Sus dedos, rígidos y nerviosos, jugueteaban con el borde del sobre, pellizcando el papel como si quisiera comprobar que todo aquello era real. Su rostro, una máscara de tensión y expectación, parecía tallado en piedra. Las arrugas de los años encerrados dibujaban un mapa de frustraciones y arrepentimientos, pero también de una silenciosa resistencia.
Frente a él, el portón. Enorme, inmóvil, casi desafiante. Detrás, un mundo que apenas recordaba. ¿Qué haría primero? La pregunta giraba en su mente como un péndulo, pero las respuestas llegaban cargadas de imágenes dolorosamente nítidas.
El cielo. Ese era su sueño más simple y más grande: mirar el cielo estrellado sin la malla metálica que había cubierto su visión durante años. De niño, solía acostarse en el patio de su casa, contando estrellas mientras soñaba con mundos imposibles. Durante las noches en la celda, cerraba los ojos e intentaba revivir ese recuerdo, pero al abrirlos siempre encontraba las sombras de las rejas dibujadas en las paredes.
Pensó en la comida. En su lengua aún podía evocar el sabor borroso del arroz apelmazado, el pan duro y el engrudo, que llamaban sopa, servido día tras día. Soñaba con un plato casero, con el olor del guiso de su madre y el calor del pan recién horneado. Pero su madre ya no estaba. Ese plato era ahora un homenaje a una vida que se le había escapado tras esos muros.
Respiró hondo. El aire de la prisión tenía un olor agrio que no iba a extrañar. Lo que quería era caminar entre los árboles, sentir el crujir de las hojas bajo sus pies, oler la tierra mojada después de la lluvia. Elementos tan simples, tan básicos, pero que para él eran tesoros incalculables. Sin embargo, había algo que le inquietaba aún más: el mundo exterior había cambiado. ¿Seguirían los árboles en el mismo lugar? ¿Le reconocería alguien cuando cruzara el umbral?
Sus ojos miraban al portón. Los engranajes de su mente eran los únicos que se movían en aquel instante eterno. Todo lo demás permanecía estático: la luz parpadeante del pasillo, la brisa helada que le cortaba las mejillas, y ese enorme portón que, en unos segundos, marcaría el inicio de algo nuevo.
La libertad. Era un concepto que no había entendido hasta que la perdió. Ahora, frente a la promesa del mundo exterior, no sabía si le asustaba más lo que dejaba atrás o lo que estaba a punto de enfrentar.
Y así, de pie frente al portón, inmóvil por fuera, temblando por dentro, el hombre esperó.
Jorge Kagiagian
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