Arco iris en la sombra



Dios y el infierno rondan los pasillos
como sombras que se cruzan sin tregua,
su aliento es fuego que consume el alma
y su toque, agua que sana, que quema.
La mano que todo lo calma,
la misma que todo lo destruye,
sostiene en su palma el quebranto
y la esperanza perdida en los abismos.

Padre, Hijo, Espíritu
tejen entre sí el manto del misterio,
un triángulo eterno
que guarda el alma rota en sus vértices.
Los muros roban el tiempo,
cada grieta en ellos es el reflejo
de mi ser, fragmentado y huérfano
de lo que alguna vez fue entero.

La grieta de la pared se abre
y es el dolor el que entra
sin pedir permiso,
como la marea que sube
y arrastra todo lo que toca.
Es ahí, en esa fisura,
donde Dios susurra,
y no hay abandono,
sólo su presencia
que se mezcla con las ruinas
de lo que aún persiste en mí.

Y tú, mujer.
Tú, tampoco me has abandonado,
tú, con tu voz suave,
serena como el río que no sabe de impaciencia,
me acompañas en esta noche donde la luna es testigo
de mi soledad en la celda del miedo.
Hablas, y tu charla es un faro
en la tormenta de mis pensamientos perdidos,
un puente sobre el abismo que construimos juntos
con las palabras que se deshacen
como el polvo que cae de las viejas paredes.

Mujer olvidada por el mundo,
un alma errante,
una sombra que arrastra la carga
de la humildad como el viento arrastra las hojas.
Tu pobreza material
es la riqueza profunda del alma,
la que no se vende,
la que no necesita más que el silencio
para ser comprendida.

Y en este rincón de olvido
eres el arco iris que aparece
en la penumbra de mi celda,
la única luz que no arde,
la que se pinta sobre las paredes
como una promesa
que nunca se rompe.

Eres tú, mujer.

Jorge Kagiagian 



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