el día,  


pero ya te siento en mi alma,  


como un suspiro en la oscuridad,  


como un latido que me da fuerzas,  


aunque me arrodille en este frío encierro.  



No podré estar allí cuando llegues,  


el día que por fin abras los ojos  


y el mundo te reciba con su luz.  


Pero te siento, te sueño,  


y mi corazón late por ti,  


aunque este prisionero del silencio y la mentira.  



Mi hija, tú aún no sabes lo que es el amor  


y yo no sé cómo contarte cuánto te amo,  


pero lo intento en cada suspiro,  


en cada pensamiento que escapa hacia ti.  


Imagino tu rostro, tu sonrisa,  


y me duele no poder tocarte,  


no poder verte crecer,  


no poder estar allí cuando necesites a tu padre.  



La gente que me rodea  


no sabe lo que es esperar sin fin,  


no saben lo que es amarte  


desde un lugar tan lejano,  


tan lleno de sombras y grilletes.  


Ellos no saben que aunque me arrodille ante ellos,  


mi alma es libre en ti.  



Cada noche, cuando cierro los ojos,  


te imagino en mis sueños,  


pequeña, indefensa,  


y yo, desde aquí,  


te prometo que te esperaré,  


aunque el tiempo se alargue  


como el viento que nunca llega.  



Mi hija, si alguna vez no estoy allí para verte,  


quiero que sepas que en cada segundo  


te he amado con todo lo que soy.  


Mi cuerpo está aquí,  


pero mi corazón, mi alma,  


están contigo,  


en cada momento que te acercas al mundo  


y yo no puedo verte nacer.  



Pero espera, pequeña,  


si no es hoy ni mañana,  


será algún día,  


y ese día, cuando pueda abrazarte,  


el amor que ahora te guardo  


será más grande que cualquier prisión  


y el sol será nuestra única cadena.


Jorge Kagiagian 



Un rincón compartido


El hombre está allí, atrapado en el tedio de un tiempo que ya no transcurre. Su cuerpo descansa sobre el catre de su celda, una estructura de hierro oxidado que parece más prisión que refugio. La luz que entra por el ventanuco se filtra entre los barrotes, dibujando sombras torcidas sobre el concreto frío. Es un espacio vacío, salvo por una compañía inesperada: una amiga silenciosa, la araña.


Ella habita en una esquina alta, lejos de las manos humanas. Su tela, tejida con paciencia, es una obra maestra efímera que vibra con el aire pesado de la celda. Él la observa desde su rincón, fascinado por su insistencia. Día tras día, la ve construir y reconstruir, como si el tiempo no existiera, como si fuera inmune al encierro.

Por la mañana, ella está en su lugar. Durante la tarde, sigue allí. Al caer la noche, permanece en el mismo rincón. 


Él la contempla tejer, meticulosa, su trampa delicada: una pequeña maravilla. La araña se desliza con cuidado, sujeta a su seda, diseñando un universo frágil entre los límites de la celda.

No puede evitar admirarla. Nada reclama, nada necesita; solo ese olvidado rincón para existir. Silenciosa, aguarda a que algún insecto descuidado quede atrapado en su red. Esa rutina, tan ajena y tan constante, lo reconforta. Ha aprendido a protegerla, negándose a los intentos de desalojarla. ¿Qué daño podría causar? Al contrario, ¿cuántas veces habrá librado su sueño del zumbido inoportuno de algún insecto?

"Debe ser difícil sentirse siempre amenazada," piensa. "Vivir esquivando miedos constantes." Siente pena al verla esconderse en su pequeño agujero, esperando que el peligro pase. Quizá, en su fragilidad, encuentra un reflejo de sí mismo: una resistencia callada que despierta en él un respeto inesperado.


Esa noche, mientras el silencio se cierne como un manto, la araña detiene su labor. El hombre la contempla con atención. Por primera vez, no envidia su libertad instintiva, sino la certeza de su propósito. Comprende que su mundo, aunque diminuto, no necesita ser más vasto para tener sentido.

Y entonces, algo lo sobrecoge: nada le pertenece, ni siquiera su encierro. La araña lo acompaña y, al mismo tiempo, lo enfrenta a su pequeñez. Le recuerda que la vastedad del mundo puede reducirse hasta caber en un rincón.


Ella en su esquina y él en la suya, quizás no sean tan diferentes. Ambos atrapados, ambos vivos. Pero mientras ella sigue tejiendo su mundo, él intenta deshacer los nudos de su pensamiento, buscando un propósito que aún se le escapa.

Y así, en el mutismo compartido, la celda se llena de algo nuevo: una vida discreta, apenas perceptible, pero indudablemente real. En ese rincón compartido, el hombre encuentra una verdad inesperada: aunque el mundo se haya encogido, siempre habrá algo digno de contemplar.


Jorge Kagiagian




### **A mi madre**  


Cuando le avisaron que su madre había muerto, no dijo nada. No preguntó cómo ni cuándo. Solo asintió con la cabeza y se quedó sentado en la litera, con las manos apoyadas en las rodillas, como si aún pudiera sostener algo.  


Las paredes de la celda parecían apretarse a su alrededor. La voz que le había dado la noticia ya no estaba, pero el eco seguía resonando en algún rincón de su cabeza. **"Murió."** Una palabra corta, seca, irreversible.  


El aire tenía un peso distinto, como si el mundo hubiera perdido de golpe una capa de oxígeno. Respiró hondo, esperando que algo dentro de él se rompiera, que una ola de emociones lo arrastrara, que el dolor lo hiciera gritar o golpear la pared hasta que sus nudillos sangraran. Pero no pasó nada. Solo un vacío denso, un agujero sin fondo que se abrió en su pecho.  


Se quedó allí, inmóvil, mientras los minutos se alargaban en un silencio espeso. La celda tenía ese olor rancio de siempre: una mezcla de humedad, sudor, orina y desesperanza. A lo lejos, alguien reía con una risa rota, sin alegría. El sonido flotó en el aire y se desvaneció antes de llegar hasta él.  


Había pasado los últimos meses escribiéndole una carta. No sabía si ella la recibiría, si la leería o si la rompería sin abrirla. Pero escribirla le daba una sensación extraña de cercanía, como si cada palabra pudiera cruzar las paredes de la prisión y llegar hasta ella. Como si, al escribir, pudiera reducir la distancia entre su encierro y el mundo real.  


Ahora la carta no tenía destinatario.  


Esperó a que cayera la noche. Se acostó en la litera sin desvestirse, sin cerrar los ojos, sintiendo el leve temblor de su propio cuerpo, pero sin frío. Un temblor interno, una vibración tenue en algún lugar bajo la piel, como si sus huesos recordaran algo que él aún no había procesado.  


Horas después, cuando todo se sumió en esa calma artificial que nunca era verdadera, cuando incluso los murmullos se diluyeron y solo quedaban los ronquidos distantes y el goteo de un grifo mal cerrado, sacó el papel arrugado de su bolsillo y lo leyó en silencio, moviendo los labios pero sin emitir sonido.  


---  


**Mamá:**  


No sé si esta carta te llegará algún día, pero necesito escribirla. Sé que no tengo derecho a pedirte nada, ni siquiera a molestarte con palabras que llegan tarde. Pero he pasado muchas noches en esta celda pensando en todo lo que nunca te dije, y el silencio pesa más que el encierro.  


Quisiera volver a casa, aunque sé que ya no hay casa a la que volver. Quisiera sentarme a tu lado y escuchar tu voz, aunque fuera para decirme que te fallé. Sé que lo hice. No por lo que dicen que hice —eso es mentira, lo juro—, sino por todo lo demás. Por cada vez que te preocupaste por mí, por cada noche que pasaste sin dormir cuando yo no volvía, por cada vez que te hablé con enojo cuando solo querías cuidarme.  


Mamá, si supieras cuánto me arrepiento de la vida que llevé. No fui el hijo que merecías. No fui el hombre que esperabas que fuera. Y aunque aquí dentro no haya mucho que me quede, me aferro al deseo de que me hubieras perdonado.  


No sé qué pensarás de mí ahora. No sé si crees en mi inocencia o si dudas, aunque sea un poco. Pero eso ya no importa. Lo único que importa es que si alguna vez fui una carga para ti, si alguna vez te hice llorar, si alguna vez sentiste vergüenza por mí, lo siento. De verdad, lo siento.  


Aquí, en este sitio donde los días no tienen nombre y las horas no avanzan, me doy cuenta de que la única condena real es vivir con los recuerdos de lo que no hicimos bien. Y yo tengo demasiados.  


Si alguna vez esta carta llega a tus manos, solo quiero que sepas que te quiero. Que siempre te quise, aunque nunca supe cómo demostrarlo.  


Ojalá pudiera abrazarte. Ojalá no fuera demasiado tarde.  


**Tu hijo.**  


---  


Doblar la carta le pareció un acto inútil, pero lo hizo de todas formas. Sus dedos recorrieron el papel con una lentitud extraña, como si aún pudiera darle forma a algo que ya se había deshecho. Lo guardó en el bolsillo de su pantalón y cerró los ojos. No lloró. No porque no sintiera dolor, sino porque ya no le quedaban lágrimas.  


Se quedó así, quieto, tratando de recordar su voz, su olor, la textura de sus manos. Pero los recuerdos eran difusos, como fotos viejas que han perdido nitidez con el tiempo. **¿Era así como se olvidaba a alguien?** No de golpe, sino poco a poco, en fragmentos que se desvanecen sin que uno lo note.  


Hubo un momento en que sintió que se ahogaba. No por el aire viciado de la celda, ni por el dolor en su pecho, sino por la certeza de que ella se había ido sin saber lo que él sentía. **Había hablado con ella cientos de veces en su cabeza, pero nunca en la realidad.** Y ahora nunca podría.  


Por primera vez en años, tuvo miedo. No del encierro, no de la cárcel, sino del vacío que dejaba la muerte. La ausencia absoluta. **La idea de que en algún lugar del mundo, su madre ya no existía.** Que no estaba en ninguna parte. Que nunca volvería a estarlo.  


El tiempo pasó de forma extraña. No sabía si habían sido minutos… horas, pero en algún punto el cuerpo le pesó demasiado y se dejó caer sobre el colchón duro.  


A la mañana siguiente, cuando hicieron el recuento, lo encontraron dormido con la mano en el pecho, aferrado al papel como si aún pudiera entregarlo.


Jorge Kagiagian 





***La Sangre y el Silencio***


El primer golpe lo toma por sorpresa. Un impacto seco en el estómago lo deja sin aire, como si el mundo entero cayera sobre él. Antes de que pueda reaccionar, otro golpe lo alcanza en la mejilla. El ardor se expande en su piel como un tajo invisible que lo separa de sí mismo. La cabeza le da vueltas, su cuerpo se tambalea, pero no cae. Cada golpe borra una parte de su ser; todo es tan repentino que ni siquiera entiende qué está sucediendo.


El entumecimiento se extiende por su torso, una rigidez dolorosa lo dobla. Su cuerpo sigue en pie, pero ya no le pertenece. La piel se tensa con cada impacto, y lo que antes era carne ahora se siente como una masa amorfa, una extensión de un dolor que no termina de reconocer. Sabe que sus huesos ceden, que su peso se multiplica. El dolor lo ahoga, una marea interminable que lo arrastra lejos de sí mismo.


Los golpes continúan, rápidos, precisos, imparables. Cada uno le arranca un quejido, un espasmo, pero también un vacío creciente. Es su cuerpo el que recibe el castigo, pero su conciencia flota lejos, disolviéndose en algún rincón donde los golpes no llegan. Intenta refugiarse bajo sus propios brazos, pero no alcanza. En su mente solo queda la imagen de su hijo, aún no nacido, latiendo en el vientre de su madre. Un niño ajeno al dolor, a la furia. Un niño que todavía no conoce las marcas del mundo.


Cuando lo derriban con una patada, la sangre brota de su nariz y resbala por su garganta. Siente el hierro en la boca, espeso y caliente. En su mente, sigue ahí: su hijo, pequeño, sin rostro. Si sobrevive, será por él.


—Te lo buscaste —escupe uno de los guardias.


No responde. No tiene fuerzas. Su lengua es un peso muerto dentro de su boca, su aliento irregular. Está agotado. Quiere escapar, pero no hay salida. La vergüenza lo envuelve, no por lo que hizo, sino por estar aquí, por haberlo permitido, por no haber callado a tiempo, por no haber sometido su cuerpo a la obediencia que este lugar exige.


Y sin embargo, en lo más profundo de su ser, sabe que no hizo nada para merecer esto. Pero aún así, surge una duda, el sentir que existe alguna causa para que esto le esté ocurriendo, aunque esta sea desconocida para él. Tal vez no por sus acciones, sino por lo que el mundo espera de él. Por ser parte de este sistema que devora y silencia, donde el sufrimiento es norma y la resistencia, una ofensa. Los guardias lo miran como un error, un engranaje defectuoso que debe ser corregido. Justifican su violencia con el peso de la autoridad, convencidos de que él se lo ganó, de que el castigo es la única forma de restaurar el orden.


Pero él no puede aceptarlo. La violencia se siente vacía, absurda. No hay razón ni propósito, solo el peso de los golpes, la rabia de quienes se creen superiores, la indiferencia de quienes lo ven como un objeto inerte.


La cárcel es un monstruo. Un devorador de almas. Un lugar donde las vidas se disuelven y desaparecen, donde el sufrimiento es rutina y la humanidad se marchita sin preguntas. Él es solo una pieza más en esta máquina de oscuridad, un número reemplazable en la cadena infinita del olvido. Tal vez nunca fue su culpa. Pero la marca de este lugar es imborrable, se adhiere a la piel como una condena invisible.


Lo arrastran por un pasillo largo y desolado. Las paredes pálidas y desgastadas parecen absorber su dolor sin devolverlo. No hay compasión, no hay humanidad. Solo el eco de sus pasos y el goteo incesante de su propia sangre contra el suelo. El sonido de sus pisadas se vuelve una música lejana, una melodía fría y hueca.


Las manchas rojas que deja a su paso son testigos mudos, fragmentos de una historia que nadie contará. La versión oficial, por supuesto, ya está escrita: "Se cayó", "Provocó una pelea", "Desobedeció". La culpa siempre recae sobre el mismo. Sobre el que se niega a callar, el que no sabe quedarse en su lugar. El que no ha aprendido a ceder.


Lo arrojan sobre una camilla con desdén, como un objeto roto que ya no tiene valor. Un médico lo observa con la apatía de quien ha visto esto demasiadas veces. Su rostro no expresa nada; sus manos trabajan con mecánica indiferencia.


—Se recuperará —dice sin mirarlo. Su voz es plana, vacía.


Pero él sabe que nunca será el mismo. Su cuerpo sanará, sí. Las heridas cerrarán, los moretones se disiparán. Pero lo que le han hecho va más allá de la carne. Hay marcas que no se ven, heridas que no sangran pero nunca cicatrizan.


En la quietud de la sala, con el zumbido distante de las luces fluorescentes y el monótono pitido de la máquina que monitorea su respiración, una imagen lo atraviesa. Su hijo. Un rostro aún inexistente, pero presente. Se aferra a esa visión como si fuera lo único que lo mantiene en este mundo. La única prueba de que hay algo más allá del dolor.


Sus párpados pesan como plomo. Su cuerpo, esa carcasa rota que ya no siente suya, parece desvanecerse en la camilla. Pero en algún rincón profundo, donde los golpes no llegaron, donde la violencia no pudo alcanzar, algo sigue latiendo. No es esperanza, no es fe. Es algo más primitivo, más antiguo. Una llama que no se apaga, un pulso que persiste.


No sabe si sobrevivirá. Pero mientras respire, mientras su cuerpo aún se mueva, se aferrará a esa visión de su hijo. A la promesa de un mañana distinto. A la certeza de que, aunque el mundo intente devorarlo, hay algo más allá.


Respira.


Y con eso, basta.


Jorge Kagiagian 





La flor detrás del vidrio


El vientre de ella se hinchó en la soledad de un cuarto apagado con paredes descascaradas, donde el eco de su propia voz no respondía a sus necesidades. No había nadie que le hablara al niño creciendo dentro de su piel más que ella, que a veces susurraba, a veces lloraba, a veces se quedaba con la mano sobre su vientre, sintiendo cómo una vida nueva se agitaba en su propia incertidumbre.  


Él no estaba. O, peor aún, estaba pero detrás de un vidrio, de una carta, tras un teléfono de línea fría que convertía su voz en algo irreal. Ella le contaba del crecimiento, de los primeros movimientos, de la manera en que el hambre llegaba de forma distinta, de sus mareos, como el cuerpo no le perteneciera solo a ella. Él la escuchaba, asentía, sonreía con los labios pero no con los ojos. No podía tocarla. Sus manos tan cerca y a la vez tan lejos de ella.


Cuando llegó el momento, la ciudad entera pareció quedar en suspenso. La ambulancia avanzó entre luces que parpadeaban y el sonido vibraba impacible. El hospital tenía paredes color marfil gastado, y las camas estaban alineadas como en un sueño en el que todo es funcional, pero nada es verdaderamente cálido.  

Él esperaba las noticias caminando en círculos, como un león enjaulado conteniendo todo lo que siente.


El dolor fue un río oscuro que la atravesó con furia. Apretó los dientes, se aferró a las sábanas y, cuando finalmente la vio salir, sintió que algo se desgarraba dentro de ella en un sentido más profundo que la carne. La niña llegó al mundo con un llanto pequeño y poderoso, con un temblor en los párpados cerrados como si soñara con la luz antes de conocerla.  


La sostuvo en los brazos y vio en su rostro algo que no podía explicar. Se parecía a él antes de la cárcel, se parecía a ella antes de la soledad, y a la vez, tenía su propia identidad: una criatura hecha de sueños. Sus pestañas eran finas como hilos de luna, su piel tenía el color de la cera antes de tocar el fuego, y sus diminutos dedos se cerraron alrededor de su índice con la fragilidad del más sutil arco iris.  


Quiso llamarlo en ese instante, decirle que era una niña, que ya estaba aquí, que tenía su misma forma de fruncir el ceño, que su aliento olía a la primera lluvia de primavera. Pero la realidad tenía reglas minuciosas y precisas: las llamadas solo se permitían ciertos días, y las visitas estaban sujetas a un sistema de permisos y horarios inquebrantables. Él no estaba. O, peor aún, estaba pero atrapado en un mundo donde las agujas de los relojes señalaban viejos recuerdos.  


Los días se volvieron una bruma densa. La niña crecía con la lentitud sagrada de las cosas que importan. Sus ojos cambiaban de color con la luz, su risa era un sonido nuevo en el mundo. A veces, en las madrugadas, la mujer la sostenía contra su pecho y le hablaba en susurros: "Él te ama. Aunque no esté aquí, te ama. Aunque no puedas verlo, él piensa en ti cada segundo."  


Cada vez que lo visitaba, la niña quedaba en brazos de otra persona. Ella cruzaba los pasillos de la prisión con un nudo en el estómago y el corazón golpeándole las costillas como un pájaro desesperado. Al llegar, él la miraba con una mezcla de ternura y dolor. Ella le contaba de la niña, de cómo había empezado a sonreír, de cómo movía los pies como ya empezando a caminar. Él asentía, sonreía con los labios pero no con los ojos.  


Una vez, en un impulso, sacó una fotografía de la niña y la presionó contra el vidrio. Él la miró con la intensidad de quien memoriza cada detalle, de quien intenta tatuarse una imagen en la memoria. Pero no pudo tocarla. No pudo tocarla; pero aún así el amor lo desbordó como nunca podría haber imaginado. Sin embargo, en ese instante, supo que la amaría por siempre.


La niña creció sin saber que algo faltaba. Su mundo estaba lleno de brazos cálidos, de voces que la acunaban, de soles que entraban por la ventana como si fueran cuentos que aún no habían sido escritos. Y, sin embargo, en algunas noches, cuando la casa entera dormía, la mujer la veía moverse en sueños intranquilos y se preguntaba si en su sangre había un eco, una vibración silenciosa que la hiciera sentir la ausencia de alguien a quien aún no conocía.  


El tiempo avanzó con la indiferencia de los relojes que nunca miran atrás. Y un día, sin previo aviso, llegó una carta. Era de él. Le pedía que cerrara los ojos y pensara en la risa de su hija, como si al recordarla pudiera sentirla más cerca. Decía que, a veces, en sus sueños, la imaginaba corriendo con otros niños, con el sol iluminando su carita de ensueño, corriendo en plena libertad. Decía que, a pesar de todo, él seguía esperando.  


Ella dobló la carta con cuidado, la guardó junto a otras que releía en las noches de insomnio. Luego miró a la niña, que dormía con el puño cerrado, como si ella lo supiera todo, como si ella también estuviera resistiendo.  


Y, por primera vez en mucho tiempo, no supo qué decir.


Jorge Kagiagian 


**El vuelo que no fue**  


Añoro la libertad,  

pero su nombre es ahora un nido vacío,  

un eco atrapado en el pecho de un cuervo.  


Sonreír duele,  

como si cada músculo guardara espinas,  

como si la risa fuera un idioma extinto.  


La felicidad es una farsa,  

un maniquí con ojos de vidrio,  

una cuerda floja sobre el vacío  

donde nadie aprende a caer.  


La paz aburre,  

porque es un reloj sin manecillas,  

una jaula hecha de espuma,  

un lago que refleja lo que no soy.  


Los sueños no duermen,  

marchan sin rumbo sobre espejos rotos,  

dejando huellas que nadie sigue.  


Y despertar es un castigo,  

un dios de ceniza que sopla mi nombre,  

un tren que nunca llegó a su estación,  

las alas que alguien olvidó en otra vida.


Jorge Kagiagian 



La felicidad que duele





La noticia llegó como un susurro extraviado entre los muros ásperos de la celda, un murmullo que se deslizó como un aliento tibio en un mundo de frío perpetuo. Al principio, él no lo creyó. Pensó que era un eco de su propia desesperación, un fragmento de deseo que se había disuelto en el aire antes de tomar forma. Pero entonces, la voz del oficial rompió la bruma de su mente, firme, como una piedra cayendo en un pozo sin fondo.




—La condena se ha revertido. Han demostrado tu inocencia.




El silencio que siguió fue una grieta en la realidad. Sintió cómo la frase se expandía dentro de él, deformándose, resistiéndose a encajar en su entendimiento. Su corazón latió con una violencia desconocida, pero su cuerpo permaneció inmóvil, atrapado en la parálisis de una certeza imposible. ¿Inocente? ¿Después de todo este tiempo?  




El aire en la celda parecía distinto, más pesado, cargado de una sustancia intangible que presionaba su pecho. Miró sus propias manos, el contorno huesudo de sus dedos, la piel endurecida por la carencia de sol. Había pasado tanto tiempo ahí dentro que la idea de ser libre le resultaba ajena, casi absurda. La prisión no era solo un lugar; era un estado de ser. Y él ya no recordaba cómo era existir fuera de sus límites.




Intentó aferrarse a la lógica, pero los pensamientos se enredaban en su mente como raíces secas. Todo había sido un error. Un malentendido. Un juicio torcido que lo había empujado a la sombra de los vivos. Y ahora, de repente, la maquinaria que lo había condenado anunciaba su inocencia como si fuera una corrección menor, un detalle administrativo. Como si los años devorados por esas paredes no hubieran sido reales.




Se llevó una mano al rostro, sintiendo la rugosidad de su propia piel. No había júbilo en ese contacto, solo el reconocimiento de un hombre que había dejado de pertenecer al mundo del que lo arrancaron. ¿Qué significaba la libertad después de haber sido tragado por la cárcel? No era como despertar de un mal sueño. Era más bien como abrir los ojos y descubrir que el tiempo había seguido adelante sin él, que su historia se había convertido en una ausencia, en un vacío donde una vida debería haber estado.




Los recuerdos lo golpearon con la violencia de algo que se creía olvidado. Su mujer. La imaginó con la misma nitidez con la que recordaba el olor del óxido en los barrotes. Su voz, su piel, la paciencia con la que lo había esperado mientras la vida pasaba. Y su hija. La niña que había nacido en su ausencia, que había aprendido a hablar sin conocer su voz, que había crecido sin sus manos para sostenerla. En su mente, la veía como un espectro de lo que pudo haber sido, una promesa rota por el tiempo.  




El pensamiento de regresar a ellas lo desgarró. ¿Cómo se enfrenta un hombre a lo que ha perdido sin haberlo tenido nunca? ¿Cómo se reclama un lugar en una vida que siguió sin él? 




Inspiró hondo, sintiendo el aire rancio de la celda llenar sus pulmones. No había cambiado nada. Y, sin embargo, todo era distinto. La justicia había llegado tarde, como una carta perdida que encuentra su destino cuando ya no hay nadie para recibirla.  




Quizá la única verdad era que, al final, la libertad no se mide en días, ni en años, ni en sentencias. Se mide en lo que uno puede recuperar, o en lo que ha perdido para siempre.  




Y él, ahora, estaba atrapado en esa duda.


Jorge Kagiagian 


**Frente al Portón**


Parado frente al portón de hierro, el hombre era apenas una sombra más en la penumbra de la madrugada. Las luces mortecinas de la prisión proyectaban su figura sobre el suelo de concreto, alargada y temblorosa, como su propio ánimo. Había salido de la celda hacía apenas unos minutos, llevando consigo un sobre manchado por el tiempo. Dentro, sus escasas pertenencias: un reloj sin correa, una fotografía desgastada y un par de cartas que apenas podía leer.  


Sus dedos, rígidos y nerviosos, jugueteaban con el borde del sobre, pellizcando el papel como si quisiera comprobar que todo aquello era real. Su rostro, una máscara de tensión y expectación, parecía tallado en piedra. Las arrugas de los años encerrados dibujaban un mapa de frustraciones y arrepentimientos, pero también de una silenciosa resistencia.  


Frente a él, el portón. Enorme, inmóvil, casi desafiante. Detrás, un mundo que apenas recordaba. ¿Qué haría primero? La pregunta giraba en su mente como un péndulo, pero las respuestas llegaban cargadas de imágenes dolorosamente nítidas.  


El cielo. Ese era su sueño más simple y más grande: mirar el cielo estrellado sin la malla metálica que había cubierto su visión durante años. De niño, solía acostarse en el patio de su casa, contando estrellas mientras soñaba con mundos imposibles. Durante las noches en la celda, cerraba los ojos e intentaba revivir ese recuerdo, pero al abrirlos siempre encontraba las sombras de las rejas dibujadas en las paredes.  


Pensó en la comida. En su lengua aún podía evocar el sabor borroso del arroz apelmazado, el pan duro y el engrudo, que llamaban sopa, servido día tras día. Soñaba con un plato casero, con el olor del guiso de su madre y el calor del pan recién horneado. Pero su madre ya no estaba. Ese plato era ahora un homenaje a una vida que se le había escapado tras esos muros.  


Respiró hondo. El aire de la prisión tenía un olor agrio que no iba a extrañar. Lo que quería era caminar entre los árboles, sentir el crujir de las hojas bajo sus pies, oler la tierra mojada después de la lluvia. Elementos tan simples, tan básicos, pero que para él eran tesoros incalculables. Sin embargo, había algo que le inquietaba aún más: el mundo exterior había cambiado. ¿Seguirían los árboles en el mismo lugar? ¿Le reconocería alguien cuando cruzara el umbral?  


Sus ojos miraban al portón. Los engranajes de su mente eran los únicos que se movían en aquel instante eterno. Todo lo demás permanecía estático: la luz parpadeante del pasillo, la brisa helada que le cortaba las mejillas, y ese enorme portón que, en unos segundos, marcaría el inicio de algo nuevo.  


La libertad. Era un concepto que no había entendido hasta que la perdió. Ahora, frente a la promesa del mundo exterior, no sabía si le asustaba más lo que dejaba atrás o lo que estaba a punto de enfrentar.  


Y así, de pie frente al portón, inmóvil por fuera, temblando por dentro, el hombre esperó.  


Jorge Kagiagian 


**Sueño con la voz…**


Sueño con la voz de esa mujer

Una voz tan blanda y delicada

En tono dulce y cariñoso, me dice al oído:

"Aquí estoy, nunca me fui..."


Jorge Kagiagian



**Bajo la lluvia**


El portón lanzó un sonido agudo, como un lamento metálico, mientras se abría, dejando que la humedad de la madrugada se deslizara por las bisagras viejas y oxidadas. Él dio un paso hacia adelante, lento, casi temeroso de que un movimiento rápido lo despertara, hasta que la pesada puerta quedó a su espalda, cerrándose con un golpe seco que resonó como un eco final. No era una ilusión; al fin había ocurrido.




El aire del exterior era, sin duda, distinto, cargado de una frescura que desconocía desde hacía años. Inhaló profundamente, tratando de llenar sus pulmones de esos buenos aires, pero encontró que la brisa se mezclaba con la llovizna fría, calando muy profundo dentro de él. Las gotas apenas caían, ligeras como un susurro, pero lo suficiente para pintar su rostro con un velo húmedo, disimulando las lágrimas que escapaban, prisioneras.




Al otro lado de la calle estaba ella. La mujer que había estado presente en su ausencia. Envuelta en un abrigo que no alcanzaba a protegerla del frío, se mantenía firme, como una estatua de carne y hueso. No avanzaba, no levantaba la mano para saludarlo; simplemente estaba allí, inmóvil, con el rostro medio escondido tras la bufanda. Su mirada, sin embargo, lo decía todo.




Él no se atrevió a cruzar de inmediato... Quedó anclado al suelo, como si el espacio entre ambos fuera un abismo insalvable. A su alrededor: el brillo débil de las farolas luchando contra la penumbra, el asfalto húmedo que reflejaba las luces en destellos estridentes y fragmentados, el silencio de la madrugada roto solo por el susurro de la llovizna y el murmullo distante de la ciudad. Todo parecía distante, como un escenario que existía solo para enmarcar aquel momento.




El agua caía sobre su rostro, escondiendo los restos de una vida encarcelada, y en cada gota encontraba un símbolo. ¿Era sufrimiento o redención? ¿Era la despedida de los días oscuros o el preludio de nuevas tormentas? El pasado, el presente y el futuro se mezclaban como por arte de alquimia.




Su corazón latía con una vertiginosa incertidumbre. En su mente, la imagen de ella era un faro en medio de la tempestad de su vida, pero ahora, de pie frente a ella, se preguntaba si realmente la merecía. Había vivido años bajo el peso de sus errores, de injusticias que lo arrancaron del mundo, y, sin embargo, allí estaba ella, como una constante, como un juramento hecho carne.




"¿Qué le diré?", pensó. Las palabras se atascaban en su garganta. Cada frase que ensayaba en su mente le parecía insuficiente, torpe, incapaz de contener todo lo que sentía. Ya no importaba si él era inocente o no, y ninguna excusa era necesaria. El hombre allí parado ya no era el que, hace años atrás, había ingresado a la prisión. Quería correr hacia ella, hundirse en su pecho, pedir perdón por tantas ausencias, aunque no fueran su culpa, agradecerle por sostenerlo cuando todo estaba perdido, cuando todo en él estaba roto. Pero sus pies no se movían.




El olor del asfalto mojado lo anclaba al presente, mientras que la visión de ella lo arrastraba al pasado. Obnubilado, recordó sus cartas, los poemas que le enviaba, el modo en que esas palabras se convertían en sus únicos rayos de luz en las noches de silencios que creía que nunca acabarían. Recordó el sonido de su voz, esa calma que le devolvía humanidad cuando sentía que se desmoronaba.




La lluvia arreció un poco, como si quisiera obligarlo a dar el primer paso. Cerrando los ojos, dejó que el agua se deslizara por su rostro, mezclándose con el sabor agridulce de sus labios. En su interior, una batalla se desataba: miedo, amor, remordimiento y una vergüenza que bajaba su cabeza.




Cuando volvió a abrir los ojos, ella seguía allí, paciente, eterna, como si el tiempo no existiera. Y entonces entendió que, aunque el mundo había cambiado, ella era la constante. Ella era el puente entre lo que fue y lo que podría ser.




Un paso. Luego otro. La distancia comenzó a acortarse, y con cada movimiento sentía el peso de los años soltándose de sus hombros. No sabía qué diría al llegar a su lado, pero algo dentro de él le aseguró que no importaba. Ella lo sabía todo, siempre lo había sabido.




Y cuando por fin estuvo frente a ella, cuando sus ojos se encontraron en ese suspendido instante, el portón de hierro dejó de existir. La prisión era solo un recuerdo. La libertad, en cambio, estaba allí, en sus ojos, brillando a pesar de la lluvia.


Jorge Kagiagian

 



**Historia antes de dormir**




Era una mañana soleada cuando el hombre, con el rostro aún somnoliento, sintió el pequeño revuelo en su cama. La niña estaba de pie junto a él, sus ojos brillando con esa energía inagotable que solo los niños tienen. Sin necesidad de reloj ni alarma, ella se encargaba de despertarlo, siempre de la misma forma: un salto a su lado, besos y abrazos que no podían dejarle espacio para la molestia.



—¡Papá, despierta! —gritó, con la voz entrecortada por la risa, mientras sus pequeños pies descalzos pisaban el suelo rápidamente, como si el día la llamara a correr hacia lo desconocido.



El hombre sonrió, aún medio dormido, y dejó que la agitación de la niña llenara la habitación. ¿Cómo podría enojarse? Cada gesto suyo, cada palabra, lo desgarraba y lo envolvía en un amor tan profundo que no podía evitar sentirse agradecido de estar junto a ella. A veces, al mirarla, sentía que su vida había cobrado un nuevo sentido. Pero siempre llegaba el momento de la despedida.



—Papá, no olvides que después de la escuela, tenemos nuestra cita con leche y galletas —le recordó la niña con una seriedad que solo los niños podían tener.



El hombre asintió y la observó ponerse su pequeño delantal rosado. Sus ojitos brillaban mientras cruzaban la calle juntos, el mundo parecía detenerse por un instante. La niña lo miró desde abajo, con esa mezcla de inocencia y seguridad que solo los hijos pueden transmitir. "Papá", le dijo con una sonrisa, y él, aunque su corazón se quedaba con ella, se despidió, prometiendo regresar pronto.



El día pasó lento, pero al final de la tarde, como había prometido, el hombre volvió a su casa. Allí la encontró, rodeada de hojas secas, pintando con colores que ella misma había elegido. Amarillo, violeta, verde; todo se mezclaba en su pequeña obra de arte.



—Pinta, hija mía, pinta tus sueños —le dijo el hombre, mientras se agachaba a su lado. No podía evitar sentirse un poco rey cuando estaba junto a ella. La niña lo hacía sentir como si todo fuera posible.



Los juguetes estaban desparramados por el suelo, los perritos correteando y ella, con su delantal todavía puesto y pendientes de perlas, se movía por la habitación como si fuese Wendy y él, Peter Pan; ella siempre fue su idea feliz. En ese momento, no importaba nada más que estar allí, observándola, agradecido por cada minuto que pasaban juntos.



Cuando la noche llegó, con sus últimas risas y juegos, la niña se acurrucó en el sillón, casi sin darse cuenta, se quedó dormida. El hombre la alzó con cuidado y la llevó a su cama. Su pequeña mano se aferró a la suya mientras él, cansado pero feliz, se quedó a su lado, mirando cómo su hija soñaba tranquila.



—Te amo más de lo que puedes imaginar —susurró, mientras cerraba los ojos, dejando que el silencio y el amor lo envolvieran. No necesitaba entender cómo podía ser tan afortunado de ser su padre.



La niña, con los ojitos cerrados, casi dormida, le pidió el último favor del día: un cuento. Y él, sin dudar, comenzó a contarle la historia que tanto le gustaba:



“Había una vez un caballero que vivía encerrado en un castillo con muchos muros y rejas. Ese lugar era triste, y él extrañaba su casa, y correr bajo el sol. A veces, se sentía solo, pero siempre recordaba a una princesa muy bella que lo amaba mucho.  


Cuando miraba al cielo azul, sentía que su corazón se llenaba de esperanza. Aunque estaba atrapado, nunca dejó de soñar.  


Un día, el amor del caballero y la princesa dio un fruto hermoso: una hija tan dulce como tú. Su corazón se llenó de alegría, y entonces, algo maravilloso pasó: el caballero pudo salir de aquel lugar triste. Desde ese día, los tres juntos, vivieron felices para siempre.”  


La niña se durmió; y él junto a ella…



**Los ecos del abismo**



Las sombras de la noche se cuelgan como un sudario sobre la ciudad. El hombre, en la penumbra de su habitación, observa a su hija dormir. Una dulce paz se apodera de él, la calma de un puerto después de una tormenta. Pero las olas del pasado aún golpean su alma, y el corazón se le contrae con el recuerdo de lo que casi fue.


Se sumerge en la oscuridad de la prisión, en ese lugar sin tiempo donde las paredes respiran frío y la esperanza se desvanece como el polvo del concreto. Ve el abismo que lo atrapaba, el vacío que se tragaba sus pensamientos, el silencio que lo rodeaba como una niebla densa y mortal.


Recuerda la fría brutalidad de los guardias, el olor a desesperación que impregnaba el aire, las caras de los presos consumidos por la locura. En ese lugar sin horizonte, sin sol ni luna, el hombre se perdió a sí mismo. El recuerdo de la libertad se volvió una pesadilla, un fantasma que lo atormentaba sin darle tregua.


Si no hubiera sido por ella, si no hubiera sido por su amor, el hombre no estaría aquí, contando la historia de su redención. Se habría dejado consumir por la oscuridad de la prisión, se habría convertido en una sombra más entre las sombras, un fantasma sin nombre, sin memoria.


Ella, la mujer que lo amó más allá del sufrimiento, más allá de la distancia, más allá del miedo, fue su único salvavidas. Fue la luz que lo rescató del abismo, la que le recordó que la vida tenía un significado, que el amor podía superar cualquier obstáculo.


Ahora, la pequeña mano de su hija se aferra a la suya. El hombre se sumerge en su dulce sueño, buscando refugio en esa calma que no lo dejará ir. Pero, al mismo tiempo, el recuerdo de la oscuridad lo atormenta. ¿Cómo ser feliz sabiendo que la prisión lo había consumido casi por completo? ¿Cómo disfrutar de la luz sabi endo que la sombra aún lo acecha?


El abismo aún lo mira, lo llama a través de la niebla de su memoria. Pero la mujer sigue allí, a su lado, su amor un escudo contra la oscuridad. Ella es la única razón para seguir viviendo, la única esperanza de que la felicidad no sea solo un recuerdo de lo que fue.


Sin embargo, hay otros hombres. Hombres que no tuvieron su suerte. Hombres que fueron tragados por la oscuridad de la prisión sin una mano que los levantara. Hombres que no encontraron en el amor un refugio, que se perdieron en las tinieblas de su propio dolor. Hombres que, día tras día, se fueron desvaneciendo, convirtiéndose en sombras sin rostro, sin nombre. Su sufrimiento se convirtió en un eco lejano, en una memoria desvanecida por la indiferencia del sistema. Hombres que solo sueñan con el final, con una salida que no llega, con una muerte que se les presenta como una liberación, un descanso del tormento.


Sus almas ya no recuerdan la esperanza, solo el peso de la desesperación, el vacío que los consume sin piedad. ¿Qué pasa con esos hombres? ¿Qué ocurre con aquellos que no tienen un amor que los salve? ¿Qué pasa con los que no encuentran consuelo, con los que nunca ven una luz al final del túnel? Son invisibles para el mundo, olvidados en sus celdas, sus voces apagadas por el ruido del sistema. La prisión, para ellos, no es solo un espacio físico, es una condena que atraviesa sus almas, una condena que no tiene fin.


El hombre cierra los ojos, aferrándose a la pequeña mano de su hija, buscando consuelo en su inocencia. En su sueño, se deja llevar por la paz, sabiendo que, aunque la sombra del abismo lo aceche, aún tiene un refugio. Pero también sabe que la batalla nunca se termina, que la prisión, de alguna forma, sigue siendo parte de él, marcada en su piel, grabada en su memoria. Y en esa batalla, el amor de la mujer será su única arma, su única salvación.


Para él, tal vez, el amor sea suficiente para mantener a raya la oscuridad. Pero, ¿y para los demás? ¿Qué sucede con aquellos que no tienen un refugio? La respuesta es dolorosa: quedan atrapados, olvidados, consumidos por un sistema que no los ve, que no los escucha. La verdadera tragedia es que, para muchos, no hay salida.


Él no puede traer de vuelta la luz a los otros hombres, pero sabe que sus voces no pueden ser silenciadas para siempre.


Jorge Kagiagian 



 **Epilogo: Lo que la justicia calla**  


 *Parte I: La prisión preventiva, una condena sin juicio*  


*"La justicia sin fuerza es impotente; la fuerza sin justicia es tiránica."*  

— Blaise Pascal  


La prisión preventiva es el arte de castigar sin pruebas, el truco de un sistema que prefiere apresar primero y preguntar después. Bajo su lógica, todo sospechoso es culpable hasta que demuestre lo contrario, lo que en la práctica equivale a encarcelar sin juicio y sin condena. Se presenta como una medida cautelar, pero es un castigo en sí misma, un agujero negro del que algunos nunca salen indemnes.  


El acusado queda atrapado en una celda sin haber sido vencido en un juicio, sometido a una pena que no tiene nombre pero sí consecuencias. Se le priva de su libertad, de su familia, de su trabajo y, en muchos casos, de su cordura. Pasa los días esperando un juicio que quizás nunca llegue, porque la maquinaria judicial se mueve con la velocidad de un caracol artrítico. Y cuando, años después, se prueba su inocencia, el Estado se lava las manos: no hay disculpas, no hay compensación, solo la amarga certeza de que el tiempo perdido jamás se recupera.  


 *La condena del aislamiento* 


La prisión preventiva no solo encierra cuerpos; también aísla mentes. El acusado no puede moverse, pero tampoco hablar. Las llamadas a la familia son escasas, la comunicación con el abogado es un privilegio y la posibilidad de defenderse se convierte en una batalla cuesta arriba. ¿Cómo argumentar en un juicio cuando se le impide incluso explicar su versión de los hechos? La justicia no busca la verdad; busca eficiencias numéricas. Y si el acusado no puede defenderse, mejor. Un preso más es un expediente menos.  


Los barrotes físicos son solo una parte de la condena. El aislamiento social es peor. Las visitas se restringen, las cartas tardan meses en llegar, la voz del acusado se ahoga en el eco de pasillos donde nadie escucha. La desesperación se convierte en rutina. Algunos se vuelven sombras de sí mismos, otros sucumben a la locura. Pero el sistema no ve seres humanos, ve números.  


 *Nadie paga por los años robados*  


Cuando un inocente es liberado tras años de prisión preventiva, el Estado ni siquiera se molesta en decir "lo sentimos". No hay indemnización, no hay reconocimiento del error. Simplemente se le abre la puerta y se le empuja de vuelta a una sociedad que ya lo ha condenado en los noticieros y en la opinión pública. No importa que haya sido declarado inocente; su nombre quedará siempre manchado.  


La ironía es brutal: el Estado puede destruir una vida sin pruebas, pero jamás se hace responsable del daño causado. El preso liberado vuelve a una sociedad que lo rechaza, a un hogar que muchas veces ya no existe, a un mundo que siguió girando sin él. Es un fantasma en su propia historia, un ser al que la justicia primero encarceló y luego abandonó.  


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 *PARTE II: EL JUICIO ABREVIADO Y LA FARSA DEL DERECHO A DEFENSA*  


*"No hay tiranía peor que la ejercida a la sombra de las leyes y con apariencia de justicia."*  

— Montesquieu  


El juicio abreviado es la confesión forzada del siglo XXI. No se necesita tortura ni mazmorras; basta con el miedo. La promesa de una condena menor a cambio de reconocer una culpa que quizás no existe es una trampa perversa que convierte el derecho a defensa en una farsa. ¿Qué haría cualquier persona acusada injustamente si el sistema le dice: "Si te declaras culpable, recibirás tres años; si vas a juicio y pierdes, serán quince"? En ese momento, la verdad deja de importar. No se trata de ser inocente o culpable, sino de sobrevivir.  


El Estado, con su toga y su mazo, logra lo que la Inquisición hacía con la hoguera: confesiones a cambio de clemencia. No importa si el acusado es inocente, si el fiscal no tiene pruebas o si la defensa es ineficaz. El solo riesgo de enfrentar un proceso injusto y un castigo desproporcionado empuja a miles de personas a firmar su propia condena, como si fueran rehenes negociando su rescate.  


 *Defensores oficiales: el espejismo de la justicia gratuita*  


Para muchos acusados, la única opción es un defensor oficial, esos abogados estatales que acumulan expedientes como coleccionistas de derrotas. No por incompetencia —aunque hay casos—, sino porque trabajan con recursos mínimos, agendas saturadas y la presión de cerrar casos rápido. En el juego judicial, el fiscal es un cazador con un rifle de precisión y el defensor oficial, un hombre con un cuchillo sin filo.  


El problema no es solo la falta de tiempo o de dinero, sino la falta de incentivo. Un abogado particular pelea porque su prestigio y sus honorarios dependen de ello. Un defensor oficial, en cambio, puede perder cien casos y su sueldo seguirá depositándose cada mes. Su cliente es un número, un expediente más que hay que resolver con la menor complicación posible. ¿Para qué arriesgarse a un juicio largo si con un juicio abreviado se cierra el caso en minutos?  


Así, el juicio abreviado y la defensa pública ineficaz forman un dúo macabro que transforma la justicia en un mercado de culpabilidades negociadas. Se llama sistema judicial, pero funciona como una fábrica de condenados.  


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 *PARTE III: CADENA PERPETUA, EL ENCARCELAMIENTO SIN PROPÓSITO Y LA PREGUNTA PROHIBIDA* 


*"Se acostumbra a castigar a los criminales con la muerte, para enseñarles a no matar."*  

— Victor Hugo  


La cadena perpetua es el reconocimiento oficial del fracaso del sistema penitenciario. Se supone que la cárcel existe para rehabilitar, para corregir conductas y reinsertar individuos en la sociedad. Sin embargo, la cadena perpetua anula cualquier posibilidad de redención. Si el condenado no tiene la menor esperanza de salir, ¿para qué portarse bien? ¿Para qué estudiar, trabajar, mejorar? Es una condena que no busca reformar, sino descartar.  


El argumento de quienes la defienden es que ciertos individuos son irrecuperables. Si ese es el caso, surge una pregunta incómoda, una pregunta que el sistema evita a toda costa: si no hay posibilidad de reinserción, ¿tiene sentido seguir manteniéndolos encerrados de por vida con dinero del Estado? Si la respuesta es no, ¿no sería más coherente la pena de muerte?  


El debate sobre la pena capital está plagado de hipocresía. Los mismos que se escandalizan ante la idea de ejecutarla no tienen reparo en encerrar a un hombre hasta que muera de viejo en una celda inmunda. ¿Acaso la muerte lenta es más humana que la rápida? ¿Acaso el suicidio frecuente en prisiones no es una forma de pena de muerte encubierta?  


 *El encierro como venganza disfrazada de justicia*  


Al final, la cadena perpetua no es justicia, es venganza burocratizada. No se castiga con la esperanza de reformar, sino con el deseo de hacer sufrir. Se condena a alguien a la muerte en vida porque la sociedad necesita un chivo expiatorio para calmar su sed de castigo.  


Y sin embargo, esa misma sociedad que exige condenas interminables es la que luego se queja del costo de mantener a los presos. Quiere cárceles llenas, pero no quiere pagar por ellas. Quiere venganza, pero no asumir su costo.  


Lo cierto es que la cadena perpetua solo beneficia al sistema judicial y penitenciario. Mantener presos eternos justifica el presupuesto de cárceles, salarios de jueces y la existencia de todo un aparato que vive del sufrimiento ajeno. La máquina de la justicia necesita alimentarse, y su combustible son los condenados.  


Si la prisión debe servir para reformar, ¿por qué existen condenas que no permiten la más mínima esperanza de cambio? Si ciertos criminales son incorregibles, ¿no sería más honesto enfrentarse al dilema ético de la pena de muerte en lugar de disfrazarla de encierro perpetuo?  


Pero nadie quiere responder esas preguntas. Porque admitir que la cadena perpetua es inútil o que la pena de muerte sería más lógica pondría en jaque toda la estructura del castigo. Y la justicia, por sobre todas las cosas, odia ser cuestionada.  


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 *PARTE IV: ESCALAS DE CONDENAS Y EL ABSURDO DE LA JUSTICIA SELECTIVA*  


*"No hay tiranía más cruel que la que se perpetúa bajo el escudo de la ley y en nombre de la justicia."*  

— Montesquieu  


La ley se presenta como un código racional, un conjunto de normas claras y equitativas. Pero basta mirar la escala de condenas para descubrir que la justicia no es más que una lotería donde la lógica es lo que menos importa.  


Un hombre que roba un auto a punta de pistola puede recibir más años que un político corrupto que saqueó un país entero. Un joven que vende drogas en la calle pasará más tiempo en prisión que un empresario que lavó millones. Un hombre que mató en un arranque de ira se enfrentará a una condena mayor que un sicario que hace del asesinato su oficio.  


 *La paradoja del castigo desproporcionado*  


El problema no es solo la diferencia absurda en las penas, sino la intención detrás de ellas. Hay crímenes que destruyen sociedades enteras y apenas reciben una palmada en la muñeca, mientras que otros son castigados con toda la furia del sistema porque es políticamente conveniente hacerlo.  


¿Por qué un robo es castigado con más dureza que una estafa millonaria? Porque el ladrón común es pobre y fácilmente reemplazable en prisión, mientras que el estafador es un hombre de negocios con conexiones. ¿Por qué un homicidio en un barrio marginal recibe una pena mayor que uno cometido en un barrio rico? Porque la víctima pobre no genera escándalo, pero la víctima con apellido sí.  


 *Las condenas ejemplares: el sacrificio de un hombre para calmar a la multitud*


Cuando un crimen sacude a la opinión pública, el sistema necesita un chivo expiatorio. De pronto, un acusado se convierte en el enemigo número uno, la sociedad exige una condena ejemplar y los jueces, temerosos de quedar expuestos, dictan penas absurdas.  


No importa la proporcionalidad ni la posibilidad de rehabilitación. Solo importa castigar lo suficiente para que la gente se calme y pase a indignarse por otra cosa. La víctima obtiene su venganza, los medios su espectáculo y la justicia su dosis de credibilidad.  


Pero el condenado no es un símbolo ni un ejemplo. Es un ser humano que, por azar o conveniencia, terminó pagando más de lo que le correspondía. Y cuando la prensa se olvida y la sociedad encuentra otro crimen para indignarse, él sigue ahí, encerrado, pagando por un delito que no es solo suyo, sino de toda una maquinaria que necesita culpables para seguir funcionando.  


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 *PARTE V: LA JUSTICIA COMO INSTRUMENTO DE CONTROL Y MIEDO*  


*"La ley, en su majestuosa igualdad, prohíbe tanto a los ricos como a los pobres dormir bajo los puentes, mendigar en las calles y robar pan."*  

— Anatole France  


El sistema judicial no está diseñado para impartir justicia, sino para perpetuar el orden. No busca la verdad, busca eficacia; no persigue la equidad, persigue la estabilidad. Y para lograrlo, necesita culpables.  


El poder judicial es un engranaje más de la gran maquinaria del control social. Su función no es proteger a los ciudadanos, sino domesticar al pueblo con el miedo a la condena. Se nos enseña desde pequeños que la ley es justa, que los jueces son sabios y que la prisión es un castigo merecido. Pero la realidad es más siniestra: la justicia es un instrumento de dominio, y el castigo, una forma de disciplinar a la sociedad.  


 *El negocio de la justicia: jueces ricos, pueblo oprimido*  


Los jueces, fiscales y abogados forman una casta privilegiada que vive de administrar la desgracia ajena. No producen nada, no generan riqueza, no crean valor. Solo procesan vidas, convierten hombres en expedientes y trafican con años de existencia.  


Mientras un acusado espera durante meses su juicio en una celda, el juez que debe decidir su destino está de vacaciones en algún paraíso fiscal. Mientras una familia se arruina pagando abogados, los fiscales almuerzan en restaurantes donde una comida cuesta lo mismo que un mes de salario mínimo.  


El sistema judicial se financia con los impuestos del pueblo, pero no para servir al pueblo, sino para mantener a sus funcionarios en una posición de élite. Y lo más perverso de todo es que esa misma justicia, que debería ser un servicio público, se usa para oprimir a quienes la sostienen con su trabajo.  


 *El miedo como herramienta de control*


El castigo no se aplica solo al culpable, sino a todos los que observan. La cárcel no es solo un lugar de reclusión, es un espectáculo destinado a generar terror. Se nos muestra a los condenados como una advertencia: "No desafíes al sistema, porque esto es lo que te espera".  


El ciudadano común no teme cometer un crimen, teme ser acusado de uno. No teme a la justicia, teme a la posibilidad de quedar atrapado en sus engranajes. La justicia no necesita ser justa, solo necesita ser temida.  


Y el miedo es el arma más efectiva para mantener el statu quo. No hace falta reprimir protestas si la gente tiene miedo de ser detenida. No hace falta callar a los disidentes si saben que una acusación basta para destruirlos. No hace falta explicar nada, porque el silencio de los condenados habla por sí solo.  


La justicia no protege a la sociedad del crimen. La justicia protege al poder de la sociedad.  


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 *PARTE VI: EL MITO DE LA JUSTICIA Y LA REALIDAD DE LA CÁRCEL*


*"Cuando el poder del amor supere el amor al poder, el mundo conocerá la paz."*  

— Jimi Hendrix  


La justicia es un mito. Nos dicen que vivimos en un sistema donde el crimen se castiga, donde los inocentes son protegidos y donde la ley es el reflejo de la moral. Pero la realidad es otra: la justicia es una farsa, una ficción conveniente para que el poder mantenga su dominio sin ensuciarse las manos.  


La cárcel no es un lugar de rehabilitación, sino un vertedero humano. No hay redención, no hay aprendizaje, no hay segundas oportunidades. Solo hay castigo, sufrimiento y olvido.  


La sociedad no quiere justicia, quiere venganza. Y la justicia, lejos de resistirse a esa demanda primitiva, la satisface con brutalidad mecánica. El hombre que una vez cometió un error es reducido a su peor acto y condenado a cargar con él hasta la muerte.  


La cárcel no corrige, solo destruye. No educa, solo embrutece. No aparta a los peligrosos, solo multiplica la violencia.  


 *¿Y después de la cárcel, qué?*  


Un hombre que ha cumplido su condena sigue siendo un preso de por vida. Su libertad es un espejismo. Su pasado lo persigue, su expediente lo sentencia a la miseria, y la sociedad le cierra todas las puertas.  


Sin trabajo, sin oportunidades, sin derechos, el exconvicto solo tiene dos opciones: el hambre o el delito. Y cuando elige sobrevivir, el sistema lo llama reincidente y lo arroja de nuevo al abismo.  


El ciclo se repite una y otra vez. No porque el criminal no pueda cambiar, sino porque la sociedad se asegura de que no pueda hacerlo.  


 *La historia que has leído no es ficción*  


Cada página de este libro cuenta la historia de miles, de millones. No es un caso aislado. No es un error del sistema. Es el sistema mismo.  


Cualquiera puede ser el próximo. Un mal día, un error, una acusación, y todo se derrumba. La justicia no necesita pruebas, solo necesita víctimas. Y nadie está a salvo.  


Hoy eres libre. Mañana podrías ser un expediente más.  


 *La reflexión final* 


Este libro no es solo una denuncia. Es un llamado a la conciencia. Un recordatorio de que el castigo no es justicia. De que la cárcel no es la solución. De que el verdadero crimen no está en las calles, sino en los tribunales.  


El sistema judicial es un monstruo que devora vidas y se alimenta del miedo. Pero un monstruo solo tiene poder mientras lo tememos.  


Es hora de cuestionarlo. De desafiarlo. De exigir algo mejor.  


Porque mientras la justicia siga callando, la injusticia seguirá gritando.  


Jorge Kagiagian 


  


**Breve carta al lector**


Escribir este libro me mantuvo relativamente sano psicólogicamente. Me mantuvo lúcido, pude abstraerme del mal y el peligro como un fotógrafo de fieras salvajes. Supe construir un mecanismo de defensa que consistió en el desarrollo de este estudio antropológico.


Ahora que has llegado hasta aquí, te invito a releer el libro entero o fragmentos sueltos, e incluso en un orden aleatorio. Conociendo la historia y lo que este epílogo señala y denuncia podrás reinterpretar el contenido…



Al leer este libro, me has acompañado en la soledad de mi celda, ese lugar frío y sin alma que gracias a ti encuentra un vestigio de luz y esperanza. 


Gracias por tu compañía.


Jorge Kagiagian 




Fin


**Contratapa**


"El juicio del cielo, el sol y la lluvia" es una obra profundamente personal, un testimonio conmovedor de la experiencia real del autor, Jorge Kagiagian.

 

El libro no es una historia ficticia, sino una narración poética y no lineal de su propia vida en prisión. Cada poema, cada fragmento narrativo, es un reflejo de su propia lucha contra la injusticia, la soledad, la pérdida y la búsqueda de un sentido a su existencia.

 

A través de la poesía, Kagiagian nos acerca a su mundo interior, revelando las emociones y reflexiones que lo acompañaron durante su encarcelamiento. La obra se convierte en un viaje por la mente y el alma del autor, un viaje que se experimenta a través de la belleza y la potencia de la poesía y la narrativa.

 

Los lectores se adentran en la mente del hombre, explorando su torbellino emocional, la complejidad de sus emociones y las diferentes etapas por las que atraviesa. La historia no se cuenta con una secuencia de eventos, sino que se construye a través de imágenes, sensaciones y reflexiones que se interconectan de forma no lineal.

 

"El juicio del cielo, el sol y la lluvia" es un testimonio conmovedor de la experiencia real del autor, un viaje emocional por los rincones más oscuros del alma humana, donde la fragilidad se mezcla con la fuerza, y la esperanza se enciende a través de las pequeñas verdades que se encuentran en los momentos más inesperados.



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