La tarde se arrastraba como una sombra diluida sobre el patio de concreto. El clima pesaba, sucio y caliente, como una manta que envolvía el cuerpo de todos los hombres allí, apiñados bajo el mismo sol cruel. En medio de ese espacio apretado, de esos despiadados, comenzaron los primeros murmullos. No hubo anuncio, solo el roce de palabras, ese leve roce de dientes apretados que no tardó en romperse. La violencia era una corriente que ya se percibía, como el presagio de un trueno lejano.
Un hombre, con los ojos hundidos de rabia, lanzó las palabras como cuchillos. No importaba su significado exacto; las palabras en prisión no necesitan ser comprensibles para ser letales. Se clavan igual. Nadie entendió bien el inicio, pero todos vieron el final. El golpe de una lengua tan afilada como un cuchillo que cortó el aire. El hombre al que se dirigían no se quedó callado. Contestó con la misma furia, la misma desesperación en la garganta. Ya no importaba lo que se dijera, ni cómo se dijera. La respuesta había sido dada, y no había vuelta atrás.
Los gritos comenzaron a ser más nítidos, más resonantes. Como una marea creciente, las voces se levantaron, se mezclaron, se entrelazaron, hasta formar un clamor que ensordeció el espacio. Los murmullos se transformaron en rugidos, en el batir de alas rotas. Cada insulto se alimentaba del anterior, cada palabra estaba cargada de veneno, de furia.
Y entonces, en el centro de ese torbellino, uno de ellos dio el primer paso, un movimiento decidido, firme. Un palo de escoba apareció de la nada, como una extensión de su propia mano. Lo levantó y, con un grito gutural, lo estampó contra el rostro de su oponente. El golpe fue seco, implacable. Los anteojos del agredido volaron por los aires, como si nunca hubieran existido, y la sangre brotó de su rostro, salpicando el concreto en un baile macabro. **El hombre se tambaleó, pero no cayó.**
El agresor no se detuvo. El palo de escoba, ahora un arma improvisada, se elevó de nuevo, y la madera retumbó contra la carne una vez más, luego otra vez. **Los golpes fueron furiosos**, cada latigazo estallaba cortando las entrañas mismas del hombre al que se dirigían. Golpe tras golpe, el palo crujió bajo el peso de la ira desatada, hasta que se rompió, se astilló, y la punta afilada quedó expuesta. En ese instante, el hombre que había tomado la iniciativa no mostró piedad. **La punta del palo, como un cuchillo torcido, se hundió en la carne de su enemigo.** Un grito, largo y desgarrador, rompió el aire, pero ya nada podía detener lo que se había desatado.
El otro pabellón no iba a quedarse atrás. **Un hombre, de los que observaban desde la distancia, tomó un recipiente lleno de agua hirviendo**, lo arrojó con furia, con desesperación, y el líquido escaldante cayó sobre el rostro del agresor, quemando su piel, rasgándola como si fuera papel. La agonía de esa quemadura fue el detonante final. La furia, la rabia, la violencia que se había gestado, se desató en toda su magnitud. **La batalla fue total.**
Desde su celda, aislado de todo, él observaba a través de la ventanita de la puerta. El espectáculo de la violencia se desplegaba, tan visceral, tan crudo. **Él sabía que estaba preso, pero también sabía que no era un preso.**
No era uno de ellos. Nunca lo había sido.
Observaba la escena con una mezcla de horror y repulsión. Había pasado demasiados años huyendo de la violencia, negándose a ser parte de ella. **Cuando era niño, aprendió que quien golpea primero, sobrevive. Aprendió que la piel puede romperse más rápido que la voluntad, que la carne es blanda, pero el miedo es más blando aún.** Creció en un mundo donde los puños hablaban antes que las palabras. Pero un día, allí en la prisión, entendió. Comprendió que la violencia no era una defensa, sino una condena.
Se prometió a sí mismo que nunca volvería a ser parte de ella.
Y sin embargo, estaba aquí, viéndola de nuevo. No como un combatiente, sino como un testigo atrapado en un campo de batalla ajeno. **En la prisión, la violencia no era un error ni una elección. Era una ley natural.** Pero él, contra toda lógica, se negaba a aceptarla.
Pero la paz, esa paz relativa, duró poco. **Los gritos que venían del patio no eran los de la lucha, sino los de la autoridad**. Los guardias irrumpieron en el espacio. El sonido de sus botas golpeando el suelo, el ruido metálico de las llaves, la vibración del aire con su presencia. **Los palos, las balas de goma, los golpes, todo comenzó de nuevo, pero ahora con un nuevo objetivo: reducir a los hombres, callar la violencia con más violencia.**
A pesar de estar en aislamiento, el protagonista fue arrastrado hacia esa marea de violencia. **Los guardias entraron sin miramientos, sin importarles su condición.**
**El primer golpe lo tomó por sorpresa.** No tuvo tiempo de prepararse, de tensar los músculos, de resistir el impacto. El garrote descendió con fuerza sobre su espalda, y sintió cómo la piel ardía al instante. Otro golpe, esta vez en el abdomen. **El aire se le escapó en un jadeo sordo, y el sabor metálico de la sangre llenó su boca.**
Cayó de rodillas, con las manos en el suelo áspero. Pero los golpes continuaron. Uno de los guardias lo tomó del cabello y lo levantó a la fuerza. Sintió el aliento del hombre en su oído antes de que lo empujaran contra la pared. Un puño cerrado se estrelló contra su rostro, haciéndolo ver luces blancas en la oscuridad de sus párpados cerrados.
**Los golpes fueron tan crueles como innecesarios.** No se defendió. No gritó. Solo esperó.
Cuando todo terminó, se recostó en el suelo de su celda, dolorido, agotado. **El silencio había llegado, pero no era una paz, no era un descanso.** Desde fuera, escuchaba los gritos de los otros presos, las amenazas, los insultos. Las promesas de violencia, las amenazas de venganza. Cada palabra era una condena, cada sonido un recordatorio de lo que ocurría más allá de esos muros.
Cerró los ojos, escuchando el eco de esas voces. Sabía lo que estaba sucediendo. Sabía que no podía escapar de esa realidad. **El miedo, la desesperación, el odio, todo eso lo rodeaba**, como una niebla que no se disipa.
Y en el fondo, en lo más profundo de su ser, supo que nada iba a cambiar. **Nada podría salvarlo de la prisión, de su propio encierro, de ese monstruo que era la vida misma.**
Jorge Kagiagian---
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