Epilogo final


 **Epilogo: Lo que la justicia calla**  


 *Parte I: La prisión preventiva, una condena sin juicio*  


*"La justicia sin fuerza es impotente; la fuerza sin justicia es tiránica."*  

— Blaise Pascal  


La prisión preventiva es el arte de castigar sin pruebas, el truco de un sistema que prefiere apresar primero y preguntar después. Bajo su lógica, todo sospechoso es culpable hasta que demuestre lo contrario, lo que en la práctica equivale a encarcelar sin juicio y sin condena. Se presenta como una medida cautelar, pero es un castigo en sí misma, un agujero negro del que algunos nunca salen indemnes.  


El acusado queda atrapado en una celda sin haber sido vencido en un juicio, sometido a una pena que no tiene nombre pero sí consecuencias. Se le priva de su libertad, de su familia, de su trabajo y, en muchos casos, de su cordura. Pasa los días esperando un juicio que quizás nunca llegue, porque la maquinaria judicial se mueve con la velocidad de un caracol artrítico. Y cuando, años después, se prueba su inocencia, el Estado se lava las manos: no hay disculpas, no hay compensación, solo la amarga certeza de que el tiempo perdido jamás se recupera.  


 *La condena del aislamiento* 


La prisión preventiva no solo encierra cuerpos; también aísla mentes. El acusado no puede moverse, pero tampoco hablar. Las llamadas a la familia son escasas, la comunicación con el abogado es un privilegio y la posibilidad de defenderse se convierte en una batalla cuesta arriba. ¿Cómo argumentar en un juicio cuando se le impide incluso explicar su versión de los hechos? La justicia no busca la verdad; busca eficiencias numéricas. Y si el acusado no puede defenderse, mejor. Un preso más es un expediente menos.  


Los barrotes físicos son solo una parte de la condena. El aislamiento social es peor. Las visitas se restringen, las cartas tardan meses en llegar, la voz del acusado se ahoga en el eco de pasillos donde nadie escucha. La desesperación se convierte en rutina. Algunos se vuelven sombras de sí mismos, otros sucumben a la locura. Pero el sistema no ve seres humanos, ve números.  


 *Nadie paga por los años robados*  


Cuando un inocente es liberado tras años de prisión preventiva, el Estado ni siquiera se molesta en decir "lo sentimos". No hay indemnización, no hay reconocimiento del error. Simplemente se le abre la puerta y se le empuja de vuelta a una sociedad que ya lo ha condenado en los noticieros y en la opinión pública. No importa que haya sido declarado inocente; su nombre quedará siempre manchado.  


La ironía es brutal: el Estado puede destruir una vida sin pruebas, pero jamás se hace responsable del daño causado. El preso liberado vuelve a una sociedad que lo rechaza, a un hogar que muchas veces ya no existe, a un mundo que siguió girando sin él. Es un fantasma en su propia historia, un ser al que la justicia primero encarceló y luego abandonó.  


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 *PARTE II: EL JUICIO ABREVIADO Y LA FARSA DEL DERECHO A DEFENSA*  


*"No hay tiranía peor que la ejercida a la sombra de las leyes y con apariencia de justicia."*  

— Montesquieu  


El juicio abreviado es la confesión forzada del siglo XXI. No se necesita tortura ni mazmorras; basta con el miedo. La promesa de una condena menor a cambio de reconocer una culpa que quizás no existe es una trampa perversa que convierte el derecho a defensa en una farsa. ¿Qué haría cualquier persona acusada injustamente si el sistema le dice: "Si te declaras culpable, recibirás tres años; si vas a juicio y pierdes, serán quince"? En ese momento, la verdad deja de importar. No se trata de ser inocente o culpable, sino de sobrevivir.  


El Estado, con su toga y su mazo, logra lo que la Inquisición hacía con la hoguera: confesiones a cambio de clemencia. No importa si el acusado es inocente, si el fiscal no tiene pruebas o si la defensa es ineficaz. El solo riesgo de enfrentar un proceso injusto y un castigo desproporcionado empuja a miles de personas a firmar su propia condena, como si fueran rehenes negociando su rescate.  


 *Defensores oficiales: el espejismo de la justicia gratuita*  


Para muchos acusados, la única opción es un defensor oficial, esos abogados estatales que acumulan expedientes como coleccionistas de derrotas. No por incompetencia —aunque hay casos—, sino porque trabajan con recursos mínimos, agendas saturadas y la presión de cerrar casos rápido. En el juego judicial, el fiscal es un cazador con un rifle de precisión y el defensor oficial, un hombre con un cuchillo sin filo.  


El problema no es solo la falta de tiempo o de dinero, sino la falta de incentivo. Un abogado particular pelea porque su prestigio y sus honorarios dependen de ello. Un defensor oficial, en cambio, puede perder cien casos y su sueldo seguirá depositándose cada mes. Su cliente es un número, un expediente más que hay que resolver con la menor complicación posible. ¿Para qué arriesgarse a un juicio largo si con un juicio abreviado se cierra el caso en minutos?  


Así, el juicio abreviado y la defensa pública ineficaz forman un dúo macabro que transforma la justicia en un mercado de culpabilidades negociadas. Se llama sistema judicial, pero funciona como una fábrica de condenados.  


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 *PARTE III: CADENA PERPETUA, EL ENCARCELAMIENTO SIN PROPÓSITO Y LA PREGUNTA PROHIBIDA* 


*"Se acostumbra a castigar a los criminales con la muerte, para enseñarles a no matar."*  

— Victor Hugo  


La cadena perpetua es el reconocimiento oficial del fracaso del sistema penitenciario. Se supone que la cárcel existe para rehabilitar, para corregir conductas y reinsertar individuos en la sociedad. Sin embargo, la cadena perpetua anula cualquier posibilidad de redención. Si el condenado no tiene la menor esperanza de salir, ¿para qué portarse bien? ¿Para qué estudiar, trabajar, mejorar? Es una condena que no busca reformar, sino descartar.  


El argumento de quienes la defienden es que ciertos individuos son irrecuperables. Si ese es el caso, surge una pregunta incómoda, una pregunta que el sistema evita a toda costa: si no hay posibilidad de reinserción, ¿tiene sentido seguir manteniéndolos encerrados de por vida con dinero del Estado? Si la respuesta es no, ¿no sería más coherente la pena de muerte?  


El debate sobre la pena capital está plagado de hipocresía. Los mismos que se escandalizan ante la idea de ejecutarla no tienen reparo en encerrar a un hombre hasta que muera de viejo en una celda inmunda. ¿Acaso la muerte lenta es más humana que la rápida? ¿Acaso el suicidio frecuente en prisiones no es una forma de pena de muerte encubierta?  


 *El encierro como venganza disfrazada de justicia*  


Al final, la cadena perpetua no es justicia, es venganza burocratizada. No se castiga con la esperanza de reformar, sino con el deseo de hacer sufrir. Se condena a alguien a la muerte en vida porque la sociedad necesita un chivo expiatorio para calmar su sed de castigo.  


Y sin embargo, esa misma sociedad que exige condenas interminables es la que luego se queja del costo de mantener a los presos. Quiere cárceles llenas, pero no quiere pagar por ellas. Quiere venganza, pero no asumir su costo.  


Lo cierto es que la cadena perpetua solo beneficia al sistema judicial y penitenciario. Mantener presos eternos justifica el presupuesto de cárceles, salarios de jueces y la existencia de todo un aparato que vive del sufrimiento ajeno. La máquina de la justicia necesita alimentarse, y su combustible son los condenados.  


Si la prisión debe servir para reformar, ¿por qué existen condenas que no permiten la más mínima esperanza de cambio? Si ciertos criminales son incorregibles, ¿no sería más honesto enfrentarse al dilema ético de la pena de muerte en lugar de disfrazarla de encierro perpetuo?  


Pero nadie quiere responder esas preguntas. Porque admitir que la cadena perpetua es inútil o que la pena de muerte sería más lógica pondría en jaque toda la estructura del castigo. Y la justicia, por sobre todas las cosas, odia ser cuestionada.  


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 *PARTE IV: ESCALAS DE CONDENAS Y EL ABSURDO DE LA JUSTICIA SELECTIVA*  


*"No hay tiranía más cruel que la que se perpetúa bajo el escudo de la ley y en nombre de la justicia."*  

— Montesquieu  


La ley se presenta como un código racional, un conjunto de normas claras y equitativas. Pero basta mirar la escala de condenas para descubrir que la justicia no es más que una lotería donde la lógica es lo que menos importa.  


Un hombre que roba un auto a punta de pistola puede recibir más años que un político corrupto que saqueó un país entero. Un joven que vende drogas en la calle pasará más tiempo en prisión que un empresario que lavó millones. Un hombre que mató en un arranque de ira se enfrentará a una condena mayor que un sicario que hace del asesinato su oficio.  


 *La paradoja del castigo desproporcionado*  


El problema no es solo la diferencia absurda en las penas, sino la intención detrás de ellas. Hay crímenes que destruyen sociedades enteras y apenas reciben una palmada en la muñeca, mientras que otros son castigados con toda la furia del sistema porque es políticamente conveniente hacerlo.  


¿Por qué un robo es castigado con más dureza que una estafa millonaria? Porque el ladrón común es pobre y fácilmente reemplazable en prisión, mientras que el estafador es un hombre de negocios con conexiones. ¿Por qué un homicidio en un barrio marginal recibe una pena mayor que uno cometido en un barrio rico? Porque la víctima pobre no genera escándalo, pero la víctima con apellido sí.  


 *Las condenas ejemplares: el sacrificio de un hombre para calmar a la multitud*


Cuando un crimen sacude a la opinión pública, el sistema necesita un chivo expiatorio. De pronto, un acusado se convierte en el enemigo número uno, la sociedad exige una condena ejemplar y los jueces, temerosos de quedar expuestos, dictan penas absurdas.  


No importa la proporcionalidad ni la posibilidad de rehabilitación. Solo importa castigar lo suficiente para que la gente se calme y pase a indignarse por otra cosa. La víctima obtiene su venganza, los medios su espectáculo y la justicia su dosis de credibilidad.  


Pero el condenado no es un símbolo ni un ejemplo. Es un ser humano que, por azar o conveniencia, terminó pagando más de lo que le correspondía. Y cuando la prensa se olvida y la sociedad encuentra otro crimen para indignarse, él sigue ahí, encerrado, pagando por un delito que no es solo suyo, sino de toda una maquinaria que necesita culpables para seguir funcionando.  


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 *PARTE V: LA JUSTICIA COMO INSTRUMENTO DE CONTROL Y MIEDO*  


*"La ley, en su majestuosa igualdad, prohíbe tanto a los ricos como a los pobres dormir bajo los puentes, mendigar en las calles y robar pan."*  

— Anatole France  


El sistema judicial no está diseñado para impartir justicia, sino para perpetuar el orden. No busca la verdad, busca eficacia; no persigue la equidad, persigue la estabilidad. Y para lograrlo, necesita culpables.  


El poder judicial es un engranaje más de la gran maquinaria del control social. Su función no es proteger a los ciudadanos, sino domesticar al pueblo con el miedo a la condena. Se nos enseña desde pequeños que la ley es justa, que los jueces son sabios y que la prisión es un castigo merecido. Pero la realidad es más siniestra: la justicia es un instrumento de dominio, y el castigo, una forma de disciplinar a la sociedad.  


 *El negocio de la justicia: jueces ricos, pueblo oprimido*  


Los jueces, fiscales y abogados forman una casta privilegiada que vive de administrar la desgracia ajena. No producen nada, no generan riqueza, no crean valor. Solo procesan vidas, convierten hombres en expedientes y trafican con años de existencia.  


Mientras un acusado espera durante meses su juicio en una celda, el juez que debe decidir su destino está de vacaciones en algún paraíso fiscal. Mientras una familia se arruina pagando abogados, los fiscales almuerzan en restaurantes donde una comida cuesta lo mismo que un mes de salario mínimo.  


El sistema judicial se financia con los impuestos del pueblo, pero no para servir al pueblo, sino para mantener a sus funcionarios en una posición de élite. Y lo más perverso de todo es que esa misma justicia, que debería ser un servicio público, se usa para oprimir a quienes la sostienen con su trabajo.  


 *El miedo como herramienta de control*


El castigo no se aplica solo al culpable, sino a todos los que observan. La cárcel no es solo un lugar de reclusión, es un espectáculo destinado a generar terror. Se nos muestra a los condenados como una advertencia: "No desafíes al sistema, porque esto es lo que te espera".  


El ciudadano común no teme cometer un crimen, teme ser acusado de uno. No teme a la justicia, teme a la posibilidad de quedar atrapado en sus engranajes. La justicia no necesita ser justa, solo necesita ser temida.  


Y el miedo es el arma más efectiva para mantener el statu quo. No hace falta reprimir protestas si la gente tiene miedo de ser detenida. No hace falta callar a los disidentes si saben que una acusación basta para destruirlos. No hace falta explicar nada, porque el silencio de los condenados habla por sí solo.  


La justicia no protege a la sociedad del crimen. La justicia protege al poder de la sociedad.  


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 *PARTE VI: EL MITO DE LA JUSTICIA Y LA REALIDAD DE LA CÁRCEL*


*"Cuando el poder del amor supere el amor al poder, el mundo conocerá la paz."*  

— Jimi Hendrix  


La justicia es un mito. Nos dicen que vivimos en un sistema donde el crimen se castiga, donde los inocentes son protegidos y donde la ley es el reflejo de la moral. Pero la realidad es otra: la justicia es una farsa, una ficción conveniente para que el poder mantenga su dominio sin ensuciarse las manos.  


La cárcel no es un lugar de rehabilitación, sino un vertedero humano. No hay redención, no hay aprendizaje, no hay segundas oportunidades. Solo hay castigo, sufrimiento y olvido.  


La sociedad no quiere justicia, quiere venganza. Y la justicia, lejos de resistirse a esa demanda primitiva, la satisface con brutalidad mecánica. El hombre que una vez cometió un error es reducido a su peor acto y condenado a cargar con él hasta la muerte.  


La cárcel no corrige, solo destruye. No educa, solo embrutece. No aparta a los peligrosos, solo multiplica la violencia.  


 *¿Y después de la cárcel, qué?*  


Un hombre que ha cumplido su condena sigue siendo un preso de por vida. Su libertad es un espejismo. Su pasado lo persigue, su expediente lo sentencia a la miseria, y la sociedad le cierra todas las puertas.  


Sin trabajo, sin oportunidades, sin derechos, el exconvicto solo tiene dos opciones: el hambre o el delito. Y cuando elige sobrevivir, el sistema lo llama reincidente y lo arroja de nuevo al abismo.  


El ciclo se repite una y otra vez. No porque el criminal no pueda cambiar, sino porque la sociedad se asegura de que no pueda hacerlo.  


 *La historia que has leído no es ficción*  


Cada página de este libro cuenta la historia de miles, de millones. No es un caso aislado. No es un error del sistema. Es el sistema mismo.  


Cualquiera puede ser el próximo. Un mal día, un error, una acusación, y todo se derrumba. La justicia no necesita pruebas, solo necesita víctimas. Y nadie está a salvo.  


Hoy eres libre. Mañana podrías ser un expediente más.  


 *La reflexión final* 


Este libro no es solo una denuncia. Es un llamado a la conciencia. Un recordatorio de que el castigo no es justicia. De que la cárcel no es la solución. De que el verdadero crimen no está en las calles, sino en los tribunales.  


El sistema judicial es un monstruo que devora vidas y se alimenta del miedo. Pero un monstruo solo tiene poder mientras lo tememos.  


Es hora de cuestionarlo. De desafiarlo. De exigir algo mejor.  


Porque mientras la justicia siga callando, la injusticia seguirá gritando.  


Jorge Kagiagian

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