Ella camina por la casa como un alma extraviada, atrapada en un laberinto sin paredes. Sus manos, temblorosas, recorren las marcas de la mesa, los surcos en la madera como cicatrices abiertas. La soledad se desliza por el suelo como una serpiente, envolviendo sus tobillos, subiendo por sus piernas hasta morderle el pecho, donde late un corazón que apenas recuerda por qué.
Él está lejos, pero su ausencia no es un vacío; es una presencia pesada, un fantasma que respira desde detrás de los barrotes. Cada noche, ella cierra los ojos y lo ve allí: un hombre hecho de sombras, sentado en una celda que huele a metal y desesperanza. En sus sueños, él no habla, pero sus ojos gritan.
El reloj, ese verdugo sordo, sigue avanzando. Las horas son cuchillas que cortan la piel del día, y ella sangra silencios. A veces, se sienta frente a la ventana y escribe cartas que nunca enviará. En ellas, las palabras se enredan como hilos de un tapiz roto: "Te extraño", "Te espero", "No sé cómo seguir sin ti".
El mundo fuera de la casa sigue girando, indiferente. Los pájaros cantan, los vecinos ríen, los días se suceden con la monotonía de una maquinaria perfecta. Pero dentro de ella, el tiempo duele. Porque el amor, en su país, siempre ha sido un privilegio para los libres. Los presos no tienen derecho a la ternura, y quienes los aman son condenados en silencio, señalados con miradas de juicio y palabras venenosas.
A menudo, se pregunta si él la siente. Si su dolor, como una onda en el aire, llega hasta la prisión donde él vive encadenado. ¿Podrá escuchar su llanto en las noches más calladas? ¿Podrá saber que cada latido de su corazón lleva el peso de ambos?
Una mañana, se atreve a visitarlo. La sala de visitas es un lugar extraño, frío, donde las miradas de otros condenados se mezclan con las de las mujeres que los esperan. Allí, los guardias no ven seres humanos, solo números y sospechas. Cuando finalmente lo ve, un nudo de fuego se forma en su garganta. Él está allí, pero no está. Sus ojos, aunque vivos, están vacíos.
Se hablan con palabras que no dicen nada. Sus manos, separadas por un vidrio, se buscan sin encontrarse. Ella quiere decirle que lo ama, que lo necesita, que lo espera... pero no lo hace. En su lugar, solo lo mira, intentando memorizar cada línea de su rostro.
Cuando regresa a casa, algo dentro de ella ha cambiado. Su amor sigue siendo una prisión, pero ahora comprende que la libertad no llegará. El sistema nunca pensó en ellos: ni en los que quedan dentro, ni en los que esperan fuera, atrapados en una red de leyes y prejuicios que no entienden de amor ni de humanidad.
A pesar de todo, decide quedarse. Porque, en su sufrimiento, ha encontrado la única verdad que importa: no hay cadenas más fuertes que las que ella misma eligió llevar. Pero mientras espera, se pregunta si alguna vez alguien romperá esas cadenas para otros. Si alguna vez amar será tan libre como respirar.
Jorge Kagiagian
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