El vientre de ella se hinchó en la soledad de un cuarto apagado con paredes descascaradas, donde el eco de su propia voz no respondía a sus necesidades. No había nadie que le hablara al niño creciendo dentro de su piel más que ella, que a veces susurraba, a veces lloraba, a veces se quedaba con la mano sobre su vientre, sintiendo cómo una vida nueva se agitaba en su propia incertidumbre.
Él no estaba. O, peor aún, estaba pero detrás de un vidrio, de una carta, tras un teléfono de línea fría que convertía su voz en algo irreal. Ella le contaba del crecimiento, de los primeros movimientos, de la manera en que el hambre llegaba de forma distinta, de sus mareos, como el cuerpo no le perteneciera solo a ella. Él la escuchaba, asentía, sonreía con los labios pero no con los ojos. No podía tocarla. Sus manos tan cerca y a la vez tan lejos de ella.
Cuando llegó el momento, la ciudad entera pareció quedar en suspenso. La ambulancia avanzó entre luces que parpadeaban y el sonido vibraba impacible. El hospital tenía paredes color marfil gastado, y las camas estaban alineadas como en un sueño en el que todo es funcional, pero nada es verdaderamente cálido.
Él esperaba las noticias caminando en círculos, como un león enjaulado conteniendo todo lo que siente.
El dolor fue un río oscuro que la atravesó con furia. Apretó los dientes, se aferró a las sábanas y, cuando finalmente la vio salir, sintió que algo se desgarraba dentro de ella en un sentido más profundo que la carne. La niña llegó al mundo con un llanto pequeño y poderoso, con un temblor en los párpados cerrados como si soñara con la luz antes de conocerla.
La sostuvo en los brazos y vio en su rostro algo que no podía explicar. Se parecía a él antes de la cárcel, se parecía a ella antes de la soledad, y a la vez, tenía su propia identidad: una criatura hecha de sueños. Sus pestañas eran finas como hilos de luna, su piel tenía el color de la cera antes de tocar el fuego, y sus diminutos dedos se cerraron alrededor de su índice con la fragilidad del más sutil arco iris.
Quiso llamarlo en ese instante, decirle que era una niña, que ya estaba aquí, que tenía su misma forma de fruncir el ceño, que su aliento olía a la primera lluvia de primavera. Pero la realidad tenía reglas minuciosas y precisas: las llamadas solo se permitían ciertos días, y las visitas estaban sujetas a un sistema de permisos y horarios inquebrantables. Él no estaba. O, peor aún, estaba pero atrapado en un mundo donde las agujas de los relojes señalaban viejos recuerdos.
Los días se volvieron una bruma densa. La niña crecía con la lentitud sagrada de las cosas que importan. Sus ojos cambiaban de color con la luz, su risa era un sonido nuevo en el mundo. A veces, en las madrugadas, la mujer la sostenía contra su pecho y le hablaba en susurros: "Él te ama. Aunque no esté aquí, te ama. Aunque no puedas verlo, él piensa en ti cada segundo."
Cada vez que lo visitaba, la niña quedaba en brazos de otra persona. Ella cruzaba los pasillos de la prisión con un nudo en el estómago y el corazón golpeándole las costillas como un pájaro desesperado. Al llegar, él la miraba con una mezcla de ternura y dolor. Ella le contaba de la niña, de cómo había empezado a sonreír, de cómo movía los pies como ya empezando a caminar. Él asentía, sonreía con los labios pero no con los ojos.
Una vez, en un impulso, sacó una fotografía de la niña y la presionó contra el vidrio. Él la miró con la intensidad de quien memoriza cada detalle, de quien intenta tatuarse una imagen en la memoria. Pero no pudo tocarla. No pudo tocarla; pero aún así el amor lo desbordó como nunca podría haber imaginado. Sin embargo, en ese instante, supo que la amaría por siempre.
La niña creció sin saber que algo faltaba. Su mundo estaba lleno de brazos cálidos, de voces que la acunaban, de soles que entraban por la ventana como si fueran cuentos que aún no habían sido escritos. Y, sin embargo, en algunas noches, cuando la casa entera dormía, la mujer la veía moverse en sueños intranquilos y se preguntaba si en su sangre había un eco, una vibración silenciosa que la hiciera sentir la ausencia de alguien a quien aún no conocía.
El tiempo avanzó con la indiferencia de los relojes que nunca miran atrás. Y un día, sin previo aviso, llegó una carta. Era de él. Decía que cerrara los ojos y le describiera la risa de su hija. Decía que, a veces, en sus sueños, la imaginaba corriendo con otros niños, con el sol iluminando su carita de ensueño, corriendo en plena libertad. Decía que, a pesar de todo, él seguía esperando.
Ella dobló la carta con cuidado, la guardó junto a otras que releía en las noches de insomnio. Luego miró a la niña, que dormía con el puño cerrado, como si ella lo supiera todo, como si ella también estuviera resistiendo.
Y, por primera vez en mucho tiempo, no supo qué decir.
Jorge Kagiagian
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