La banalidad de las cámaras


El turno comienza como siempre, con el encender de las pantallas. El sistema de cámaras se activa y la prisión se convierte, por un breve momento, en un gigantesco mural digital donde cada movimiento, cada acción, se plasma en la luz fría de los monitores. Un panorama interminable, con cuerpos arrastrándose por los pasillos, sombras que deambulan entre las celdas, ecos de gritos que se disipan al instante. Un espectáculo monótono, cuya esencia reside en la repetición. Y, en ese mismo instante, el guardia se acomoda en su silla. Nada diferente hoy. Nada nuevo. Solo más cuerpos, más carne, más sufrimiento, todo reducido a píxeles en la pantalla.

La prisión es un organismo autónomo, donde las vidas se diluyen, se disuelven en la maquinaria que las procesa y las olvida. Las cámaras no ven personas, no ven almas. Solo capturan cuerpos. La luz artificial refleja los rostros ajados de aquellos que, por sus errores, por su destino, por su falta de suerte, son ahora parte de este engranaje. Los gritos, los sollozos, las risas maníacas, todos esos sonidos desaparecen en la inmensidad del lugar, porque no tienen peso, no tienen valor. En este lugar, el único valor es el movimiento. El espacio que se llena con la pulsión de la carne en acción. Y todo eso, todo ese proceso, se convierte en una constante observada por los ojos del guardia, quien solo permanece quieto, contemplando el flujo de lo inevitable.

Hoy, en la pantalla, un hombre se arrastra por el suelo de su celda. Ha sido golpeado, parece. El color rojizo de la sangre se esparce lentamente, una mancha que crece, se diluye, se escurre en el cemento. La cámara capta cada detalle, pero no se detiene. No hay duda de lo que está sucediendo. El hombre no tiene a nadie que lo auxilie. Los demás lo ignoran, como siempre, y el guardia, sentado frente a su consola, observa con los ojos vacíos de quien ya no siente nada. La violencia no le sorprende. Ha aprendido a no ver más que una imagen, una forma. Los rostros que lo piden, que lo imploran, son solo un eco lejano que ya no alcanza a resonar en su interior.

Los pasos de los guardias se oyen de fondo. Lejanos, impasibles, como el sonido de máquinas trabajando en su rutina diaria. Nadie se detiene. Nadie pregunta si el hombre necesita ayuda. Nadie va a ofrecerle alivio. La brutalidad se convierte en parte del paisaje, se asume como una consecuencia natural de este entorno, como si la violencia fuera la razón de ser del lugar, como si los gritos y el sufrimiento fueran las señales de que el sistema está funcionando. Si no hay dolor, si no hay conflicto, algo no está bien. El orden necesita caos para perpetuarse. El sufrimiento es solo una condición necesaria, como el oxígeno para la vida.

Otro cuerpo aparece en pantalla. Esta vez, un prisionero se encuentra en su celda, dando vueltas en su delirio. Habla solo, maldice, se desgarra la piel. Pero no hay un grito audible, no hay una súplica. Solo palabras sin sentido, pérdidas en el aire. El guardia observa en silencio, esperando que el ciclo termine, que la escena llegue a su desenlace. No hay prisa, no hay urgencia. En el momento en que el hombre cae al suelo, por fin, el guardia presiona un botón, envía una señal a los demás para que vayan a intervenir. La violencia ha llegado a su límite, es hora de que alguien haga algo. No porque el guardia lo quiera, sino porque el protocolo lo requiere. Pero mientras tanto, el hombre sigue ahí, retorciéndose, desangrándose ante la indiferencia que lo rodea.

En su mente, hay una desconexión. La vida fuera de la prisión no parece existir. El guardia no piensa en los prisioneros como personas. Son solo sombras que se mueven, sombras que se cruzan sin importancia. En la distancia, en la pantalla, el sufrimiento no es más que un reflejo plano de lo que ocurre en la realidad. Aquí, en este lugar, todo parece estar programado para funcionar así. Los prisioneros no son seres humanos, son cuerpos a los que se les ha despojado de su humanidad. Los rostros que aparecen en las cámaras son simples contornos, vacíos de emoción, de historia, de vida. Los guardias, como el que observa desde su silla, los miran con indiferencia. No son personas. Son carne. Carne que se mueve, carne que sangra, carne que grita. Pero no es su responsabilidad. No están allí para intervenir en la vida de los demás, sino para mantener el orden, un orden que se mide en cuerpos y no en almas.

Mientras el guardia observa la siguiente pantalla, otra escena se despliega. Dos prisioneros se enfrentan, sus cuerpos entrelazados en una lucha furiosa. Golpes, patadas, empujones. El ruido es ensordecedor, pero el guardia no parpadea. La lucha no le interesa. No hay nada que lo conmueva. Es solo una pelea más. Se detiene cuando el tiempo lo permite, cuando la intensidad alcanza su punto máximo, y entonces la intervención es inevitable. Pero no antes. Antes, todo puede esperar. Los hombres pueden destruirse entre ellos, pueden matarse, y el guardia no moverá un dedo hasta que el sistema le ordene que lo haga.

Este ciclo continúa, interminable, en una espiral que nunca se rompe. La violencia se acumula, se acumula hasta que se convierte en parte del paisaje. Se convierte en parte de la normalidad, en la condición misma de la prisión. Los hombres no son más que trozos de carne que se oprimen unos a otros, y el guardia observa como quien mira el paso de las estaciones. No hay juicio, no hay emoción. Solo una ejecución de lo que debe ser. La intervención solo llega cuando la muerte parece inminente. Porque, en el fondo, el sistema no está diseñado para salvar vidas, sino para preservarlas en su forma más básica. La carne. El cuerpo. El dolor.

En su casa, el guardia regresa cada día a su familia, a su vida. Pero, fuera de estas paredes, no puede ver lo que sucede en las cámaras. No puede recordar. Los prisioneros son figuras vagas, abstracciones de un lugar lejano. Son sombras que se disuelven en cuanto dejan de aparecer en el monitor. La crueldad que se despliega ante sus ojos es solo un espectáculo. Un espectáculo que no tiene consecuencias, que no tiene raíz. Un espectáculo que existe porque el sistema necesita que exista, porque el sistema necesita que el mal sea algo lejano, algo distante, algo que no se cuestiona. No es un acto de violencia consciente. Es solo una parte del funcionamiento de una máquina. Y esa máquina sigue trabajando.

Es fácil, muy fácil, dejarse llevar por la rutina. Es fácil deshumanizar a aquellos que se convierten en parte de la estructura. Es fácil pensar que no son seres humanos, que no son importantes, que su sufrimiento no tiene significado. En la prisión, la vida no tiene valor. Es solo un número. Un rostro que pasa, que se olvida. Un grito que se apaga. Y en la pantalla, no hay diferencia entre el que golpea y el que es golpeado. No hay diferencia entre el que sufre y el que lo observa. Al final, todos son parte de la misma máquina.

Jorge Kagiagian 



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