Mi querida hechicera de ojos negros,
He pasado mi vida rodeado de ilusiones, creando trucos para asombrar a los demás, pero nunca imaginé que la verdadera magia llegaría con tu mirada. Podría hacer desaparecer un objeto en mis manos, adivinar la carta que escondes entre los dedos, pero nunca supe cómo predecir lo que harías conmigo.
Desde el primer día, tus ojos fueron un conjuro que escapó a mi control. Negros como la medianoche sin luna, como el secreto mejor guardado del universo, como la tinta con la que el destino escribe lo inevitable. No hay truco en el mundo que pueda imitar su profundidad. No hay prestidigitación capaz de engañar al corazón cuando late con este vértigo.
He visto a muchos maravillarse con mis juegos de manos, pero yo me maravillo con la forma en que alzas la ceja cuando desconfías, con la manera en que tus labios se curvan antes de soltar una risa. Me maravillo con el acento de tu voz, con la cadencia de tu habla, con el misterio de la tierra donde naciste, donde los chihuahuas corretean como sombras veloces bajo el sol.
Quisiera confesarte que, por primera vez, la magia me traiciona. Que no sé cómo esconder este sentimiento entre humo y espejos. Que cada vez que intento engañarme diciendo que solo es admiración, el corazón se me ríe en la cara. Porque esto, mi amor, no es un truco. Es real.
Si tú quisieras, haría desaparecer todos mis secretos y te los entregaría en la palma de la mano. Y si me das la oportunidad, haré que cada día a tu lado sea el mayor acto de magia de todos: el de amarte sin ilusiones, sin artificios, con la verdad desnuda y palpitante de un hombre que ha descubierto que la única maravilla que no se aprende en los libros… es la de mirarte y perderse.
Tuyo siempre,
El mago que cayó en su propio hechizo
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