El hombre está allí, parado en el centro del tribunal, un espectro de carne y hueso atrapado en el umbral del tiempo. Los rayos del sol se filtran por la ventana alta, alcanzando su rostro con una calidez parecida a una caricia, un calor que contrasta con la frialdad opresiva del recinto, donde la atmósfera pesa como una lápida. El juez, distante en su trono elevado, lo observa con una mirada que no vacila, pero el hombre no le devuelve la atención. Sus ojos están clavados en el cielo que apenas puede divisar tras el vidrio: un azul limpio, infinito, casi irreal. Un azul que sabe que no volverá a contemplar.
Su pecho late despacio, acompasando, segundo a segundo, los pasos que lo conducen al abismo. El aire está cargado, saturado de acusaciones falsas, de palabras no dichas, de silencios que se arremolinan como fantasmas entre los presentes. Frente a él, los rostros son máscaras: la frialdad calculada del fiscal, la curiosidad expectante de los observadores, y allí, como una herida abierta, el rostro de quien lo acusó. Esa figura, envuelta en una piedad simulada, cuyas palabras de misericordia eran agujas escondidas bajo un velo de hipocresía. Cada gesto de bondad, cada sonrisa, no era más que un disfraz tejido con hilos de traición.
Respira profundamente, como si cada inhalación fuera la última. El sol calienta su piel, pero sus pies, desnudos de esperanza, sienten el frío cortante del mármol que lo sostiene. La camisa que lleva roza su cuerpo con aspereza, como la cruel realidad que lo envuelve. Es consciente de todo, de cada detalle, porque sabe que estos momentos serán los últimos instantes de libertad.
Un murmullo de recuerdos lo golpea como una ráfaga helada: la textura de la tierra húmeda entre sus dedos, el aroma del pasto recién cortado, el susurro del viento en su rostro cada mañana. Cada imagen es un ausencia que lo desvive lentamente. No siente solo tristeza; lo que lo consume es más profundo, una mezcla de resignación e impotencia, la amarga aceptación de que la justicia no siempre es justa, de que la verdad puede ser borrada por el peso de las mentiras.
Cierra los ojos, buscando refugio, pero no hay escapatoria. Escucha el murmullo lejano de la sala, el crujir de una puerta, el vuelo de un insecto que traza círculos en el aire. Todo eso pertenece a un mundo que, en breve, dejará de ser suyo. Y entonces, como un eco inesperado, una imagen surge en su mente: el rostro de la mujer que ama. Su sonrisa, cálida y sincera, aparece entre las sombras como un breve destello en medio de su soledad. Piensa en sus manos, en el tacto suave que le ofrecía refugio, en las palabras que nunca alcanzó a decirle. Ese pensamiento lo atraviesa como un dulce dolor, un recuerdo que, aunque vencido, lo mantiene de pie.
El juez pronuncia las palabras que sellan su destino, pero para el hombre son solo ecos lejanos, meros sonidos que se desvanecen antes de llegar a sus oídos. Por fuera, se lo ve apacible… es dentro de sí, donde se libra el juicio más feroz: el de su inocencia derrotada, el de la verdad traicionada. Piensa en quien lo acusó, en ese fingido abrazo fraternal, en esa sonrisa que un día creyó sincera y que ahora se le revela como la máscara de la más amarga de las traiciones. Pero también piensa en el sol, en su calor, y en cómo seguirá brillando, indiferente a su sufrimiento.
Abre los ojos y deja que la luz lo envuelva una última vez. Es su despedida, su acto final de rebeldía: contemplar el cielo como si pudiera perpetuar su resplandor en lo más profundo de su ser, como si esa imagen bastara para iluminar las sombras que lo esperan. Y cuando la condena es dictada, el hombre no mira al juez, ni al rostro de su traidor, ni a los muros que lo encerrarán. Mira hacia arriba, hacia ese fragmento de cielo azul, como si allí pudiera hallar la verdad que aquí le ha sido negada.
Afuera, el sol aún brilla… y, en su corazón, el recuerdo de una mujer.
Jorge Kagiagian
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